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LA SOMBRA... Cuento de Diego López, joven ramonense, Costa Rica

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Desperté, el café del desayuno estaba frío. Mis cuentos seguían sin gustar, miré el horizonte por la ventana. Caí en la certeza que no soy un buen ciudadano, y que de nada sirve, ser un buen ser humano. Una sombra apareció detrás diciéndome:

- ¿Bello el panorama?

- Si - dije dándole un sorbo al café - Cuando no está nublado se puede ver el borde del Volcán Poás.

- ¡No ése, imbécil! Tu panorama.

- ¿A qué te refieres?

- Ya las diste, mírate, tus sueños se frustran, el despertador te saca de la cama, el café se te enfría, nadie te lee, ni a tu madre le importa lo que escribes. Eres el peor de los ciudadanos, no encajas en el sistema, has escogido la peor de las profesiones, y estás fracasando en todo.

- ¿Fracasando yo? Escribo todos los días, cosas de verdad, me leen unos cuantos, nadie tiene mi potencial.

- Unos cuantos... ése es tu problema, has llevado tu vida al borde del conformismo, y sorteas la suerte, haciendo equilibrio en ese abismo - la sombra se acercó y puso una mano en mi hombro - mira, está nublado y lo único que alcanzas a ver es un supermercado.

- Algún día seré grande.

- ¿Y si no? Seguirás este ritmo, de desolación, ganas y pereza.

- A todo esto - dije mirándola - ¿Quién diablos eres?

- Créame que eso, ahorita, no importa.

Dejé de mirarla, de verdad era aterrador. Encendí un cigarro, me dirigí al baño, vomité. Me miré en el espejo, estaba pálido. Tomé un baño, el agua estaba realmente helada. Me sentía cansado y asustado. Sentado bajo el chorro de agua, solo deseaba que el tiempo pasara, pero transcurría muy lento. Así que desistí de la idea de esconderme; desnudo volví a mi cuarto. Aún estaba ahí la sombra.

- Y para colmo eres un fracaso con el pene pequeño - dijo la sombra- mientras se burlaba.

La ignoré nuevamente y me vestí con la paciencia de siempre. Ella siguió, uno a uno, todos mis movimientos. Mi piel era un retrato del escalofrió. Recogí mis llaves, el celular, y la esperanza; las metí en el bolsillo. Me dispuse a salir de la casa cuando la sombra dijo:

- No me rehúyas cobarde, no quiero terminar de hacerte mierda. Solo vine a ofrecerte una proposición.

- ¿Sexual?

- No. Déjalo todo, deja de trabajar, despréndete de tus lujos. Para vivir solo se necesita respirar. Olvídate de las deudas, de los pagos mensuales, dormí en los parques, comé de los basureros; yo te proporcionare, lápiz y papel para que escribas. Eso es lo único que deseas. Pero si no puedes vivir, sin tus lujos, sin tu dinero, tu teléfono, deudas, pagos y recibos de servicios, te dejo sobre la mesa de noche, tu segunda opción.

Colocó en la mesita, un revólver tan negro como la misma sombra.

- Ésta es la salida de los derrotados - dijo mientras se me acercaba - Tienes al frente las dos soluciones, ya la decisión es tuya. También... tienes la opción de buscar otro recurso.

La sombra me traspasó, en ese momento sentí que el tiempo se detuvo unos segundos. Fue escalofriante. Desapareció por la ventana, en forma de brisa.

Salí de la habitación veloz. Mi corazón temblaba a ritmo de tambor, mis manos sudaban, sentía que mi cuerpo se desprendía. Crucé las calles corriendo, solo escuchaba los frenazos y las bocinas de los autos, mas no podía ver, no más que un manto blanco, en los ojos. Sentía como si un avión se fuera a estrellar justo en mi espalda. Tenía ganas de llorar, gritar, desaparecer, desmayarme. Corrí, corrí, corrí. Llegué a la casa de mi mejor amiga, toqué la puerta con violencia. Salió Alejandra.

- ¿Andrés que pasa?

Mi voz no salía. Me desvanecí. Ella me levantó con cierta dificultad, me sentó en el sofá, preguntóo:

- ¿Te sientes bien?

- La sombra, la sombra.

- ¿Qué sombra?

- La maldita sombra que dejó un revólver en mi mesita de noche.

- ¿De qué hablas Andrés?

La madre de Alejandra trajo una taza de café, me miraban extraño, pensaron que estaba drogado.

- Ya está pasando - dije reponiéndome de a poco.

- Andrés te vez mal.

- No, no. Debe ser una alucinación.

De pronto la imagen de Alejandra se empezó a difuminar. Rápido, pronto su piel se fue oscureciendo, al igual que las paredes de la casa, todo el entorno. Alejandra se convirtió, en una sombra. Me abrazó y me dijo:

- Tienes que dominar tu miedo. Si no, recuerda la solución de tu mesita de noche. Donde vayas ahí estaré, no te será fácil huir de mi, cobarde.

- ¡ALEJATE MALDITA! - grité.

La sombra carcajeaba. De nuevo el corazón se aceleró, corrí, pero esta vez todo era negro, en mi espalda, todo se destruía, apenas quitaba mis pasos. Corría con toda la fuerza, la sombra en forma de brisa, hacía maromas aéreas, reía, volaba. Yo corría.

De pronto me detuve. Mi corazón quería explotarme, la sombra se posó al frente, casi no la podía distinguir, porque todo estaba muy oscuro. Sacó de su manto un rollo de hojas, que eran mis cuentos. Las empezó a romper una a una. Mientras me miraba a los ojos. Me hinqué. Estaba agotado, miraba los pedazos de páginas caer al suelo, podía leer las palabras de algunos trozos. Al terminar de destrozar la ultima página, sonrió, me guiñó un ojo y volvió a desaparecer a manera de brisa.

La ciudad volvió a hacerse luz, era un día normal y cotidiano, un auto me pitaba con violencia. Yacía hincado, en medio de la carretera principal. Me levanté y me puse a caminar buscando mi hogar. Sentía muy cansados los pies; mi cuerpo estaba débil, mi cara demacrada. Observé a muchos ciudadanos, caminado y sonriendo, con el estrés del sistema totalmente disimulado. Vi a un ser humano tirado en la acera extendiendo la mano con algunas monedas. Desvalijé las bolsas de mi pantalón, se lo di todo. Llegué a mi casa, entré y cerré con llave, busqué mis escritos, y no estaban. Me acosté en la cama. Miré hacia mi mesita de noche, y ahí estaba ese revólver oscuro, pesado, cansado. Lo tomé, apenas tenía fuerza para sostenerlo. Lo coloqué en mi boca, recordé de nuevo las dos opciones y...

Me preparé, para apretar el gatillo.

Diego López

Unos días. El librero que leía a Melville

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                                                           Ana Espindola

El librero que leía a Melville

El camarero vacía con lentitud el cenicero repleto y también lo hace con el día. El agotamiento es visible es sus manos ajadas, antiguas. Las arrugas de su chaqueta, son una prolongación de los surcos que marcan sus mejillas. Se despoja de la misma y también lo hace del ajetreo, de los clientes airados, de las horas interminables. Apretando los dientes, camina entre las mesas. Se aleja sin decir adiós. El sol de agosto le estalla en la cara, cuando la acera le da la bienvenida. Respira tan profundo que nota dolor en los pulmones. Los pies le están matando. Camina por una calle tan invadida por personas, que parece un hormiguero. Un autobús frena en seco y los pasajeros bambolean sus cuerpos, sin tiempo a sujetarse. Una leve sonrisa aparece en su rostro, al pensar en la variedad de insultos que recibiría el chófer. La ciudad emite sonidos. Gime, grita, murmura. Se queja, esclavizada. Fermín algunas veces la oye y agudiza el oído. Pero no entiende nada. Cuando oye las risas escandalosas de dos adolescentes, se da cuenta que está frente a una tienda de ropa interior femenina. Se aleja avergonzado. Comprende que la brecha generacional es insalvable, cuando otro adolescente desaliñado, pasa a su lado y le da un empellón sin siquiera disculparse. Se encoge de hombros y los años se acomodan bajo su nuca de cabellos grises, ralos. Aprovechando el semáforo en verde, cruza al otro lado de la avenida. Mira su reloj de correa gastada. Las 17:05 horas. Cinco minutos. Cinco minutos, repite y avanza con paso rápido. No mira los escaparates. Sabe lo que allí verá reflejado y sonríe. Introduce una mano en el bolsillo del pantalón y aprieta el sobre amarillo, que late entre sus dedos. Un latigazo de placer recorre su cuerpo delgado. Algo parecido a un orgasmo solitario. El tintineo electrónico hizo que el hombre levantara la vista, alguien había entrado a la tienda. Señalando la página con un doblez simétrico, dejó de leer. El viejo Melville, tendría que esperar unos minutos. Ahí estaba. El mismo joven que todas las tardes aparecía por su vieja librería. Se saludaron con una amplia sonrisa. En seis meses habían establecido una relación donde las palabras sobraban. El librero lo siguió con la mirada, sintiendo envidia de la juventud del muchacho. Devoraba las horas al igual que los libros. Era un buen lector y mejor comprador. Fermín, aspirando el olor de los libros antiguos, observa sus manos. Jóvenes y libres al fin. Acaricia el sobre amarillo y sonríe. Dentro no hay nada. Nunca hubo nada.

 

Ana Espindola. Nació y creció en Argentina pero pero muy joven se trasladó a vivir a Madrid, España. Tiene la doble nacionalidad. Obtuvo el Diplomado en la Escuela de Enfermería. Habla inglés, francés e italiano. Es al igual que su padre una lectora consuetudinaria de los grandes autores clásicos y modernos. Desde muy niña escribe poesía, cuento y algunas prosas poéticas sobre el paisaje español. 

 

Qué pasará el día que se me arrugue el pellejo. Cuento de Diego López

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Diego Lopez

Qué pasará el día que se me arrugue el pellejo

Llegó desde muy lejos, no traía consigo pasados, ni historias. Solo la belleza de sus veinte años, el aroma fresco que avivaba las feromonas, de los buitres que mueren de sed, por la lujuria fresca, presa de aquella inocencia.

No tardó mucho en instalarse, encontrar un bonito empleo, ganarse el pan de cada día y conocer la ciudad; que le había prometido el olvido truhán de su pasado. Al poco tiempo descubrió los bares, la economía que se puede encontrar con la disposición, la buena conducta y la sonrisa coqueta.

Probó el matiz del vodka, sintiendo un trémulo de sensaciones, que la inhibición le otorgaba, haciendo que su cuerpo se entregara a la perfidia del sudor, concediendo a los hombres adinerados, los excesos y el placer. Recibiendo de manera anónima premios y recompensas por sus favores.

Pronto dejó el trabajo. A los días ya no tenía que pagar por los tragos. El dinero recibido, por sus esfuerzos, lo cambiaba, por lociones que despertaran los espíritus, prendas que enseñaran y disfrazaran los aranceles de su nueva profesión, haciéndola verse en el espejo con elegancia y actitud.

Se olvidó de los consejos de mamá y los sermones de papá. Descubrió que en medio de sus contornos, estaba el porvenir. Sus ideales y principios se convirtieron en una pérdida de tiempo. Logró mantener fuera de su estrategia, al corazón. Algunos cuentan que ella se sintió vivir.

Nunca tuvo tiempo para enamorarse, como buena depredadora, sabía elegir bien su presa. El dinero, la elegancia, la opulencia, era lo que necesitaba, su cuerpo, para el permiso de la seducción. No era cualquiera el invitado para el régimen, pocos fueron los benditos dueños de sus placeres.

Fue así que les prohibía a sus amantes que se enamoraran. Las barras de los bares, cada noche se veían más empapadas, por los llantos masculinos, causados, por las falacias de su amor.

Crecía, cada vez, el inventario de divorcios, rompimientos, infidelidades y empobrecimientos de sus víctimas, sin que tan siquiera la culpa le rozara el corazón. No tenía tiempo para sentir remordimiento. El tiempo se malgasta con el amor, profetizaba, mientras se vestía, y algún desesperado ebrio de amor, le proponía la felicidad eterna de los mortales, en medio de lágrimas.

Nadie logro conmoverla. Tampoco el tipo aquél que en su desesperación, desfloró sus venas, intentando demostrar de manera estúpida, la valentía del sacrificio, a la que estaría dispuesto, por perpetuar, aquellos momentos de gloria al lado de sus labios; los más venenosos que hayan visitado la ciudad de Volver.

Abogados perdieron sus casos, arquitectos derrumbaron sus construcciones, sacerdotes perdonaron sus pecados, profesores la graduaron en sus dotes. Eso era apenas una pequeña lista de las maniobras que lograron sus placeres. Sin olvidar el cirujano, que le puso a manera de premio, aquellos grandes senos, falsos pero exquisitos, que al final se convirtieron en el arquetipo de la autoestima.

Crecía cada día, la lista de los caídos en batalla; por la perdurable de aquellos momentos. Relámpagos que se sumergían en sensaciones, que muchos compararon con la muerte misma, la gloria y la felicidad. Incontables prefirieron ese destino antes que se resinaran a la realidad, de que aquello no era más que un servicio. Esos lapsos se resumían en poco tiempo y mucho dinero.

Los matrimonios quedaban huérfanos ante la impotencia; que el amor muriera en las manos de la seducción más peligrosa que la belleza haya creado.

Para ese entonces, ella tenía un apartamento lleno de lujos, con una agenda llena de noches y ni un solo amigo. Se le escuchaba contar a sus confidentes -que éramos sus cantineros- que no necesitaba de ningún tipo de paradigma, que no tenia más amiga que su vagina, más futuro que su placer, más estrato social que su popularidad.

Los principios los dejé al lado del árbol de guayaba de mi pueblo, que ya olvidé. Acá aprendí de elegancia y abundancia. Encontrando en ellas el mejor de los maridos, el mejor de los guardianes, el más fiel, el amante más semental, el que nunca me abandonara, mi príncipe azul, muchachos les presento, a mi esposo, mi eterno amor; El señor dinero.

Dijo -mientras sacaba un puñado de billetes para pagar sus tragos. El cantinero que la escuchaba, no recibió el dinero. Lo rechazó con un gesto de plegaria; para que ella, la de duro corazón, al menos le pasara por la cabeza, la idea de desfilar un momento por los barrios bajos, eligiéndolo a él para una de sus noches de placer. Obviamente eso nunca ocurrió.

Pasó mucho tiempo. Fueron numerosos los años en que su vagina fue su cuenta bancaria y el atractivo, el dogma de su cuerpo. Crecía acelerado el castillo, con bloques de la erección de los más pudientes. Desapercibidamente llegaba a su corazón, un sabor amargo de impotencia, algunas tarde la soledad ya tocaba su puerta. Sin aviso la invadía el recuerdo de aquel árbol de guayaba, donde de niña jugaba.

Al verse en el centro de un gran temor, que amenazaba su falsa felicidad y sin tener la valentías de afrontarlo. Se fue poco a poco sumergiendo en el consuelo que le traía consigo, las botellas llenas de vodka. Salía a pasear, con su elegancia añejada.

En un abrir y cerrar de ojos, se dio cuenta, que ya no eran tantos los hombres que se morían a sus pies. Cada día era más difícil el arduo camino de la recompensa. El olor de su piel ya no era tan fresco. Sus ojos en las noches malas, se entristecían y empezaba a temer por su irresponsabilidad. Pero antes que este sentimiento le invadiera por completo, ella se dejaba anestesiar, por vodka, más vodka y más vodka.

Sus resacas las pasaba envejeciendo. La rondaba aquel enemigo, que nunca le avisó que la tenia presa, esclava de su imperdonable paso, aquel vil que duró estaciones sin poseerla, el mismo que la llevó de a poco y con engaños a su estado. El, tiempo que pasó muy lento para su ambición, pero veloz para su felicidad. Tiempo que le trajo a su lugar, los recuerdos, la soledad, la tristeza y aquel torrente de lágrimas que una mañana la invadió y le calcinó sus mejillas, que le pateó su orgullo, que arrebató el poder de aquella que de un día a otro se sintió débil, sin ninguna explicación.

El licor le vendió sus lujos, el hambre la dejó en los huesos. El destino cumplió su parte del trato. El pasar de los años le trajo tristeza, eran más frecuentes los recuerdos de mamá, papá y su infancia. Cambió su apartamento por el descuidado cuarto de una pensión.

Su sexo ya no era parte de los pudientes, sino de cualquiera que le diera al menos una botella de alivio. El silicón de sus senos sintió el paso de la época y se derrumbó de sus alturas.

Se sentó una noche en la barra de Piano Bar, delante del mismo cantinero que había rogado por ella alguna vez. Ordenó el trago de la compasión y cuentan que se le escuchó lamentar el paso del tiempo, maldijo con todas sus fuerzas aquella falsa elegancia. Brindaba por cada uno de los nombres de sus amantes más cotizados, lloró al no tener amigos y dijo mil veces que nadie la había querido. Nunca se dio la tarea de recordar de todos los que perecieron en ese intento de amarla.

A la hora de pagar la cuenta, aquél que algún día deseó morir en sus placeres, le cobró la cuenta completa. Ella se ofreció al arreglo del bajo precio, el cantinero al ver lo marchito de su pellejo y lo flaco de sus huesos, la rechazó, con más lástima que respeto.

Una lagrima rodó por su mejilla, sonrió acongojada, tiró un beso coqueto como en los viejos tiempos, se marchó y se entregó en los brazos de un indigente, que de pago de un sexo sucio, le ofreció compartir una botella de alcohol para fricciones y los cartones que les servirían de colchón.

Si aún le quedaba algo por perder, eran las últimas gotas de dignidad; y las perdió, a lo mismo que su cuarto de pensión. Se trasladó con la familia de la indigencia, el crack y los cartones. Comía esta de vez de los basureros en los restaurantes, y dormía bajo las estrellas con bolsas de basura como cobijas. Vendía su cuerpo a los indigentes mal olientes, a cambio de un sorbo de aquel alcohol que usaban los enfermeros. Era víctima de los golpes y abusos, del maltrato y la soledad, del hambre la sed y la perdición.

Una tarde coincidió con uno de sus ex amantes, el mismo que se habían intentado matar por su amor, él le sugirió una paga como en los viejos tiempos, los brazos cortados la abrazaron y la llevó al motel más lujoso de la ciudad.

Al entrar en medio de todo aquel lujo, la invadió una golpiza de reclamos y golpes que la tendieron en el piso, fue ultrajada en el charco de su propia sangre, ese sexo perverso, lascivo y sangriento la dejo en plena inconsciencia. Despertó y solo halló un basurero metálico y las cenizas de lo que fueron sus ropas, al lado una nota que decía, "esto es lo que vales, este es el precio por haber acabado en un pasado con mi vida".

Se levantó, caminó hasta el espejo, quiso verse a los ojos y no pudo. Fue cuando en el lavatorio encontró una hoja de afeitar filosa y olvidada. La tomó, y la puso en su muñeca, empujándola con fuerza, dejando que la sangre que salía a borbotones se mezclara con el agua que corría. Caminó hasta aquel lujoso jacuzzi de mármol, miró uno a uno todos los lujos de aquella habitación, recordando la opulencia de sus años mozos, y sonrió. Recordó a sus padres y la hamaca de su árbol de guayaba; pero no se arrepintió. Cerró los ojos y se dejó desvanecer en el jacuzzi que estaba en medio de aquel montón de lujos, y recordó que así había querido vivir toda la vida.

Se fue sumergiendo en un sueño eterno, mientras sonreía y pensaba. "nunca me pregunté en mi juventud, qué pasará el día que se me arrugue el pellejo"... en un suspiro y con la sonrisa en su boca, murió.

Diego López, nació en la ciudad de San Ramón de Alajuela el 17 de julio del año de 1980. En esa ciudad hizo sus estudios primarios y secundarios que no concluyó. A los 14 años inició con la guitarra de manera empírica y esa actividad lo condujo a la composición de letras que eran más poesía que música.

A pesar de durar 8 años en la secundaria, nunca se graduó como bachiller pues prevaleció el interés de escribir poesía al tedio de un sistema educativo muy superficial para sus anhelos.

Ha realizado algunos intentos en el género novelístico desde el año 2002 pero termina, a escribiendo prosa poética, poemas o canciones. No es sino hasta hace tres años que se dedica a incursionar en el cuento con mucho entusiasmo.

Muchos de los escritos (cuentos, poemas, canciones, letras) están a disposición en su blog personal. http://volverunpueblo.wordpress.com/

La mentirosa muerte. Cuento

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LA MENTIROSA MUERTE

 

 

Era una casa misteriosa. Nunca se veían personas entrar ni salir en ella. De madera pero elegante y solariega, se distinguía camino al cementerio. Los gemelos que hacían los mandados y se ocupaban de los trabajos del solar, contaban con discreción que solo vivían dos mujeres, una anciana muy vieja y una joven, su hija, llamada Sofía, que pasaba de los veinte años.

La casa, a pesar de contar con varias y grandes ventanas era oscura, pues tanto ellas como las puertas permanecían cerradas. Decía Gerardo, uno de los gemelos que la cocina era espaciosa, lo mismo que la sala y con un aposento cerrado que alguna vez fue estudio y biblioteca y que en sus paredes colgaban cuadros de seres tétricos y deformes. Y si se bajaba al sótano podría encontrarse toda clase de máquinas viejas, sin uso y desgastadas, hasta un pilón de sacar café con su mazo.

La señora Vetancour, no salía ni al corredor y se pasaba el día tejiendo o leyendo unos libros rojizos de pasta gruesa que parecían  misales de iglesia.

La joven Sofía tenía un semblante triste y solo salía al corredor de atrás a recibir un poco de sol mañanero; leía también pero libros de Julio Verne, novelas amorosas y de aventuras.

Juan, el otro gemelo contaba que la señora tuvo dos hijos gemelos, Damián y Ruperto, cuando su esposo vivía pero que murieron en un accidente automovilístico. Iban de paseo a Puntarenas cuando les salió un carro de las sombras y chocó de frente con ellos. Ambos murieron y solo se salvó la niña Sofía. Que desde ese momento, en ciertos períodos se desvanecía y solo regresaba a su conciencia, momentos después. Esa era la razón por la que nunca podía estar sola y prefería quedarse en la casa por el temor de perder la conciencia de un momento a otro. Muchos fueron los médicos que la vieron pero no pudieron curar su mal. Fue su misma madre la que le enseñó las primeras letras y la educación general.

Gerardo la oía llorar con frecuencia y mirar por los barrotes de la ventana de atrás con una mirada lánguida como queriendo descubrir una luz que le alumbrara su oscuro existir. Secaba sus hermosos ojos y regresaba a su hamaca a leer y más leer. La tristeza anidaba en esa casa y se respiraba al entrar.

Un día Sofía no se levantó y su madre la acompañó en su lecho hasta que llegó el doctor. Sofía no podía hablar y respiraba con dificultad, estaba pálida y su mirada divagaba en la habitación como queriendo encontrar un rayo de luz.

Su corazón está muy débil, le comentó a la madre. Es como si deseara emprender un largo viaje pero se resiste. No la deje sola. Le puso una inyección y dejó unas píldoras para que le dieran después de las comidas.

Tres días fue el tiempo que le tomó a Sofía para desvanecerse una vez más pero en esta ocasión el médico afirmó que ya no regresaría del viaje. No hubo llantos, ni ceremonias. El médico extendió el dictamen y la señora Vetancour llamó a los gemelos y les ordenó que por la tarde llevaran a Sofía al cementerio cercano y la depositaran en una bóveda que había cerca de la entrada. Y les dio las señas que los gemelos no necesitaban porque desde niños la conocían. Ahí solían esconderse de sus amigos, bajaban una escalerilla y se mantenían por largo tiempo sin que pudieran encontrarlos. Recordaron que en el fondo, al centro estaban escritos dos nombres juntos Damián y Ruperto y un nicho abierto. Ahí se les ordenó colocar el cadáver de Sofía, teniendo cuidado de que su cabeza quedara para afuera.

Al ser las cinco de la tarde tomaron el cuerpo de Sofía, lo pusieron en una langarilla y se la llevaron para el cementerio. Cuando llegaron Gerardo bajó las escaleras y recibió el cuerpo de la joven, mientras Juan bajaba y entre los dos la metieron de pies en el hueco horizontal. Salieron a recoger una tabla para cerrar el nicho, cuando, de repente, sin percatarse de lo que pasaba, vieron salir de la tumba a una joven vestida de blanco que pasaba junto a ellos, como una exhalación. Sin habla y pálidos del terror miraron a la vez el hueco vacío donde recientemente habían colocado a Sofía. Clavaron la tabla en la boca de la abertura y temblando regresaron a la casa de la señora Vinocour. Esta les pagó por el trabajo y nunca más volvieron a esa mansión. Todavía hoy algunos vecinos aseguran que al atardecer suelen ver salir del cementerio una joven vestida de blanco y desaparecer en los cafetales vecinos.

La niña y el rayo. Cuento

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LA NIÑA Y EL RAYO

 

 

La tarde estaba oscura. Comenzaban a caer las primeras gotas y el cielo desprendía relámpagos luminosos y constantes, cuando la niña salía de la escuela y se encaminaba a su casa. Casi corría y miraba asustada las luces que desgajaban las nubes, cuando de repente dejó de verlas.

 

-         ¿Para dónde me llevas, señor Rayo?

 

-         Al Reino de la Luz.

 

 

-         Pero viajamos en las tinieblas, como en un túnel y solo miro un poco tu rostro en tu escasa luminosidad.

 

-         Pronto llegaremos y lo verás todo. Es un reino bellísimo, encantador. Te gustará.

 

 

-         ¿Y dónde está?, ¿existen seres? ¿cómo es?

 

-         Está en todas partes, todos los seres imaginados y sin imaginar habitan en él. No hay tinieblas pues reina la luz. Puedes viajar en el tiempo y llegar a cualquier lugar, conocer el ayer y saber del mañana. Basta con que lo desees.

 

 

-         ¿Y puedo tener riquezas, tesoros, ser una princesa y casarme con un príncipe y vivir feliz

 

-         Si lo deseas en ese instante lo tendrás. Podrás convertirte en princesa, en un bello animal, en una reina y tener todo lo que quieras, si así lo deseas.

 

 

-         ¿Y si lo que deseo es ser una mariposa para volar de flor en flor en un bosque encantado y jugar con los pajarillos y cuando me canse, convertirme en fuente cristalina y bajar por los montes regando sembradíos y mojando bocas sedientas con mis saltarinas aguas? ¿Podré convertirme en cigarra y cantar hermosas melodías en tardes soleadas y morir de alegría?

 

-         Todo lo tendrás en El Reino de la Luz, si lo deseas.

 

 

-         ¿Y tendré los amiguitos y compañeros de la escuela cerca de mí para estudiar y jugar?

 

-         Los tendrás pero ya no necesitarás estudiar pues todo lo sabrá y no encontrará nada que ciegue tu conocimiento.

 

 

-         ¿Entonces todo lo tendré?

-         Con solo desearlo.

 

-         Devuélvame a mi casa, señor Rayo, quiero regresar.

 

 

-         Pero que has dicho niña insensata, ¿desprecias la felicidad, el lugar maravilloso de la luz?

 

-         Quiero volver a mi casa.

 

 

-         No te creo pero si me das una sola razón para que yo, el Rey del Reino de la Luz deba regresarte, lo haré.

 

-         Señor Rayo, en ese lugar, no podré soñar.

 

 

-         Al fin llegaste. Corre mocosa, entra rápido, me tenías asustada, con ese montón de rayos que caen, pasa.

 

-         No le tengo miedo a los rayos... mamá.

Quise hacer una gracia y me salió un sapo. Cuento

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QUISE HACER UNA GRACIA Y ME SALIÓ UN SAPO

 

 

Vamos donde Salva a calentar motores. Ya es un poquillo tarde. No jodás, mañana es domingo. Va jugando...y se encaminaron a la cantina esquinera que aún estaba abierta.

A mí dame un birra y unos frijolillos blancos y ¿vos Salomón? Lo mismo pero con una sustancita.

¿Y vos qué, siempre, jalando para San Lorenzo?

Pues sí, la he pulseado bastante y para serte franco, en casi tres meses, hasta ahora puedo decir que esa hembrilla medio me acepta.

Es dura de pelar, la tal Engracia, Pancracio.

Con decirle que todos los domingos después de misa de cuatro, la espero frente a la iglesia y antes de que lo piense la invito a sentarse en el poyito que está bajo el almendro y con timidez y tartamudeo, la tomo del brazo para encaminarla.

Diay maje, es apenas una güila, pero muy agraciada.

Claro, con decirle que el domingo pasado le agarré la mano, así como por descuido y quiso retirarla pero yo se la retuve con disimulo. Vieras como me sudaba, por dicha tenía un pañuelo y con disimulo me la secaba de vez en cuando. Con decirle que me agarró una tembladera que creo que hasta el poyito se movía. Ni hablábamos siquiera, solo nos mirábamos y guardábamos silencio, como asustados de lo que hacíamos.

Y sin poder conversar más aquellos amigos callaron al presenciar la entrada de los cantos y sonidos de guitarras y acordeón que irrumpieron en la cantina, armando la fiesta y el bacilón.

Nada más y nada menos que Chayo Venegas, Amado Delgado y Talí Alfaro entraban con sus guitarras y el acordeón y sin esperar respuesta se echaron Llorona para comenzar. Don Salva sirvió como regalo de la casa una orden a todos los presentes y dio inicio el jolgorio, los gritos y la alegría inundó el bar.

Tragos van y bocas vienen entre canción y canción hasta que Chayo, grita: Vamos a echar serenata güevones que la noche apenas empieza. Todos se alegraron y más de uno pidieron el sarpe, pues la invitación era una orden.

¿Y dónde comenzamos, dijo Amado, rasgando  las cuerdas de su guitarra?

Se hizo un silencio en el recinto. Solo Pancracio se decía para sus adentros. Y si les pido que vayamos donde Engracia? Sería una buena idea, y quizás me serviría para luego pedir la entrada a la casa y visitarla como dios manda. ¡Va jugando!

Pues vamos a San Lorenzo, allá más arriba de donde Joaquín Cimona, el Manco, donde Pacheco, el padre de Engracia.

¡Hecho! Dijo Chayo y todos salimos del bar, no sin antes pagar las deudas y nos encaramamos en el Chevrolet rumbo a San Lorenzo.

¡Silencio! Hay una luz encendida adentro, no hagan bulla. Parece que están despiertos. Y apenas acomodándose, rompió Chayo con SIN TI y aquellas guitarras que solo les faltaba llorar.

 

No había llegado a la frase "como inútil será, el quererte olvidar", cuando se abrió la puerta de la casa y apareció, con sombrero en mano el señor Pacheco y con fuerza para que se oyera bien dijo:

Señores, no se dan cuenta ustedes que estamos en una vela.

Chayo calló, las guitarras enmudecieron, Amado y Talí salieron casi corriendo y nosotros hicimos lo mismo.

Maje, qué pelada, adiós Engracia, quise hacer una gracia y me salió un sapo.

 

Niña empeñada

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-Es que no quiero recordar.

Así contestaba la niña de ojos grandes y mirada triste. Esa mañana la maestra trataba de que le contara por qué había faltado una semana a sus clases.

Tomaba sus cabellos negros y enroscaba en ellos un pedazo de lápiz viejo y sin punta. Sus grandes ojos se quedaban fijos en la ventana abierta del aula y se perdían en las lejanías del potrero cercano y los montes allá, perdidos en unión con las nubes blancas que jugaban con ellos.

- Pero, ¿por qué no quieres contarme? No temas. No te castigaré, se lo prometo.

Y trató de limpiarle sus ojitos que se humedecían al contacto con su recuerdo.

La niña movía sus pies al compás de sus pensamientos que no entendía y menos explicarle a la maestra todo aquello que en sus escasos 7 años había sufrido.

- Es que mi mamá nos abandonó a mí y a mi hermana.

- Y ¿con quién los dejó?

-Con un señor.

- ¿Su papá?

- No, nosotros no tenemos papá.

-Entonces con su abuelito.

- Nunca lo ví y seguro ya murió.

-Entonces, ¿con quién te dejó?

- Es que mi mamá toma mucho licor y por mi casa había un señor que vendía licor clandestino.

-Pero no entiendo bien lo que me cuentas.

Y la niña volvía a restregarse sus manitas y mover sus pies. Volvía a mirar la ventana y salía a jugar con las mariposas que viajaban de flor en flor.

-Dígame cuál es el señor con quién ella la dejó.

-Es que el sábado pasado me llevó a la casa de ése señor que vive junto al río que vende guaro y le compró una botella.

Y la niña tartamudeó y de nuevo volvieron sus ojos a humedecerse. La maestra esperó unos momentos y luego de secarlos la miró interrogante.

-Es que mi mamá no tenía dinero para pagar la botella de guaro y entonces me empeño y tomó la botella y salió de la casa del señor.

 

Cortesía de la casa. Cuento de Jonathan Vega

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-¡Que lindas eran las luces dando vueltas y vueltas por toda la pista!, jamás imagino ver tanto Glamour junto en su vida, y la dulce quinceañera fugitiva se olvidó que le apretaban los zapatos rojos de tacón prestados y se sintió libre por primera vez, con ese gozo delicioso que se siente al no llevar brassier y ver como los chicos la miran fijo a los pezones, que, de la emoción, se le pusieron más duros y rosados...

Y así la dulce Andrea se lanza al universo fosforescente, al planeta donde el Sol lleva el brillo niquelado y fluyen ríos con sabor "tequisalinolimonado", y ya le corre entre las piernas el calorcito delicado, de las cosquillas que el alcohol, sabe pintar con finos trazos...

Y así se hizo larga la noche, también se hicieron largos los besos de ron, y Andrea muere de emoción por caer presa entre los brazos del principito que llegó en su carruaje electro techno iluminado, sonido stereo y por motor setenta y seis caballos blancos...

Mira, mira las mariposas dando vueltas y vueltas, que buenas son estas pastillas para quitar el dolor de cabeza, pensó, y se quitó con inocencia el mal sabor que deja la codeína mezclada con bicarbonato de las "cerezas" que se comió, bebiéndose de un solo sorbo, de agua, dieciséis botellas...

Y así el cuento de hadas se fué filtrando en el aire, y hubo duendes de mar, también piratas con sable, y con la dulce melodía de una sirena remasterizable, embrujada se dejó llevar por su canto hasta el fondo del mar de un vaso desechable, y sin notar que tan profundo se mete (en inglés), el "hielo" en la sangre, en un soplido de dragón recordó cuando su padre le prohibió aquella noche salir con Cristal a ningún baile...

Y como todo cuento de horror tiene un villano abominable, el nuestro puntual se apareció en su overall abotonable, echando babas por la boca, y su alegría miserable...

Olga y Toñito. Cuento de Jaime Gerardo Delgado Rojas

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Olga y Toñito 

Olga nació en 1898 en una casita por el Paso de La Quintana, bajando hacia el río La Bermúdez. Ahí fue criada por su madre y abuelo. Para cuando se anunció la construcción de la nueva iglesia, era la tentación de los varones: una linda sonrisa, algo pícara, que dejaba ver sus dientes blancos y bien ordenados y sus labios de un rojo natural; una mirada perspicaz y auscultadora, ojos negros y muy vivaces permitían traslucir su felicidad interior.

Gustaba de ir, los domingos por la mañana, a ver a los niños y jóvenes bañarse en la poza La Cazuela en el río, muy cerca de su casa. Ahí, sentada en una piedra, muy recatada exhibía su pelo largo, lacio y trigueño apenas amarrado en cola, que dejaba sueltos algunos cabellos en la cara, blanca como su madre que, fuera de la picardía de su sonrisa, daban al conjunto un aspecto angelical. Esa sonrisa sana, sincera y alegre la acompañó en todo momento, incluso en los más difíciles. Su madre, Clarita, la tuvo soltera pero eso no importó, como última hija le correspondió cuidar de su padre don Rosendo hasta su muerte, lo que le permitió seguir en la casa del viejo, muy cerca de la poza La Cazuela. Crió a la niña y cuidó de su padre. Por ser buena y no conocérsele visitas furtivas, el cura, los beatos, las hijas de María o las comadronas del Santo Sepulcro, no la abrumaron por su falta de marido; nunca hubo noticia del padre biológico, que por las características físicas de Olguita se presumió que era un español que anduvo por San Pablo; mas esto tampoco a nadie le importó pues Rosendo fue padre y abuelo.

La muerte del viejo, cuando Olga contaba con apenas 12 años, rompió la frágil unidad de la familia, empero a Clarita le había correspondido dedicarse al trabajo duro, cuando el viejo muy enfermo no pudo trabajar: coger café, hacer rondas, desgranar mazorcas para amasar y vender tortillas, lo mismo que cuidar gallinas, recoger huevos y venderlos para comprar carne y leche para el sustento propio y el de su hija.

Olguita, muy jovencita fue la atracción de los varones de los alrededores: era delgada, de esas cuyo cuerpo habla de los buenos cuidados de la madre, la que en su pobreza buscaba que anduviera bien vestida. No muy alta, pero en sus escasos 55 kilos había de todo: coquetería espontánea, senos pequeños, piernas bien contorneadas y trasero redondeado. Será igual después del parto y muchos años después, incluso en su menopausia, cuando la inmensa familia de don Antonio, el gamonal, le pidió que hiciera la lista de los hijos, para hacer la esquela mortuoria de su muerte que irían a publicar en el periódico La Nación, anunciando el dolor de la familia, - llevo 47. Creo que me faltan dos, o tres.Los hijos e hijas entre legítimos y naturales, entre supuestos y seguros, que había tenido don Antonio en su vida, hasta sus 70 años, cuando murió.

A Clarita le agradaba la idea de un buen partido para que ahí terminaran sus suplicios. Ofrecer la niña a un buen postor no era mala idea y en el San Pablo no faltaban buenos partidos entre los hijos de las familias ligadas a la producción cafetalera. Olga afinaría su puntería y pondría el ojo en uno de los hijos de los gamonales: Antonio, de 22 años, el primogénito de don José Daniel y doña María Felicia, la hermana de Genoveva, quienes aun no formaban una pareja de bien casados, como lo indica la Santa Madre Iglesia, pero que ya contaban con varios hijos: eran dueños de algunas tierras y de una gran familia. Sin embargo, la conquista de Antonio no fue fácil. Él había aprendido de su padre que mejor era invertir en mucho lado y luego cosechar en los mejores. Así que, para el joven Antonio, la joven Olga fue un buen divertimento de unos días o unas semanas, incluso algunos meses. Ella no desesperaba. Si bien la idea de su madre era la del matrimonio, la de Olga era, como otras, pescar con embarazo y a partir de ahí, acudir al casorio obligado por la ley.

Pero el embarazo no se dio ni en el primer mes, ni el primer año, ni los subsiguientes. Por esta ruta, ella y Antonio se fueron enamorando sin casarse y se fueron uniendo cada vez más como pareja sin la bendición de la Santa Madre Iglesia. Clarita murió de una larga enfermedad, sin ver a su hija en su casorio en la nueva iglesia de San Pablo: esa que eternamente no empezaba a ser construida. Olga quedó en la casa del abuelo y heredó de su madre sus trabajos: el cuido de los cafetos, las gallinas, lavar la ropa en el río o en las pilas cerca de su casa, .... más, de vez en cuando, recibir a Antonio, sobre todo cuando algún peón de alguna de las fincas lo corría pues no pasaba de embarazar sus hijas y ofrecerle trabajo junto al resto de la peonada.

Olga aprendió que su amor era compartir y compartió a Antonio: no solo durante estos años, sino más. Cuando, por el año de la crisis mundial pasó de los 30 y Antonio un poco más, vino el embarazo. Lo había logrado: tener a Antonio solo para ella, pero transmutado en un hijo, al que también llamaría Antonio. De ahí en adelante, el niño Antonio, primero, luego el joven y más tarde, el adulto Antonio quedará pegado a su madre como un parche; la acompañaba a todo lado, incluso a ver los muchachos en sus gambetas en el agua, los domingos por la mañana, en La Cazuela: lo disfrutaba como su madre, no más viendo. Tampoco fue a la guerra en el 48: ella no lo dejó aunque estaba bien entusiasmado por Pedro, su amigo de la infancia, un calderonista que empuñó las armas en contra de Figueres y que integraba la célula gobiernista del lugar. Fue como un parche de su madre hasta su muerte, en su temprana ancianidad, algunos años después de la muerte de Antonio, el gamonal.

Olga no preguntó nunca los andares y venires del padre de su hijo: los conocía todos. De ahí que doña Ana Micaela, cuando él murió, le pidiera por favor que hiciera la lista de todos los dolientes para publicarlo en La Nación. La cuenta era larga: cuando tuvo a su Toñito decían que eran más de 15 hijos y fue cuando Antonio se casó con la viuda doña Sebastiana, la dueña de un beneficio de Santa Rosa y con vinculaciones comerciales internacionales. Don Antonio la conoció siendo peón pues, aunque hijo de gamonal, había que hacer de todo en los tiempos difíciles y esta vieja, como la llamaba, tenía sentido empresarial, era preparada y sabía que este romance le permitiría ampliar, no solamente su familia, sino los negocios. Con Sebastiana había engendrado un par de hijas gemelas, antes de su casorio: el era buen peón, pues sabía dónde sembrar y esas gemelas nacieron el mismo día que el hijo de la Olguita.

Quedó viudo al cabo de 12 hijos. Ella murió porque no pudo soportar sus largas neumonías provocadas por los húmedos inviernos, los negocios en las crisis y un marido compartido. Le faltaba calor decían en San Pablo, o tenía demasiado fuego. Para entonces, don Antonio había bien armado otro negocio: su segundo matrimonio llevaba años e hijos en casa de don Higinio, con Ana Micaela, mujer blanca, alta y algo gruesa: en su seno se gestaron los últimos hijos de Antonio, aun siendo esposo de Sebastiana. Ana Micaela fue madre de 10 y lo acompañará hasta su muerte. El corazón le falló a los 70: eran muchos los hijos que no cabían y reventó.

Después de su entierro en el cementerio de San Pablo, Olga se retiró a su casita en La Quintana y ahí se fue gastando, poco a poco, como si quisiera acompañar al padre de su hijo. Ya no iba a ver los niños y jóvenes a La Cazuela. A veces iba al cementerio. Salía de su casa en la Quintana, pasaba por las Pilas, donde tantas veces vino a lavar la ropa, como lo hacían las muchachas en verano y de ahí por Calle Real hacia el Beneficio de café de don Eloy, para voltear al Cementerio. En otras oportunidades su caminadita era más corta. Al principio iba a la bóveda y quedaba un rato sin hablar, como esperando que Antonio tomara la iniciativa. Después no. Evadía entrar al Campo Santo y más bien giraba hacia la Iglesia vieja, pero no entraba, y de ahí a su casa. Luego el recorrido fue aún más corto. Una vez Toñito la acompañó para ampliar la ruta: le habían recomendado que la distrajera variándole rutinas, que eso era bueno: su idea era llevarla por la Calle María Manca y el Uriche; luego a La Meseta para pasar frente a la Iglesia recién construida y a la casa. Pero no se arriesgó: estaba débil la vieja y aunque pasó frente a la nueva iglesia donde Clarita quiso verla de novia bien casada. Olga fue por cortesía con el único regalo duradero de Antonio el gamonal. En fin andar por el centro de San Pablo, aunque sin inmutarse de seguro, era para despedirse.

A los dos años había olvidado donde vivía, las listas, las rivales, las muchachadas en La Cazuela, los beatos, las gallinas y el cafetalito de atrás. Ahora no debía salir de la casa: se perdería. Después perdió el recuerdo de su madre, más tarde el de su padre. Excepto el de los dos Antonios. Un médico audaz diagnosticó demencia por deficiencia tiroidal, pues en su juventud le habían operado la garganta: se lo hicieron para evitarle el güecho. A don Antonio le tocó mandar un peón para el cuido de la casa y algún dinero para la recuperación. Toñito aún no había nacido. El tema de su tiroides quedó ahí, estancado, por toda la vida: del mismo solo una pequeña cicatriz. A poco más de los 60 el deterioro neuronal se fue acentuando. No caminaba y solo se alimentaba por la mano de otro, de Antonio, el único recuerdo que quedaba firme y que no se borró ni con su muerte.

El hijo Antonio asumió todas las tareas de su madre: cuidar de las gallinas, coger café e ir, algunos domingos sí y otros no, a ver la muchachada bañarse en La Cazuela en el Bermúdez; pero también cuidar enfermos: lo aprendió de su madre y empezó con Olguita hasta el final. Cuando ella murió, el adulto Antonio entendió que también le correspondía sustituirla en el amor eterno y por ello amó... para quedar soltero para siempre.

- Linda mujer era la Olguita - dijo don Memo. - Buena mujer fue doña Olga - dijo Chepe Concepción y dirigiéndose a Antonio - todos, Toñito, recordamos a tu madre con gran cariño.


EL PAJARITO VIDENTE

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EL PAJARITO VIDENTE

 

 

-Pase señor, por solo un peso usted sabrá su futuro. El pajarito escogerá un papelito y en él conocerá lo que serás.

Sí, así como lo oyes, con estas palabras arrimaban a su alrededor, niños, jóvenes y adultos que sorprendidos veían a un tierno y dulce pajarillo que volaba a una cesta de mimbre y sacaba con su piquito un papelito blanco hábilmente doblado, volaba a la puerta de la jaula y entregaba a la persona que había solicitado sus servicios clarividentes.

- Papi, dígale al pajarito que te dé el papelito del futuro, sí.

Así me convenció mi hija cumpleañera aquella soleada y fresca mañana en el Parque Chapultepec, en la ciudad de México, para que yo conociera mi futuro del pico de un alegre pajarito.

Me acerqué distraídamente ante la señora que pronta y solícita me llenó de frases halagüeñas. Deposité mi futuro valorado en un peso mexicano y ella, inmediatamente se comunicó con el pajarito que solícito voló a la cesta y tomó en su piquito un papelito y volvió ante mí y me lo ofreció. Sin poder evitar una sonrisa tomé el papelito y me lo eché en la bolsa izquierda de mi camisa.

-Léalo pa, yo quiero saber tu futuro.

-Más tarde, tal vez.

Y salieron corriendo, ella, su hermano y su madre hacia los caballos de verdad que eran la atracción de los niños. Querían montarse en el más grandote y lucir como charros mexicanos.

Yo de pronto sentí en mi pecho del lado izquierdo un fuerte dolor que despertaba en mi cerebro un torrente de imágenes y palabras que abrían paso en mi imaginación y deseaban salir pero se perdían en laberintos insondables. De pronto me hundía en túneles secretos y en ellos divisaba niños famélicos, llenos de huesos, grandes ojos, con dientes grandes y sus manos extendidas como deseosos de asirse a las paredes, más allá jóvenes devorando huesos de murciélago y succionando hojas amarillentas que se adherían a sus manos pegajosas y aquel aquelarre de fantasmas danzaba de pronto, cantaba y lloraba al mismo tiempo como si se tratara de fantasmas que devoraban la noche.

Casi no podía respirar y tuve que sentarme en un taburete cercano a un pintor callejero.

-Venga señor, mi papá te hará un retrato, mire él pinto a Pancho Villa y a Benito Juárez, siéntese aquí, se ve usted muy cansado, repose un poco. Por solo tres pesos usted pasará a la fama.

Más por agotamiento y deseoso de olvidar las imágenes invasoras en mi mente, me senté a su lado y el artista comenzó alegre su trabajo. Al cabo de 20 minutos se acercaron los chiquillos con su madre y se divirtieron viendo mi retrato hecho con lápiz en un cartón casi blanco y tirando más a amarillo. Pagué los tres pesos al artista y seguimos caminando por aquella calle mágica pues deseábamos visitar el zoológico.

Un poco cansados llegamos a la entrada y pronto estábamos frente a tigres, leones, serpientes y chacales y mi hija insistía en leyera mi futuro y yo siempre le contestaba:

-Más tarde.

-Quiero un prestiño, así le llamaba ella a unos grandes y llenos de miel, discos de harina que ofrecía una jovencita de escasos diez años. No me quedó escapatoria, metí mi mano en la bolsa izquierda de mi camisa, creyendo que ahí encontraría unas monedas y mis dedos, accidentalmente chocaron contra el papelito del futuro y al sacar mi mano cayó al suelo. Mi hija lo juntó y sin pedir permiso, lo abrió y leyó en voz alta:

_Serás escritor.

Y Salió corriendo mientras entre risas decía:

-Papá será escritor, jajajajajaja.

Yo me quedé pensativo y con una maliciosa sonrisa, me dije:

- Si por lo menos ese mentiroso pajarillo le hubiese agregado otra palabra. 

 

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