El niño y el tomatal

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EL NIÑO Y EL TOMATAL

 

Ese día, 5 de diciembre, mi padre no pudo ir al tomatal. Amaneció enfermo. Así que tomé, en vez de la chuspa, el machetillo, una tureca, la alforjilla con el gallito, un rollo de pabilo y salí de mi casa tempranito. Afuera me esperaba Pinto. Movió su rabo alegremente pues él sabía que si tomaba el camino hacia la derecha, iba para la escuela y si lo hacía a la izquierda, a la aventura, el trabajo, el campo y éste le gustaba más. 

Estábamos alegres, él adelante y yo atrás. Saltaba con el viento, jugaba con los gallitos y de vez en cuando volvía los ojos atrás como si verificara que yo le seguía.

No estaba largo el tomatal y ya casi llegábamos ,cuando divisamos a los lejos una bandada de mariposas de todos los colores, amarillas, azules, rojas, matizadas, verdes, negras y blancas. Volaban en todas direcciones, arriba y abajo y con el viento nos envolvieron en un remolino de vuelos, saltos, colores y sonidos. Era como una danza única de los elementos naturales de la cual nadie podía escapar.

Pinto dio unas cuantas volteretas en el aire y comenzó una armónica danza rodeado por mariposas rojas, amarillas y anaranjadas y se dirigió a mi encuentro cantando en coro con ellas y los pajarillos amigos:

- Ambo..., ambo...ambo...matarilerilelón.

- ¿Qué nombre le pondremos matarilerilerón?

- Le pondremos chupamocos,... matarilerilerón .

-Ese nombre, no nos gusta...matarilerilerón.

 -Le pondremos...Lucecita del Encanto,... Mararilerilerón...

-Ese nombre, sí nos gusta...matarilerilerón.

 Y llegamos al tomatal. Busqué un sitio adecuado para colocar la tureca, cerca de la acequia, le puse adecuadamente la comida bien adentro: churristate, verdolagas, y chanchitos y un mango maduro abierto. La abrí con cuidado y le coloqué el falso palito que al menor movimiento dejaba caer la puerta, abierta hacia arriba con una plancha vieja amarrada que me había encontrado en el patio de mi casa. Guindé la alforjilla en una rama del palo de guaba y con el machetillo y el pabilo inicié mi trabajo.

Iba revisando cada mata de tomate, ya con los frutos galanos por montones. Si estaba suelta la amarraba nuevamente a la estaca, arrancaba las matillas de monte recién salidas, y si la veía triste y marchita, escarbaba a su alrededor hasta encontrar el jogoto, un gusano blanco enorme con cabeza negra que solía comerse las raicillas de la mata. 

Llevaba tres carriles revisados cuando oí los ladridos de Pinto anunciándome que había encontrado el conejo negro que tanto anhelábamos. Sus ladridos fueron llegando poco a poco hasta que se pronunció el silencio de la espera. No pasarían diez minutos, cuando llegó Pinto a mi lado saltando y gruñendo con picardía, me tomó con sus dientes de la camisa y tiró fuertemente para que lo siguiera.

En la trampa estaba comiendo, distraídamente el enorme conejo negro casi con alegría. Le eché una mirada con una sonrisa dibujada en mis labios, lo saludé y pude observar su mancha blanca en su pecho. Con malicia me reí mientras volvía a ver a Pinto que era blanco con puntos negros en su cuerpo, como arroz con frijoles negros pero con la mancha negra en el ojo izquierdo. Pinto me miró con recelo, hizo una mueca de rechazo, movió su cabeza y se echó en el montazal. No era hijo de él. Eché a reír y le pasé la mano por la cabeza y regresé al trabajo. Pero antes decidí almorzar.

Tomé la alforjilla en mis manos, corté unas hojas de guineo, las puse un lomillo, saqué mi gallito: pan con mantequilla y queso adentro, y una torta de huevo enorme, a la par. Partí el pedazo de pan en dos y le tiré la mitad a Pinto. No tardó mucho en desaparecer el pedazo entre su estomago. Abrí con cuidado la botella llanecita de agua con sirope, miré que no tuviera una avispa de fuego en la boquilla,  y así almorzamos, Pinto y yo, ese viernes 5 de diciembre.

Recordé, mientras me recostaba un rato a reposar el almuerzo, las enseñanzas de Pinto. Él era mi mejor maestro. Aprendí tanto de él. Cuando salíamos a buscar algo para llevarle a mamá, pensando en el almuerzo del día, pues daba vueltas por la casa como queriendo encontrar un tesoro, ya sabíamos que la comida no llegaría fácilmente ese día. Nos adentrábamos en el cafetal y cerca de la quebradilla aparecían dos flores de hitabo, una  totalmente abierta y otra más tierna. Me trepaba con cuidado y cortaba las ramillas y éstas caían al suelo. Pronto tomaba las flores y las echaba en un saquillo de manta. Luego esperábamos. Al rato se escuchaba los cacareos de una gallina, a lo lejos y salíamos en dirección de su señal. Pinto iba adelante, a corta distancia  y cuando yo me dirigía hacia la gallina me mordía el pantaloncillo y me jalaba hacia donde él quería. Así tenía que dejar la gallina cacareando y seguirlo al lugar que él escogía. Pronto descubríamos una ramazón seca de las matas de café y con su hocico me indicaba que buscara en ella. Ahí estaba la nidada, doce huevos calientitos me esperaban. Con cuidado depositaba cada uno en el saquillo de manta y regresábamos con el almuerzo del día. Mamá brincaba sus ojillos de alegría pues el tesoro ya lo había encontrado. Comeríamos esas ricas flores con huevo y papa y un poquillo de arroz con unas recién calientitas tortillas y el aguadulce. Por hoy el problema de la comida estaba resuelto.

Pero, en ese momento del descanso yo repasaba las enseñanzas de Pinto. A su manera, cuando oía cacarear la gallina me decía:

-El verdadero tesoro no está donde lo cacarean. Búscalo treinta metros de ahí. La dirección la deduje fácilmente. Pinto corría siempre en dirección contraria a la gallina. Así aprendí a encontrar los tesoros lejos de quienes lo predicaban y más cerca de donde parecía no hallarse.

No habíamos abierto los ojos cuando escuchamos entrar, por el callejón el picap del dueño del tomatal. Él era el propietario del terreno y papá recibía la tercera parte de lo que producía. Cuando el tomate se depositaba en las cajas, lo  echaban en su carro y lo llevaba al mercado. Ahí lo vendía y al otro día le pasaba a dejar el dinero que él decidía era el que  le correspondía. Llegó a nuestro lado, se bajó del carro, echó una mirada escudriñadora a nuestro alrededor y me dijo:

-¿Dónde está tu tata?

- No pudo venir a trabajar. Amaneció enfermo.

- ¿Y ese conejo, de quién es?

- Lo cogimos, ahora, en la mañana.

- ¿En mi cafetal?

-Si.

- ¡Ah!...entonces es mío.

Y le echó una mirada a Mensajero, pues ese era el nombre que Pinto y yo le habíamos puesto, desde que lo conocimos, meses atrás. Tanto Pinto como yo comprendimos lo que aquel avaricioso hombre pretendía, pues en sus ojos pudimos verlo sentado en Noche Buena, junto a sus amigos, un delicioso conejo asado y una botella de whisky a su lado, celebrando con muestro amiguito, la llegada del niño Dios.

El hombre abrió los ojos más y dio unos pasos hacia nuestro amigo pero Pinto, con gran destreza, corrió a la trampa y con sus dientes alzó la puerta. El conejo brincó afuera y salió corriendo por el monte. Entonces el viejo ése se quedó mirándonos con rabia y nos dijo:

- ¡Idiotas!

Y se encaminó a su carro. Pinto dio tres ladridos cortos,... hizo una pausa y aulló largamente.

-¿Y ahora que pasó, mocoso?

- Pinto sabe hablar.

-¿Qué dijo? -Me replicó con sarcasmo-

- Los tres primeros ladridos seguidos: ¡Gua!, ¡Gua!, ¡Gua! Es una pregunta que te hizo. ¿Quieres, el, conejo? Y el ladrido largo ¡GUAUUUUUUUUUUU! Quiere decir ¡CÓJALOOOOOOO!

- Están locos estos imbéciles.

Permanecimos por un rato en silencio, mientras el hombre se iba y luego tomé la alforjilla, el machetillo y el pabilo que sobraba, cabizbajo y silencioso emprendí el camino de regreso a casa.

No habíamos caminado más de cien metros cuando Pinto empezó a saltar y hacer piruetas aeróbicas, delante de mí. Comenzaron a llegar mariposas. Esta vez saltaban con él, cantaban danzaban junto a él, ya no en el suelo sino por los aires. Dibujaban las más variadas imágenes, producían coloridos destellos, arcoiris elípticos, bajaban y subían y aquél coro de voces parecía una sinfonía nunca oída y solo soñada. De pronto se dirigieron a mi encuentro y pude escuchar, ya a mi lado:

-¿Qué nombre le pondremos matarilerilelón?

Entonces los colibríes, las mariposas azules, los gallitos y otras aves poco vistas en aquel lugar, me tomaron por la camisa y me levantaron en los aires y bailaban, cantaban y se unieron con Pinto y sus amiguitos en un solo canto, llenando el firmamento de música, color y movimiento a la vez que con voz de trueno se dejaron oír:

 -Le pondremos HIJUEPUTA, matarilerilerón.

El cielo parpadeó, todo se movió por un instante y luego volvió  la paz, el sosiego, la luz y nuestra alegría. Vimos a la distancia a Mensajero que con sus ojotes vivarachos se despedía con cariño.

Entonces regresamos a la casa.

 

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