Benedicto Víquez Guzmán. Cuento: Nos están matando

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Nos están matando

 

Cada vez que llevo a Ricardito una historia mía, me recuerda que las que él me da para que yo las adapte, las tengo olvidadas y es verdad. Yo prefiero las mías. Me cuesta mucho entender las que él me cuenta. Pero temo que ya no quiera corregir las mías. Así que escribiré la que me contó.

Y para ello qué mejor lugar que el potrerillo de Cupertino. Ya no era el potrero de antes cuando había gran cantidad de árboles frutales: guayabos, jocotes, naranjos, limones, nísperos y hasta murtas. Hoy día es un charral y nada más, salvo por el inmenso higuerón, que con sus ramas cubre casi todo el llamado potrero. Así que al llegar a la esquina, en vez de doblar a la izquierda, tomé el camino de la derecha. Ésa fue la felicidad de Pinto, brincaba y movía entusiasmado la cola. Él conocía el lugar hacia donde nos dirigíamos y le alegraba saber que podía ir a jugar con las lagartijas que eran los únicos animales que vivían en el potrero, salvo por la vaca negra y flaca de Cupertino. A la llegada me recosté sobre una enorme raíz del higuerón y Pinto se fue en busca de sus amigas. No había pasado mucho tiempo, cuando llegó don Cupertino. A él le gustaba conversar conmigo. Y pienso que, de seguro me estaba esperando.

-¡Hola, Ramoncillo! Hace días que no vienes por aquí.

-Desde el lunes don Cupertino, es que he tenido mucho trabajo. Y usted, ¿cómo sigue del reumatismo?

-Igual. Hay veces que ya no puedo ni venir a ver la vaquilla. La verdad es que estoy muy viejo, hasta para caminar cien metros, pero la costumbre me manda para acá. Es que este lugar me trae tantos recuerdos...

Y comenzó sus historias que parecía nunca acabar.

-Fue desde este higuerón. Claro que estaba más pequeño. Cuando eso, éste era un verdadero potrero, con más de veinte vacas y hasta un toro y varios terneritos. Tenía mis dos bueyes que enyugados a mi carreta, jalaban todo el café de la que fue mi finquita. Ahora vea el río, parece una acequia o mejor dicho una cloaca. Antes pasaba gran caudal de agua, había pozas, donde nos bañábamos porque el agua era tan limpia que se podía tomar, sin temor alguno. Y observe sus orillas, ni un solo árbol y las casitas casi metidas dentro del cauce. Aquí se podía cazar zorros, iguanas, conejos y hasta tepeizcuintes. Ahora, vea usted a Pinto, se conforma con jugar con las lagartijas. A mí me dicen que es el paso a la modernidad pero todavía no me han convencido. Yo pienso que es el paso a la destrucción, a la muerte de la naturaleza y de todos ustedes que van para arriba. Ya los viejos, como nosotros, tenemos los días contados, pero el futuro de mis nietos, no lo veo nada halagüeño.

Y dejaba ir una enorme bocanada de humo del puro que nunca desprendía de su boca. Y continuaba:

-Le decía, que desde este higuerón, a mí me tocó ver el famoso Cadejos. Ustedes no saben de él, porque con la llegada de la luz eléctrica, se fue para la montaña, ya que le daba vergüenza que supieran quién había sido él. Pasaba sonando como unos casquillos, siempre por el lado derecho y Dios guarde, no se le respetara ese lado, cuando uno se lo topaba, se ponía furioso y era capaz de matar a quien se le atravesaba. Muchos amigos míos, que se lo encontraron de noche, aquí frente a este higuerón, cuentan que cuando iba a pasar, junto a ellos, le decían:

-José Joaquín, porque ese era su verdadero nombre, ¿quieres un cigarrillo? Y él se convertía en el joven que fue, tomaba el cigarro y se lo iba fumando. Cuando lo terminaba, se volvía a convertir en el perro negro con cadenas que era y seguía su camino rumbo al trapiche, pues le gustaba mucho chupar las pailas, después de que los peones habían terminado la molienda.

 El origen de esa historia, Ramoncillo, sucedió así: Resulta que el papá de José Joaquín tomaba mucho y llegaba todos los sábados, borracho a su casa, sin plata y con poca comedera. Su esposa y su hijo sufrían mucho por eso, a pesar de que, durante la semana trabajaba duro en el campo, de nada le servía, si los sábados gastaba más de la mitad en el vicio y sus amigos. Lo cierto es que un día, su hijo se vistió con unos cueros negros y unas cadenas y se puso una máscara como de perro y esperó a que su papá llegara a la casa. Cuando éste apareció, le salió de pronto y el pobre padre, que venía encandilado, casi se muere pero una vez que se recuperó le dijo a quien lo había asustado:

-Andarás hasta el fin del mundo de cuatro patas como un perro jalando esas cadenas.

Y ésta fue la maldición que el padre le echó al hijo, sin saber quién era, pero se cumplió.

No había terminado la historia del Cadejos, cuando retomó la conversación:

-Y en esta acequia sucia, que antaño fue un río caudaloso y limpio, a mí me tocó oír los desgarradores alaridos de La Llorona. Por aquí solía pasar, sobre todo en las noches oscuras de octubre. Más que miedo nos daba lástima oír, porque a decir verdad nunca la vimos, los gritos desesperados de aquella mujer, buscando a su hijo en las aguas profundas del río. Vea usted, Ramoncillo, si ahora a todas las jóvenes que tienen hijos, sin haberse casado, los padres las maldicen, habría más Lloronas que mujeres en el mundo y esto sin contar los abortos, que antes eran muy escasos. Y eso fue lo que le pasó a esa desgraciada mujer, que al ser engañada por un joven de la ciudad, quedó embarazada y como sabía que sus padres no se lo perdonarían, pues era la costumbre, que a tales conductas, los papás las echaran de la casa, aquella muchacha ocultó, como pudo, su cría y cuando ésta nació, no encontró, mejor manera de resolver su problema, que echarla al río. Para qué lo hizo, inmediatamente le entró una desesperación por tratar de buscarla pero nunca la pudo encontrar. Quedó maldita para siempre, por hacer tan criminal acto y deambula por todos los ríos hasta el fin del mundo, buscando a su cría y como no la encuentra comienza con esos desesperados alaridos. También ella se ha ido a las pocas montañas que nos quedan porque aquí los ríos han desaparecido y los caños sucios que nos quedan no son dignos ni de La Llorona.

A mí me encantaban esas historias de don Cupertino y como había oído algo de una tal Comemierda, me atreví a preguntarle:

-Don Cupertino, ¿Usted sabe algo de una tal Comemierda?

Parecía que lo estaba esperando porque de inmediato me respondió:

-Claro que sí, no lo voy a saber. Ésa es otra pobre muchacha que pagó muy caro su avaricia. En una casita muy humilde, allá por Guanacaste, vivía una viejecita ciega muy pobre, con su hija, joven y hermosa. La anciana solía hurgar en el armario los lugares donde su hija escondía el pan, los dulces u otras golosinas que  traía del pueblo, cuando iba al trabajo. A la pobre viejecilla le daba mucha hambre y le robaba a su hija parte de la comida que, cuando llegaba del trabajo a su casa, esperaba comerse. Al darse cuenta que su comida se la robaba su madre, decidió enchilar un pedazo de pan, para darle una lección. La pobre viejita, al llegar su hija, estaba tomando agua y no soportaba el ardor de su boca. Cuando escuchó que su hija había entrado, le echó la maldición:

-Andarás hasta el fin del mundo comiendo mierda.

Y se cumplió. Usted ha visto, Ramoncillo, los árboles de jícaras, los que muchos utilizan para hacer maracas y otros objetos ornamentales. Pues bien, si usted abre una de ellas, encontrará que tienen unas tripas negras que huelen feísimo, como a la misma mierda.  Ésa es la comida de la muchacha maldita. Por eso durante las noches suele vérsele quebrando jícaras para comerse sus tripas.

Y siguió con La Tulevieja, La carreta sin bueyes, El padre sin cabeza, Los Duendes hasta que terminó con La Segua. No sé por qué dejó ésta, de último, pero la verdad es que me la contó muy rápido, se despidió y se fue para la casa. A la larga, en alguna noche, pues don Cupertino tenía fama de haber sido mujeriego, La Segua se le apareció.

No sé, si de tanto oír las historias de don Cupertino, de pronto me sentí como mareado y comencé a ver una enorme pluma como de pavo real, que con sus enormes ojos me miraba y sin vacilar me dijo:

-He esperado mucho esta oportunidad para llevarte a conocer algo del mundo en que vives.

Y sin pedirme permiso, me montó sobre sus lomos de pluma y me levantó a una velocidad increíble, sobre los aires:

-¿Ves esa ciudad, desde aquí? Es San José, capital de tu país. Es fea, sucia, y llena de edificios de cemento. En ella sólo habitan los que vienen a trabajar y en sus calles luchan por llegar de primero, los miles y miles de carros que la contaminan. Por la noche la toman los delincuentes, las prostitutas y los homosexuales. Los que trabajan en ella se van a dormir a los pueblos para regresar al otro día. Es curioso, si observas con detenimiento, notarás que las antiguas casas de los cafetaleros, se han convertido en oficinas de burócratas. Así los ricos se van de la ciudad, a casas de campo, mientras que los trabajadores agrícolas se han ido posesionando de la ciudad. Note los anillos de casitas pequeñas que van como sofocando la ciudad, la van asfixiando, estrujando. Todos esos pobres algún día trabajaron en el campo, pero como éste ya no existe pues se han talado los bosques, el agua se ha contaminado y cada día existe en menor cantidad y debe llegar a más personas, entonces han inmigrado a la ciudad, en busca de mejores oportunidades de vida. Los de la ciudad se han ido al campo, pero sólo de fin de semana o de vacaciones y éstos no trabajan la tierra. Ésa es la razón por la cual ya casi no hay agricultores y los que existen están quebrados porque sale más barato importar que sembrar.

No entendía mucho lo que me explicaba pero estaba asombrado de la cantidad de casitas que, como un círculo, rodeaban a la ciudad y me extasiaba viendo los innumerables carros que peleaban por llegar de primero a sus oficinas de trabajo. No me había recuperado, cuando me llevó, esta vez, a una ciudad mucho más grande, me pareció infinitamente más grande.

-Ése es el Distrito Federal de México. Verdad que casi no puedes ver. Es la contaminación. La mayor del mundo. En esta ciudad viven más de diecisiete millones de habitantes y existen tantos carros, como si le diéramos cuatro a cada costarricense. Si bajas, no pasan dos días sin que se te irriten  los ojos, te salga sangre por la nariz y los labios se te pongan quemados y sangrantes y qué no decir del daño interno que produce la contaminación. Observe los anillos de miseria a su alrededor. Aquí son montañas de casitas, en montañas de tierra desértica. Esto es igual en toda Latinoamérica. Pero vamos más al norte. Ésta es la primera potencia del mundo. Note la ciudad de los rascacielos, la de la eterna noche. Ahí no entra el sol porque los edificios son tan altos que no lo permite. Si miras más allá, podrás observar chimeneas gigantescas, son las fábricas, las industrias más poderosas de la tierra. Ahí lo mismo que se construye un cohete para ir a la luna, se instalan escudos antimisiles para defenderse de posibles ataques, no sabemos de quién, armas nucleares, aviones de guerra, tanques, submarinos de guerra y toda clase de armas destructivas, incluyendo gases químicos, bacterias mortales y venenos letales como los usados en Vietnam. A mí me ha tocado firmar todos esos acuerdos, ahí en ese edificio blanco. Antes firmaba los tratados entre países, buenos y malos y los  pactos. Ahora ha cambiado un poco, sólo firmo los que parecen buenos. Los abiertamente malos ya no los publican y no me sacan fotos cuando los firmo, si es que me lo piden. Porque debes saber que  yo firmé, como pluma que soy, la abolición de la esclavitud, así como las proclamas, las guerras, los genocidios. Todo lo he firmado, yo, o mis descendientes, las miles y miles de plumas que han existido, desde que el hombre apareció en la tierra. Hoy esta potencia se niega a firmar un tratado entre los países más industrializados para no calentar demasiado la tierra y evitar el llamado fenómeno de invernadero que tantos males traen y traerán a la humanidad. Protege a la industria pesada, a expensas de eliminar para siempre, la vida en la tierra. Ves allá a la derecha, esas islas, observe la más grande, la que parece una bota. Es Cuba, está cerca de aquí. Se ve verdecita, alegre, sin contaminación. También ahí, he tenido que asistir a varias firmas, sobre todo para defenderse de esta enorme nación, la más poderosa del mundo. Hace más de cuarenta años que le impuso un despiadado bloqueo económico, que si se lo hubieran hecho a otros países, ya no existirían. Pues ahí está Cuba, a pesar de todo, ocupa lugares de privilegio en medicina, deportes, educación, vivienda, sin dejar de lado que ha vivido grandes penurias, sobre todo el pueblo, para salir de las crisis económicas que le depara el bloqueo.

Y, como queriendo desahogarse, siguió:

-Con nosotras se han escrito los libros sagrados de la humanidad: El Enuma Elish, El Gilgamés, Los Vedas, El Ramayana, La Biblia, El Corán, El Popol Vuh, El libro de los libros de Chilam Balam y todos los libros de filosofía, las grandes obras literarias, La Ilíada, La Odisea, La Eneida, La divina comedia, las tragedias y  las comedias  griegas, El Quijote y hasta las más insignificantes obritas de los escritores menores. Los grandes ensayos de historia y tratados de las más variadas disciplinas. Todo lo escrito por la humanidad, ha pasado por nosotras. A veces nos han humillado, sobre todo los tiranos, los guerreristas, los que odian la paz, los sicarios, tanto materiales, pero sobre todo, los intelectuales. Pero en otras ocasiones nos hemos sentido orgullosas de obras críticas, acusadoras, contestatarias que denuncian la injusticia y la corrupción. Textos que, sin cortapisas dicen la verdad de este mundo, donde el veinte por ciento de los humanos reciben el ochenta por ciento de la riqueza que se produce, y el ochenta por ciento solamente el veinte por ciento que sobra. Para que mejor me entiendas, Ramoncillo. Es igual que si usted tiene cien naranjas, veinte personas se quedan con ochenta de ellas y ochenta personas toman únicamente las veinte naranjas restantes. Sólo con el diez por ciento del presupuesto que este país grande que ves, gasta en fuerzas armadas, se podría eliminar el hambre del planeta. Nos sentimos, repito, orgullosas de tales denuncias y de evidenciar el descaro, con que los poderosos tratan de aliarse con los otros poderosos de los países pobres, para aniquilar a los pobres del mundo o simplemente mantenerlo en la miseria, la ignorancia, y la ignominia. A eso le llaman globalización.

Guardó silencio, si no fuera porque era una pluma, pensaría que estaba llorando. Se mantuvo por un tiempo callada y de pronto me dijo:

-Ramoncillo, están matando la inteligencia del mundo. Y yo vislumbro que nuestra especie de plumas desaparecerá  pronto. Ya no nos necesitan. Para qué escribir, para qué denunciar, si ellos tienen el poder y no parece haber fuerza alguna en el mundo, capaz de cambiar esta injusticia.

-Ramoncillo, - me dijo, con un triste acento-  nos están matando.

Y, de pronto, sentí un golpe en mi trasero y vi a Pinto que me ladraba como asustado.

Tomé mi cajita de limpiar zapatos y le dije:

-Vamos, que hay que trabajar.

De camino pensé: Lo que no sabe la pluma, es que ellos, sus hijos y sus nietos, también morirán.

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(¿Hola webmaster puede utilizar algunas de las informaciones de este cargo si proporcione un vínculo a su sitio? )
Por supuesto que sí.
Benedicto Víquez Guzmán

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