La loca de la Avenida Central. Cuento de Manuel Argüello Mora

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LA LOCA DE LA AVENIDA CENTRAL

 

 

Era feliz cuanto se puede ser en este valle de lágrimas por más que la prematura muerte de mi marido me hubiera desgarrado el corazón, tal era el encanto que a mi existencia prestaba la atención debida a mi hijo, niño de cuatro años, que Dios me dio, gracioso, bello, y lozano como el que más lo fuera entre los escogidos. Arturo absorbió mi vida desde que nació: su crianza y su cuidado eran el único objeto de mi existencia. Sus cariños y sonrisas refrescaban mi corazón, al paso que la más pequeña incomodidad que sufriera, me llenaba de amargura. En una palabra, la carita de Arturo era el termómetro de mis días. Así se deslizaban tranquilas y bonancibles unas tras otras las horas.

*

Una mañana, mientras arreglaba los muebles de la sala, oí unos gritos en la calle que no me preocuparon al principio, sino hasta que un numeroso grupo de personas se detuvo en la puerta de mi casa. Un sacudimiento súbito de mi corazón me anunció la presencia de una nueva desgracia. Tocaron fuertemente a la puerta, la abrí...y un desconocido, mostrándome el cadáver de Arturo, que traía entre sus brazos me preguntó si yo era la madre de aquel niño. ¡Oh naturaleza cruel e indiferente! ¡El cielo estaba azul, limpio y sereno...cuando mi Arturo, mi vida, mi alma, dejaba de existir!

 

Un carretón cargado de muebles le había pasado por encima después que los caballos lo pisotearon y maltrataron. ¡Muerto, enteramente muerto estaba mi pequeño Arturo! Al estrecharlo contra mi corazón, sentí ese frío, ese siniestro frío que tan pronto adquieren los restos del humano ser. El agudo dolor que devoró mi alma al contemplar el pálido y rígido cuerpo de mi hijo cesó repentinamente. Una nube empañó mis ojos y toda mi existencia anterior desapareció como por encanto de mi memoria.

*

Allá en lejanos horizontes se me aparece y desaparece Arturo sonriéndose y enviándome besos...Yo se los devuelvo, y, para hacerlo venir hacia mí, le canto con infinita y suave tristeza la balada con que acostumbraba dormirlo:

 

"Arrurrú niñito, arrurrú callá,

que si el cielo llora, ¿quién nos cantará?"

 

Dicen que soy loca y que ahora atravieso un lúcido período que será el último, pues enseguida debo entrar en la época del furor. ¿Dios mío, furiosa yo! Pero, en todo caso, más vale ese estado, que el inmensamente doloroso, el de mi cabal juicio, pues desde que la locura sale, la memoria del niño, de mi Arturo, vuelve y recrudece todas mis penas y desesperaciones.

 

Duermo poco y sueño constantemente con un cilindro helado que toma diferentes formas, pero siempre es estado de hielo. Ese cilindro a veces saca dos ruedas por los lados y dos caballos por un extremo...Luego aparece mi niño debajo de todo...y cuando ha pasado la escena tan solo queda un montón de nieve. Otras veces sueño con millares de chiquitos fríos y amarillentos, que juegan con carretones cargados de muebles...

 

Al despertar de esas pocas horas de descanso, mi primer impulso es halagar un objeto blanco que siempre está cerca de mí. Unas veces es una palomita que se va inflando y toma las formas de un niño, cuya cara nunca veo. Me fatigo mucho dando vueltas a ese cuerpo de niño, en busaca de la cara; jamás la encuentro. Al expirar el día, sobre todo al toque de la oración, infantilmente soy atraída por una melodía divina que canta:

 

"Arrurrú niñito, arrurrú callá,

que si el cielo llora, ¡quién nos cantará?"

 

Cuando un sonido cualquiera se repite muchas veces de igual modo, como sucede con los repiques de las campanas, o con el martilleo de un herrero, cada golpe o sonido me dice: "Arturo, Arturo", y luego sigo oyendo ese nombre horas enteras. Por eso dicen que soy loca, pero no es cierto. A usted le digo lo que pasa. Eso sí, no me delate porque me martirizarán dándome bromuro: el doctor que nos cura no tiene hijos.

*

Tal es la triste relación que me dictó Lucía en el Hospital de Locos el día de la visita pública del establecimiento.

 

La foto y el relato son tomados de:

Argüello Mora, Manuel. Obras Literarias e Históricas. Editorial Costa Rica, San José, 1963. Obsérvese una carreta al fondo. Ésa es la Avenida Central del San José de esos tiempos.

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