La joven tras las rejas
Hace algunos meses que observo, cuando vengo de mi casa y me dirijo al trabajo en el parque, que en una casa rosada, ubicada por los alrededores de la Universidad, tras una enorme ventana enrejada, siempre aparece una bella muchacha. Es morena y de un cabello largo, color azabache. Suele tenerlo suelto y cubre casi toda su espalda. Se intuye amable, cariñosa. Pero existe algo que no puedo descifrar y es que, por lo menos cuatro veces al día, la observo, ya sea leyendo un libro, peinándose, o jugando con un pequeño gatito blanco. Los ojos, son de un negro profundísimo, grandes y de pestañas enormes, así como sus cejas. Pero mi incertidumbre nace en su mirada. Es inmensamente triste, dolorosa, despierta la sensación de un gran dolor, algo así como si estuviera distante. Su vida se me presenta sin alma, como un adorno de portal, en una tétrica ventana, llena de barrotes. Apenas aparenta diecinueve años, a lo sumo, pero su rostro refleja varios meses de tristeza. Pinto y yo la miramos disimuladamente, para que ella no descubra, que nos llama la atención; sin embargo, a veces pienso que ella sabe que la observamos.
Hoy pasamos más temprano que de costumbre, frente a su casa, y ahí estaba sentada en la ventana. La noté más triste y pálida que en días anteriores. Aceleré el paso y quité mi mirada de la ventana. Llegué, como de costumbre, al parque, a limpiar botas y como no había clientes me dediqué a jugar con Pinto, por los pasillos del lugar, cuando de pronto, escuché una conversación que tenían dos señoras. Platicaban amenamente, frente a la iglesia. Con disimulo me detuve cerca de ellas, para poder escuchar lo que decían y no aparecer como inoportuno. Esta fue su conversación:
-¿Quién iba a creer, Ana, que Lucía, con apenas diecinueve años, le iba a pasar lo que le ocurrió? Según pude averiguar, fue asaltada, al llegar a su casa, cuando trataba de abrir el garaje, para guardar su carrito. Dos hombres se le abalanzaron encima y la obligaron a montarse nuevamente en su carro y se la llevaron lejos de la ciudad de Heredia. Después la despojaron de sus escasas pertenencias, el salario que ese día le habían pagado en la fábrica, donde trabaja, en San Antonio de Belén, las pocas y baratas joyas que llevaba, el celular y sus documentos personales, además de su carro. La dejaron descalza, ahí por el estadio Saprissa. Pero lo más grave, según pude enterarme es que ambos maleantes, no contentos con robarle, la violaron.
Cuando oí eso no tuve ninguna duda de que se trataba de la joven de la ventana con barrotes. Ahora comprendía su enorme tristeza y soledad. No seguí escuchando más la conversación. Ese día no trabajé y me dediqué a deambular por la ciudad, ni siquiera fui a conversar con Ricardito. En la noche no pude dormir y menos escribir mi acostumbrado cuento.
A la mañana siguiente, un poco más tarde que de costumbre, salí con Pinto nuevamente a mi trabajo, y al pasar por la ventana de la casa rosada, la encontré cerrada. Extrañado di vueltas por el cuadrante, en busca de una respuesta, pero no la encontré, hasta que llegué al parque y me llamó la atención de que la iglesia estuviera llena de gente. Entonces le pregunté a unos amigos, que pasaban por ahí, qué sucedía y uno de ellos, fríamente me contestó:
-No te das cuenta de que es una misa de difuntos.
-Y, ¿quién murió?
-Una muchacha que hace unos meses asaltaron unos maleantes.
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