Quiero que me bajen un ángel

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Quiero que me bajen un ángel

 

Cuando tengo tiempo libre, que es casi todo el día, pues salgo a pedir dinero de noche porque da mejor resultado, me la paso en una hamaca, que recién construí en un árbol  de mango. Se trata de dos mecates y un palo de guayaba. Ahí me balanceo de arriba para abajo, tratando siempre de tocar las ramas más altas con mis pies. Es sabroso pasar las horas haciendo este ejercicio, además de que se descansa la mente. No sé lo que me ocurrió; lo cierto es que, en esos espacios libres, solía recordar y repasar las lecciones de religión de mi maestra, y de un tiempo para acá, se me había metido en la cabeza, la idea, y es algo que nunca he podido evitar, de que quería que me bajaran un ángel. Deseaba conversar con él y saber todas esas cosas que los niños no entienden y los padres jamás nos aclaran y que de seguro, él sí sabría explicármelas. No eran preguntas difíciles, las que yo deseaba hacer; más bien, a veces, pensaba que lo único que esperaba era su compañía para conversar. Y a qué niño no le gustaría estar, ahí mismo, en la hamaca, con el ángel de la guarda o con cualquier otro de los muchos que mi maestra me había enseñado, en las lecciones de mi Primera Comunión. Eran tan tiernos, bellísimos, blancos todos, de frágiles figuras, con manos delicadas y semblantes, tan amorosos. Se veían tan buenos que estoy seguro, nunca mentirían. Yo tenía mis preferencias, aunque admitía que deseaba, si me bajaban un ángel, que fuera ése que aparece en las postales, cuidando a un niño, en un puente, sobre un río. Siempre me causó una gran impresión verlo, dispuesto a salvar al niño, que podría irse al abismo, en aquél puente sin barandas y de tablas podridas. ¡Cómo me gustaría que él bajara y me protegiera, no ya de la caída en el río, sino de otras caídas de las cuales nadie me ayudaba a salir y más bien trataban de hundirme! Pero ahora sólo quiero pensar, en que algún día bajará ése, u otro ángel y conversaremos por largo tiempo, y pienso que como yo no tengo amigos, hasta podríamos convertirnos en los mejores.

Apenas decía eso, cuando, en lo más alto del árbol, al tocar las ramas más difíciles,  me vi transportado por una fuerza extraña, hacia un monte que jamás había visto. Sentí un terrible golpe en todo mi cuerpo y descubrí que estaba en la cima de un peñasco, y que desde él, podía divisar mi pueblo y otros lugares desconocidos. No me había repuesto del susto, cuando una luz amarilla invadió todo y, a lo lejos, pude oír una voz serena que me decía:

-Tus deseos fueron escuchados, verás a tu ángel.

Y acto seguido aparecieron cinco niños y una madre, que iba sumergiéndolos en una tina llena de agua, uno a uno. Ellos gritaban y ella los mantenía sumergidos. Sólo se veían salir unas burbujitas que al poco tiempo desaparecieron. Aquel cuadro me llenó de horror y lejos de querer seguir viendo la escena grité:

-¡Quiero que me bajen un ángel!

 No había terminado la frase, cuando se presentó a mis pies, una niña desnuda, de escasos nueve años, con una cara despavorida y empezando a quemarse. Detrás de ella, aparecían explosiones y hombres vestidos de militares con fusiles en mano, quemados por bombas que caían de todas partes arrasando todo, como si fuera el juicio final. La cara de aquella niña me impresionó, de tal manera, que cerré los ojos y repentinamente volví, ahora más que nunca, a solicitar que me bajaran un ángel y nuevamente el monte se estremeció y a mis pies apareció una cantidad enorme de niños negros, flacos porque se les podía ver las costillas; caminaban con las manos o mejor dicho con los huesos, en alto, implorando algo así, como un pedazo de pan, porque tenían hambre. Era espantoso observar aquella cantidad de niños que, a poco metros, caían muertos. Sin padres, sin nadie que les ayudara y arriba, unos cuantos pájaros negros esperando su escuálido banquete.

Grité, ya no imploré:

-¡Quiero que me bajen un ángel!

Y nuevamente apareció, frente a mí, un barco llenito de niños, también negros, que curiosamente, viajaban amarrados. Aunque me pareció extraño, más bien envidié su suerte de poder viajar en ese crucero por países extraños. Pero mi sorpresa fue terrible, cando me percaté de que unos fortísimos hombres comenzaron a botarlos al mar y cómo, los tiburones se los comían y los que esperaban su turno, gritaban y trataban de huir de aquella atroz y segura muerte.

No podía explicarme aquel tormento a que estaba  asistiendo, sólo porque deseaba que me bajaran un ángel. Pero mi asombro fue mayor, cuando se me presentaron, ante mis ojos aterrados y llorosos, unas bellísimas mujeres, jovencitas, que en un cuarto, y con una cobija, asfixiaban a un bebé que lloraba desesperadamente. Ignoraba quiénes podrían ser, pero ellas, sobre todo la más adulta, se esforzaban por terminar aquel macabro trabajo. Acto seguido, una de ellas se llevó el tierno cuerpecito, ya sin vida, pero aún caliente, y en la cocina, con un cuchillo, lo fue desmenuzando hasta convertirlo en un puñito de carne, que puso en una bolsa, y luego lo llevó al mar para dárselo a los tiburones, como una tierna boquita de entrada; mientras tanto, en un aposento vecino del apartamento, un hombre gordiflón, saciaba su voraz y enfermo apetito sexual, con otras jovencitas, apenas de quince o menos años, No sé, si porque ya desfallecía de dolor, sacando fuerzas de lo más profundo de mi ser, volví a insistir:

-Yo, lo que quiero es que me bajen un ángel.

Y a lo lejos, una voz dulce y serena pero muy vigorosa, me respondió:

-Ésos son los únicos ángeles que yo conozco.

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