Todas las mañanas, cuando iba para la escuela, el niño se detenía a escuchar, en el jocote enorme, el canto del ave. A veces llegaba tarde a la escuela pero él permanecía largos minutos contemplándolo, salta y salta de jocote en jocote y de pronto se detenía y de su pico salían gorjeos maravillosos que llenaban de notas y acordes el cafetal.
Esa mañana de octubre apenas si caían unas gotas diminutas, cuando el niño se detuvo debajo del árbol. Ahí estaba su amigo Saltarín, que así le llamaba y como si quisiera saludarlo estiró su mano, poco a poco, hasta que llegó a él y éste saltó a su mano amiga. El niño lo trajo a su corazón y antes de guardarlo quiso darle un beso pero asombrado contempló. Saltarín se trasformó, de repente, en un amoroso anciano.
-No te asustes , soy tu amigo. Vengo de todos los lugares y traigo el canto de la vida.
-¿Cómo, dulce anciano? No comprendo lo que me dices.
Y el niño, abrió sus enormes ojos negros y contempló aquel rostro cubierto de pelo blanco, con un sombrero de paja amarillo, manos fuertes y amorosas y unos pies descalzos muy blancos como saliendo de la tierra negra del cafetal.
_Ve a la escuela, amiguito y después de las clases, corre al trapiche y consigue unas cañas secas, sin caldo y recójalas, regresa a tu casa y con un pabilo forme una estera. Ella te llevará, algún día, por los caminos ignorados y tendrás libertad.
No comprendió mucho el niño lo que aquél ave anciano le decía y cuando iba a exponerle sus dudas, ya había desaparecido y volaba en las copas de los árboles cercanos, regando notas y salpicando el cafetal de tonadas.
El niño ensimismado, en la escuela estuvo como ausente, esperó el recreo grande y corrió a la pulpería.
-Déme una carrucha de pabilo, le solicitó a Jaime. Pagó con su moneda diaria para comprar su bollo de pan y, poco a poco como sus pensamientos, se dirigió a la plaza y solo, detrás de una palmera, siguió tejiendo sus ideas.
Tocaron la campana para ingresar a la lección final y como una mirada fugaz esperó frente a la maestra que llegara la partida.
Fue el primero en salir de la escuela y veloz, como sus pensamientos, corrió al trapiche y le pidió a Pedro los bagazos secos de las diez cañas. El buen señor un tanto sorprendido le ayudó a escogerlos y se los amarró con una cáscara de palote. Ante de irse, le dijo:
_Toma este pedazo de sobado, llévaselo a tu madre para que no te castigue.
_Gracias, don Pedro, se oyó al niño repicar
Y salió veloz, como Saltarín, rumbo a su casa
Entró por el zaguán y se dirigió al patio trasero, dejó su carga de cañas secas, el pabilo y entró a su casa. Colocó su chuspa azul en el clavo acostumbrado y se dirigió a la cocina
_Llega tarde, ¿dónde andaba?
_Don Pedro te mandó este pedazo de sobado. Y extendió su manita con la golosina, hasta su madre. Ella lo tomó en sus manos y su boca se le hizo agua.
_Ve a almorzar, ya debe estar helado.
El niño comió con más rapidez y apetito que de costumbre; se levantó y entró a su cuarto. Se cambió su ropita escolar y salió hacia el patio trasero. Con un silbadito alegre, comenzó su tarea. La escolar quedaría para más tarde.
Media hora después su madre lo ve en el patio, teje que teje, alegre. ¿Qué estará haciendo este muchacho? Y con su escoba, haciendo que barría, se le acercó. ¿Estará haciendo una estera de dormir, este tonto? ¿No sabrá que lo picarán las hormigas de noche?
-¿Qué haces hijo?
-Una estera que me llevará algún día por los ignotos caminos de la vida.
Y aquella madre entristecida...se le oyó muy allá, a lo lejos, cuando entraba a la cocina:
-Y yo que tenía tantas esperanzas en este muchacho... Se me está volviendo loco...
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