Benedicto Víquez Guzmán: Algunos escritos sobre Omar Dengo Maison después de su muerte. Uno

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ESCRITOS SOBRE OMAR DENGO MAISON DESPUÉS DE SU MUERTE.1

 

 

In Memoriam

 

Por Víctor Guardia Quirós.

 

¿Quién fue ese varón, al que llamamos Omar Dengo?

 

Sabedlo, costarricenses: fue un hombre que cernía la cabeza con las águilas, allá en el picacho avizor de lontananzas; y que también arrullaba el amor con las palomas, en el regazo tibio del alero familiar.

 

¿No me entendéis, acaso?... Tal vez porque la mente pocas veces se detiene a considerar, por raras y prodigiosas, esas felices conjunciones -en el humano linaje- del numen vigoroso con la excelsitud de las almas: es la corola de oro, saturada de esencias, que se cubre, como en la plácida azucena, del albo capuz que tanto la embellece.

 

* * *

 

"Soy apenas un hombre", decía este dilecto maestro de sencilla grandeza, -cuando vivía en la iluminada oscuridad de su profesorado- poniendo en el sentido intenso de esa modesta frase un acervo tan grande de intención y sencillez, -para los que sabíamos leer en la parábola de su espíritu anheloso- que uno se maravilla todavía de que en tan pocas palabras pudiera plasmarse toda la  doctrina de un aliento tan profundo y generoso como el suyo.

 

Soy apenas un hombre, quería decir para Omar Dengo, -el apóstol, el misionero a la vez de la elevación de los sentidos- que se sentía obligado, en credencial y fe, de ser criatura humana, a entregar a la causa del bien y la verdad todo el vuelo pujante de su inteligencia, y a más el juego de su corazón, dulce y magnánimo.

 

Quería decir también, en sus sabias palabras, ese gran Omar Dengo, que no se pagaba de lisonjas, ni se complacía en la vanidad de su renombre: que se movía por la palanca del deber, del sagrado deber, que era su dogma. Quería decir que en la sola e íntima satisfacción del sabor de sus propias decisiones, había miga bastante para las ansias de su espíritu, huraño al clamoreo del tributo mundano.

 

Si era, pues, su cabeza, como el nido de un sol, no irradiaba mejor con esa luz, que con la diáfana lumbre de la estrella que era su alma.

 

***

 

¡Por qué no le conocimos bien, ayer, cuando vivía! ¡Por qué no pensamos en este dechado de hombres superiores, para orientar los destinos de esta Patria, tan falta de figuras ejemplares, tan menesterosa de un guía, que como éste, pudiera redimirla del estrago moral en que ella vive!

 

La muerte ha conspirado contra el país, si por desgracia no pensamos mal cuando pensamos que era Omar Dengo, entre nosotros, por los tiempos que corren, el vástago unigénito de las grandes y escasas gestaciones que se realizan al conjuro asociado de la Luz y del Bien.

 

***

 

Sentid entonces, ¡oh costarricenses!, el estrujón de esa gran pena que embargó nuestro ánimo, dolido del eterno emigrar del amigo; pero más que todo suspenso en la inquietud de la orfandad en que nos deja el maestro que fue un ejemplo vivo de rectitud y de grandeza; el que se improvisó soldado en la dolida tragedia de Coto; el maestro grande en todas las sabidurías del espíritu grande de los hombres: en la ciencia, en la abnegación y aún en la gran prueba del paso de la muerte.

 

Porque habréis de saber que murió como un estoico, o más bien como un santo, este joven paladín de todos los apostolados. Se desprendió de este halago pasajero que es la vida, como de cosa fútil en la suprema filosofía del pensamiento, preocupado, no de sí, de los demás: de su esposa, sus hijos, sus discípulos; ¡y más que todo de su Patria!

 

¡Oh alma soñadora y serena de Omar Dengo, que así remueves el fondo de la nuestra, y que la emulas en los grandes trances de la vida, con el ejemplo de tu suprema abnegación: anídate en nosotros, haznos ver como veías, haznos sentir como sentías! ¡Y que el extraño milagro se realice, por el favor que te imploramos, y para la glorificación que te debemos!

 

***

 

En la Iglesia de Heredia ardía en los pebeteros el fuego purificador, que en su simbolismo crematorio consume el despojo mortal y contribuye a la purificación del espíritu. Las naves del templo, atestadas del doliente gentío guardaban sin embargo su aspecto adormecido, silenciario, como si parecieran ignorar, en su manera grave, la infinita congoja de las almas, por la muda que era esta congoja de las almas por la forma callada y sobrecogida en que oprimió los corazones.

 

En los cirios y velas que rodeaban el túmulo mortuorio, se percibía el perenne chisporroteo de la flama que devora la esencia y el pabilo, como la llama de la vida, cuánto más ardorosa, más pronto funde y anonada la naturaleza de los hombres.

 

Cuando el canto fúnebre, evocativo, rompió en salmodias el misterio de aquel silencio absorto, a compás de la nota quejumbrosa que parece lacerarnos la garganta, se vio por fin clarear en las pupilas el anuncio luminoso de las represas lágrimas, ya listas a escapar del antro de la pena. Luego vino el compungido llanto de pecho abierto, el retorcido espasmo de dolor, o el tenue sollozo de las pobres mujeres...Entre éstas, nada tan conmovedor como las primicias de aflicción de las niñas que habían encontrado en el Maestro, como Marta en Jesús, un padre espiritual imponderable, como Telémaco en Mentor, un refugio de paz y de sabiduría.

 

¡Y en nuestras almas se filtró, gota por gota, el amargor de aquel viacrucis!

 

***

 

Llorad, dulces mujeres, en Omar Dengo, al maestro, al consejero y al amigo que mitigaba penas, que estimulaba el buen afán, que prendía la luz en las conciencias y fortalecía los corazones. Lloradlo, como bien único, perdido por el inexorable decreto del Arcano. ¡Vivid de su recuerdo y su enseñanza!

 

Pero vosotros, hombres que os ufanáis de reprimir los desbordes del dolor, decid si también no sufristeis el ímpetu del llanto, allá en el templo, bajo la solemne y mística revelación del incensario y la fúnebre campana, cuando pudisteis realizar, frente al sarcófago del prócer, toda la magnitud de esta irreparable pérdida de la Nación.

 

Llorad a Omar Dengo, vosotras las piadosas mujeres: ¡santificado sea en vuestra memoria!

 

Nosotros los hombres, que le vimos morir como Dios manda a sus elegidos, que le vimos apurar la cicuta de Sócrates en la diamantina copa de Platón, si hemos de llorar, que sea por Costa Rica...

 

 

El hombre que supo morir

 

Por Haya de la Torre.

 

No ha sido la figura de Omar Dengo muy popular en Nuestra América, porque su obra fue casi toda oral. Poco queda escrito de su pensamiento y ha de ser frecuente que su apostolado no sea aún por muchos conocido. Mas la obra de este joven maestro queda en sus discípulos, queda en su vida, queda en su muerte. Estoy seguro que en pocos años más Omar dengo ha de ser nombre familiar para los latinoamericanos ansiosos de ejemplos vividos y de grandes guías sinceros. Sus años de trabajo silencioso en la Escuela Normal de Costa Rica son años de siembra. Siembra ganada que florecerá en centenares de nuevas maestras y maestros que mucho han de llevar del espíritu luminoso y director de quien supo infundirles fervor y conciencia misionera.

 

De mis horas de charla con este hombre oneroso, guardaré siempre recuerdo vivo. Era religioso sin ser sectario, pero como que  equilibraba su fe en los poderes superiores con una serenidad pagana irónica y dulce que algo tenía del frescor de Grecia.

 

Gran orador según testimonio unánime. Orador de oratoria auténtica, -que ilumina, guía y enseña y no atolondra con el resonar de metáforas excesivas- alguna vez me definió su concepto de la elocuencia y coincidimos. Mas yo no le oí sino en su último discurso. Aquél luminoso y postrero, lleno de socrática serenidad, dicho a sus discípulos y a sus amigos veinte minutos antes de expirar, cuando la agonía ya cortaba sus palabras y daba a su rostro lividez imponente. De aquel discurso máximo, sumario de vida, testamento glorioso, surgió su más bella y profunda lección. Lección de paz y fortaleza dicha tranquilamente frente a la muerte que él miraba llegar con la misma peculiar sonrisa que marcó en sus labios un gesto perenne en la vida y los selló de ironía en la hora del total silencio.

 

¡Qué difícil es saber morir! Pensaba yo ante aquel agonizante engrandecido por el valor supremo. A pesar de que la muerte rompía casi insólitamente un ideal de vida esperanzada, una jornada de eficacias, una juventud victoriosa circundada de admiración y proselitismo eminentes, Omar dengo se adueñó gloriosamente del momento como un joven héroe. Se revistió de fortaleza, de una extraña fortaleza plena de conciencia vidente y quiso enseñar que no es solo de leyenda el ejemplo de los moribundos que saludan sonrientes a la vida desde el pórtico de las sombras.

 

De la interesante personalidad de este hombre atrae su rebeldía generosa. Porque no fue un conformista. Anheló ser justo y buscó armonizar la severidad con la dulzura. Quizá si por eso halló que ninguna forma fue mejor para mantenerse en un equilibrio sereno que la de la verdadera ironía. La usó consigo mismo y la usó con los demás, pero, -todos coinciden- la usó constructivamente. Así en la vida, así en la muerte. Así Sócrates...

 

Fueron sus palabras postreras para la juventud de Costa Rica y con ella para la juventud de América Latina. Toda, puede recoger ese llamamiento a la nueva generación para que se incorpore y se defina en la lucha y para que tome el puesto de los viejos. Vencido ya por la muerte, las últimas palabras de Omar dengo son un cálido llamado a la conciencia juvenil para que trabaje, para que no desmaye, para que viva, en el óptimo sentido del vocablo. Pide a la generación moza que se renueve y que sea fuerte, dinámica y sincera. Le pide que se dé a las grandes causas y que conserve la riqueza nacional para el surgimiento de una gran cultura. Y en estas palabras breves fue su queja recóndita por esa riqueza que se va a otras manos. Riqueza que es cadena de esclavitud para nuestros pobres pueblos, que trabajan servidumbre para que surjan otras culturas, se afirmen otros poderes y para que el fruto de su angustia sea el refluir amenazante del poder imperioso y agresivo que ellos mismos contribuyen a engrandecer.

 

Así se fue el hombre que supo morir. Así se fue dejando en torno suyo como un rastro de luz. No hubo lágrimas al final de aquel discurso hondo y bello, porque la fortaleza del moribundo lo inundó todo de rara serenidad.

 

Así lo he dicho: murió poco después de media noche, pero su muerte como que adelantó a la aurora.

 

 

La enseñanza del Maestro

 

Por Jorge Cardona.

 

Fue la vida de Omar Dengo una vida fecunda. Se cultivó para no quedarse vacío, seguro de que la fuente de su Ser necesitaba para vivir de toda la luz posible.

 

Educó su ánimo para poseer, en la esfera de lo habitual una fuerza constante que centrara su vida y la alejara de una actitud de pórtico.

 

La meditación le dio la visión de que el hombre tiene dos reinos bien delimitados: El de la inteligencia o entendimiento y el de la moral o voluntad. De aquí parte la importancia de su vigorosa enseñanza que en los tiempos presentes de duda y de vacilaciones, de mediocridad y de gañote. Conviene analizar a fin de que la juventud busque las sabias orientaciones y los ejemplos de su enseñanza socrática.

 

El Maestro supo que el afán de estudio o la lectura asidua de un Baghavad Gita sería incapaz de convertirnos en Arjunas. Que todo un bagaje de tesis humanas  en Ciencia y Arte, sería inútil para el propósito de allegarnos felicidad; que existiendo hombres entendidos o sabios, son, no obstante, seres absolutamente desgraciados y, entonces fue, seguro que pensara con Swedemorg -que llamó a esto fe espuria- en construirse su propia filosofía a así ponerse a salvo de la aberración de la época.

 

En este proceso mental debió iniciarse el éxito de su personalidad, de su estilo y la sustancia de sus pensamientos, que originales y claros como las linfas que cruzan el valle soleado, iban a llenar de entusiasmos generosos las aulas de la Escuela, de la Logia o de la tribuna popular.

 

Tenemos, pues, que el Maestro, una vez cultivado su espíritu y hecho revisión de sus conocimientos, lo siguiera lleno de austeridad y de Fe, encontrando así su propia salvación, que fue para él lo más esencial.

 

Por eso desde su lecho de muerte, exaltó las virtudes del ciudadano y entró confiado en la vida de ultratumba.

 

El admirado Maestro, como Plotino, descuidó la salud de su cuerpo. Como Plotino festejó a sus amigos, a quienes instruía con la seguridad de una lógica granítica.

 

Conservó como su digno émulo la amistad de un médico ilustre que permaneció con él hasta su muerte. Se alistó en las filas del ejército como Plotino en su expedición contra los persas.

 

Anheló, como el filósofo, que sus discípulos llegaran por la fuerza de sus argumentos a convertirse en la luz de los hombres, y debió su enorme popularidad a la lucidez de sus enseñanzas. De Plotino se dijo que "el entusiasmo, igual que a Plotino, lo embellecía" y entonces veíamos correr sobre su frente un rocío ligero. Su rostro brillaba de dulzura. Respondía con bondad, pero al mismo tiempo con énfasis. Y así vimos al Maestro dar su lección luminosa.

 

Vivió, en fin, como el célebre autor de Las Eneadas, que compuso sus obras contemplando a Dios y gozando de su visión.

 

Y esto era lo que tenía que decir acerca de la fecunda enseñanza del Maestro.

 

 

Omar Dengo

 

Por Carlos Jinesta.

 

 

El nueve de marzo de 1888, nacía en San José Omar Dengo, precisamente en momentos en que nuevas orientaciones ideológicas agitaban el espíritu público. Jóvenes treintones, con el sortilegio  de la palabra y el milagro de la pluma, propagaban ideas de un vigor excepcional. La pujanza de sus pensamientos dejaba huellas hondas en el ambiente. Se polemizaba en los diarios sobre problemas de no poca trascendencia y la opinión cobraba auge, para bien de los conglomerados libres. La República ya sabía de las inquietudes que acariciaban varios de sus representativos, deseosos de fijar rutas de progreso al agregado social. En el Congreso se levantaban voces autorizadas abogando por los principios constructivos; en el foro se hacían especulaciones que magnificaban el magisterio del derecho; en la tribuna, se recordaban las sabias experiencias que en Europa primero, y más tarde en sobresalientes naciones de América, representaban las conquistas relevantes de una vida de cultura, de libertad, de ideal redentor. Las ciencias, por medio del libro y del profesor, se divulgaban con amplitud, y ciertas actitudes timoratas agonizaban vencidas al paso de una tolerancia que fortalecían los comprensivos, los estudiosos, los perspicuos, a fin de que la democracia de que disfrutábamos no estuviera reñida con la sabiduría y el conocimiento.

 

Por aquel tiempo, había en el país un despertar de ansiedades que tal vez eran un reflejo de doctrinas avanzadas que concordaban con el objeto perseguido por los ciudadanos que se preparaban para la lucha, para la perfección del carácter, por medio de valientes disciplinas. Renovación y evolución, en las letras, en las ciencias, en la filosofía, en la religión, en suma. El entusiasmo se apoderaba de los ánimos, y el básico ideal programado en el pliego de los derechos del hombre, allá en la Francia de una época tumultuosa y fecunda, era un fulgor que temblaba en todas las almas. Antonio Zambrana traía matices estéticos y robustas enseñanzas de una oratoria eminente. En días en que se despuntaban tales concepciones en el campo de las letras como promesa y esperanza para el porvenir de nuestra nacionalidad, Omar sonreía en la cuna, atesorando por legado natural una inteligencia preclara que en el transcurso de los  años iba a desenvolverse y perfeccionarse, a fuerza de estudio, de atención vigilante, de todo lo que enseña la naturaleza al que la comprende de veras, al que la ama de verdad, dándole su corazón y su espiritualidad.

 

En 1898, a los diez años de edad, ya el estudiante se nutría del jugo de las lecciones recibidas en las aulas primarias. Omar, de temperamento tímido, investigaba a solas, ayudado por el libro de texto o el cuaderno de apuntes, y únicamente de tarde en tarde, para fortalecer quizá su cuerpo débil y para expansión recreativa, recorría los parajes del lado Sur de San José, en busca del frescor que brindan los árboles copudos.

 

Más tarde en el Liceo Costa Rica, el alumno Dengo redondeó sus estudios, y con aplicación esmerada, fue paulatinamente encontrando por sí solo la solución de problemas que adiestran para la exactitud y la veracidad, de revelaciones de la historia que presentan perspectivas sin fin ante los ojos escrutadores, de las ciencias naturales que nos hermanan con el mundo, de la fisiología que nos maravillan con la perfección del cuerpo humano, de los conocimientos cívicos que son el sillar de la vida republicana y la base de las instituciones, y finalmente, de la filosofía que nos hace abismarnos en océanos que rugen.

 

Su juventud fue de trabajo. Anhelaba formar su personalidad sin malograr una hora, y ya en la tertulia periodística, ya en recogimiento leyendo volúmenes, ya en consulta con profesores de valer, iba modelando su personalidad, y distinguiéndose entre sus camaradas por la austeridad de sus convicciones, y por su sólida ilustración. Su pluma moza se dio a conocer en la hoja vespertina La Prensa Libre, que en aquel entonces recogía las vibraciones intelectuales y las desinteresadas elucubraciones de tendencia literaria. El primer artículo de Dengo que se publicó con su firma, lo escribió en elogio del hombre de ciencias señor Clodomiro Picado T., en oportunidad en que éste marchaba rumbo a Europa a continuara sus estudios. En 1909, dejó la redacción del periódico en que hizo los primeros ensayos, y temporalmente tomó la Dirección del semanario humorístico llamado El Rayo, patentizando energía para el combate e ingenio no común, al bordar comentarios que alzaron admiración alrededor de su nombre.

 

Con la llegada a Costa Rica del paladín argentino Manuel Ugarte, los núcleos pensantes del país lo rodean con sana devoción, anhelosos de oír su palabra inspirada, que abogaba por la raza herida a veces por intromisiones extrañas, que en son de conquista, con pretextos económicos, se adueñan de algunas Repúblicas del Continente. Omar Dengo no vaciló en ayudar al apóstol sudamericano, y comulgando con sus prédicas libertarias y sus ansias renovadoras, levantó tribuna junto con el caudillo que anunciaba un peligro para la integridad de la tierra colombiana.

 

Graduado de Bachiller en Ciencias y Letras en el Liceo de Costa Rica, el señor Dengo, orientado por Brenes Mesén y García Monge, que le estimaron de verdad, con más método, con más empeño, se consagró a las labores del pensamiento y a fin de acabalar sus estudios continuó en la Facultad de Derecho, alcanzando por sus méritos adelantos marcados en los estudios profesionales.

 

Muy conocedor de sí mismo, y con un sentido cavadle sus direcciones íntimas, sincero en la determinación, abandonó el Derecho, que no era por cierto su carrera vocacional y encauzó sus facultades en el gimnasio del profesorado, que no es lucrativo pero que es campo en donde se realiza obra generosa y abnegada, cuando la conciencia guía al pedagogo. En el Liceo de Costa Rica tomó a su cargo en 1912 las clases de Ética, Filosofía e Historia Literaria, conquistando la consideración de sus discípulos, por el interés y el cariño que imprimía a sus lecciones, por la suavidad de sus maneras, por lo ameno de sus enseñanzas.

 

Las horas libres que le dejaban las tareas docentes, las aprovechaba este costarricense singular en escarceos periodísticos, escribiendo a veces páginas filosóficas, en ocasiones comentarios sobre asuntos de palpitante novedad, batallando por las causas buenas, pregonando la excelsitud de los arrestos nobles, aunque el medio recibiera fríamente los quijoteos que señalaban una virtud encendida.

 

En La Obra, Renovación, La República, Vida y Verdad, Repertorio Americano y en La escuela Costarricense colaboró prestigiando esas columnas con sustanciosos artículos, esmaltados de energía o llameados de profundidad. Más adelante La Información, El Diario de Costa Rica y La Tribuna, recogieron sus razonamientos, exteriorizados siempre con valor, amoroso con la Patria, amplio con la juventud, inflamado en las gallardías de sus honradas afirmaciones.

 

Un movimiento de belleza artística, patrocinado por personalidades conspicuas, traía a la Nación el nombre de pensadores de nota, que buscaban ensueños aurorales y sacras incitaciones. Se divulgaban los libros de León Tolstoi, se difundían las prosas de Ernesto Renán, y una juventud ansiosa de cultura, ofició bajo las tiendas tolstianas y renanianas. Omar Dengo conoció la sabiduría que atesoraban estos maestros, y supo comprenderlos y exaltarlos, admirando el desprendimiento del Profeta de la Vida Sencilla y el plácido discurrir del autor de la Vida de Jesús. Y luego Bolívar, genio de los delirios y de las realizaciones; luego Sarmiento, en su apostolado de civilización; y luego Martí, con sus anhelos gloriosos, le señalaron senderos superiores, sueños constelados, verdades edificantes que él aprendió y encarnó.

 

Poco después de inaugurada la Escuela Normal de Costa Rica, en el año de 1915, ocupó el señor Dengo la Dirección de este establecimiento, aportando su contingente a la formación de maestros. En 1917, el Profesor Dengo abandonó su posición por no gustar de los actos estrafalarios del gobierno de ese año, y se retiró a la vida privada, ejerciendo el cargo de maestro rural, en una escuelita humilde que en la Hacienda La Caja mantenía su dueño el señor Peters, para instrucción de hijos de labradores.

 

Tal el hombre, que enseñaba con el ejemplo, que alegre modelaba mentes campesinas, que modestamente ganaba el pan cotidiano, lejos del ruido urbano, franciscanamente recogido ante el candor de los niños y ante la frescura milagrosa de los campos.

 

En 1920, volvió nuevamente el señor Dengo a dirigir la Escuela Normal de Costa Rica. Se entregó lleno de fe y entusiasmo, a la Casa, su Alma Mater, metodizando sus disposiciones educacionales, innovando a diario, combatiendo la rutina y la rustiquez. En la Sala Magna de la Normal, en asambleas sabatinas, el señor Dengo hacía exposiciones de miga, sin dogmatismos, dando sugerencias, citando las reformas de la enseñanza que comporta una interpretación párale porvenir. Sus pláticas fueron torrentes de luz, fuentes de vivas aguas. Con gracia alada, el disertante, de manera sutil, comunicaba el tesoro de sus meditaciones, la riqueza de su emoción, interesando al alumnado, porque poderosa fue su fuerza de  simpatía, porque se captaba los ánimos, atraídos por su bondad y por su inteligencia creadora. Cardinales conclusiones traía en torno a la idealidad suprema del maestro; recomendaba siempre honradez al hombre, pureza a la mujer. Pero sus actividades no solo se circunscribían a la Escuela. Le buscaba el erudito, le solicitaba el profesor, le visitaba el teósofo, le consultaba el letrado, el estudiante le pedía consejo, el periodista le reporteaba, todos acudían a él, los que iban en persecución de un ideal común, del ideal del Bien.

 

Y todavía más. Tiempos hubo en que deseoso de estamparle derroteros buenos a nuestra incipiente organización política, levantó tribuna en el Templo de la Música, en la plaza pública, y el orador, fundamentando la inquietud de la hora histórica, justificó su actuación, hermoseados sus discursos de normas cívicas, apartado de lo prosaico, con brillante elevación de propósitos. En el triunfo, una vez más supo demostrar desinterés y rechazó altas posiciones que se le ofrecieron, prefiriendo seguir al frente de la Escuela Normal, con sus discípulos, a desempeñar una Secretaría de Estado.

 

Le llamaron también algunos patriotas que soñaron días mejores para la República. La originalidad del conferenciante, la solidez de sus argumentos, la robustez de su raciocinio, su lógica misma, su palabra matizada de armonía, cautivaban sobremanera. Representaba el Verbo de la Patria, sin duda alguna. La honraba con su sabiduría, y sabiamente defendíala de peligros eminentes que se cernían y se ciernen sobre ella. Como visionario, indicaba los males y daba enseguida el remedio para conjurarlos, en formas concretas. No era el metafísico, ni el declamador que persigue un aplauso volandero o una notoriedad frustránea, era el apóstol que construye, que siembra, que vigila, y así vimos cómo formó maestros, cómo formó sensibilidades, cómo armó soldados para llevar a los confines del país mensajes de cultura.

 

Importa conocer, de preferencia, la autoridad que tenía su palabra. El prestigio logrado con su nombre, se decía, a los austero de su vivir, a lo recto de su existencia, a la pureza de todos sus actos, al bienhacer, al bien pensar, a la virtud, finalmente, inconfundible, rara en la época, que era su distintivo, o su estilo, si me permitís. ¡Dichosos los hombres que sobre el haz de la tierra, descuellan por el estilo de la virtud de su vida!

 

Un día se improvisó soldado, y salió rumbo a Coto, en instantes graves para la tierruca de sus cariños, y con él marcharon estudiantes y amigos que vieron al maestro en demanda del sacrificio, por la integridad nacional.



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