Unos días. El librero que leía a Melville

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                                                           Ana Espindola

El librero que leía a Melville

El camarero vacía con lentitud el cenicero repleto y también lo hace con el día. El agotamiento es visible es sus manos ajadas, antiguas. Las arrugas de su chaqueta, son una prolongación de los surcos que marcan sus mejillas. Se despoja de la misma y también lo hace del ajetreo, de los clientes airados, de las horas interminables. Apretando los dientes, camina entre las mesas. Se aleja sin decir adiós. El sol de agosto le estalla en la cara, cuando la acera le da la bienvenida. Respira tan profundo que nota dolor en los pulmones. Los pies le están matando. Camina por una calle tan invadida por personas, que parece un hormiguero. Un autobús frena en seco y los pasajeros bambolean sus cuerpos, sin tiempo a sujetarse. Una leve sonrisa aparece en su rostro, al pensar en la variedad de insultos que recibiría el chófer. La ciudad emite sonidos. Gime, grita, murmura. Se queja, esclavizada. Fermín algunas veces la oye y agudiza el oído. Pero no entiende nada. Cuando oye las risas escandalosas de dos adolescentes, se da cuenta que está frente a una tienda de ropa interior femenina. Se aleja avergonzado. Comprende que la brecha generacional es insalvable, cuando otro adolescente desaliñado, pasa a su lado y le da un empellón sin siquiera disculparse. Se encoge de hombros y los años se acomodan bajo su nuca de cabellos grises, ralos. Aprovechando el semáforo en verde, cruza al otro lado de la avenida. Mira su reloj de correa gastada. Las 17:05 horas. Cinco minutos. Cinco minutos, repite y avanza con paso rápido. No mira los escaparates. Sabe lo que allí verá reflejado y sonríe. Introduce una mano en el bolsillo del pantalón y aprieta el sobre amarillo, que late entre sus dedos. Un latigazo de placer recorre su cuerpo delgado. Algo parecido a un orgasmo solitario. El tintineo electrónico hizo que el hombre levantara la vista, alguien había entrado a la tienda. Señalando la página con un doblez simétrico, dejó de leer. El viejo Melville, tendría que esperar unos minutos. Ahí estaba. El mismo joven que todas las tardes aparecía por su vieja librería. Se saludaron con una amplia sonrisa. En seis meses habían establecido una relación donde las palabras sobraban. El librero lo siguió con la mirada, sintiendo envidia de la juventud del muchacho. Devoraba las horas al igual que los libros. Era un buen lector y mejor comprador. Fermín, aspirando el olor de los libros antiguos, observa sus manos. Jóvenes y libres al fin. Acaricia el sobre amarillo y sonríe. Dentro no hay nada. Nunca hubo nada.

 

Ana Espindola. Nació y creció en Argentina pero pero muy joven se trasladó a vivir a Madrid, España. Tiene la doble nacionalidad. Obtuvo el Diplomado en la Escuela de Enfermería. Habla inglés, francés e italiano. Es al igual que su padre una lectora consuetudinaria de los grandes autores clásicos y modernos. Desde muy niña escribe poesía, cuento y algunas prosas poéticas sobre el paisaje español. 

 

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This page contains a single entry by Benedicto Víquez Guzmán published on 12 de Octubre 2011 6:49 PM.

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