LOS PATILLOS
En estos tiempos ha habido ocasión de hablar mucho acerca de los "patillos", - que acaso no sean los mismos pintorescos conchos de Aquileo-. Pero poco nos hemos preocupado por comprender realmente qué significan dentro de la vida nacional. Y lo que más nos importaría conocer, quizá se ha manifestado a plenitud en los acontecimientos que han dado pie a que anden los "patillos" de lengua en lengua. Los más se han conformado con reír sabrosamente a costa de ellos; otros han anotado lo que solemos llamar su inconsciencia, ya lamentándola, ya para reprochárselos despectivamente. Mas lo que hace falta y con urgencia, la actitud inquisitiva, la preocupación, el ánimo de acción la determinación de determinar y afrontar problemas, - todo eso, de donde se originan las empresas de construcción cívica y social, todo apenas si asoma tras un raquítico florecer de observaciones. Y a nadie parecerá osada ni nueva la afirmación de que los "patillos" plantean ante el país el mayor problema. Porque ellos constituyen el país; porque son la materia con que se va construyendo, la fuente primordial de sus fuerzas vivas; la substancia y al tiempo el poder que la plasma y la conforma a un plan. Hay un grave error, muy peligroso, en imaginar a la masa campesina como algo adherido simplemente a la vida urbana y sin contactos íntimos, profundos, con ella; sin capacidad determinante, - en todas direcciones- de las formas que aquella afecta. Es precisamente tal error el que se ha hecho palpable en los acontecimientos recientes.
Vengo viviendo entre "patillos" desde principios del año y algo de cerca los he mirado. Mucho, a través de sus hijos, éstos que al amparo del tiempo serán si no patillos, cosa semejante, a la cual, en su hora, le dará el nombre conveniente, sabia e irónica, la observación popular. He visto al padre, al peón, al ciudadano, al hombre, superficialmente sin duda, pero tal vez en una amplia superficie.
He visto a ñor Juan Portugués, octogenario jugador de gallos, gran conversador y a quien agradezco el encargo de llevarle su correspondencia y contabilidad; a Ramón Rojas, petrimetre del caserío, que adorna el sombrero con una pluma de pavo real; a don Raimundo, de cepa de patriarcas, padre de una buena chiquilla que me obsequia margaritas; a Florinda, Débora y "demás muchachas del barrio", a los mozos afamados, a la comadre que heredó los menesteres y secretos de la Celestina, a Pancha, el vagabundo, a ñor Nicolás, el avaro: en suma, toda una población tica de peones que vive a la sombra del cafeto como éste bajo los guamos. Y he escudriñado con cierta devota curiosidad los repliegues de su alma en busca de mi país.
¿Qué sé de todo ello? Limitaríame a declarar que ignoramos totalmente a los "patillos"; los que pretenden haberlos observado y nos mienten una "Psicología del campesino costarricense", son quizá los que más profundamente los ignoran. Aquileo, González Zeledón, García Monge, han visto, es decir, han sentido, pero no basta su obra a proyectar la visión de esta callada tragedia. E ignorarlos es ignorarnos; ignorar la historia, desconocer la actual situación y carecer aún de un presentimiento siquiera elemental acerca del porvenir del país. Y esta ignorancia acarrea incapacidad del adiestramiento para el progreso, vale decir, incapacidad de educación y por lo mismo, de autonomía. Esa ignorancia explica, en mucho, que la actuación de los más aptos gobernantes haya sido superficial, sin arraigo en las entrañas de la nación, la cual, en un ambiente de civismo propicio a la libertad, ha podido conservar, con el ardor primitivo, la indígena sumisión al cacique. La empresa civilizadora se ata a todas las probabilidades de fracaso mientras por ignorar al país se mueva, como hasta ahora, por un impulso ciego a las reales y vivas necesidades, ciego ante los verdaderos problemas. Y el país como sin exageración hemos dicho, lo constituyen los "patillos".
Por todo lo cual conviene insistir en la necesidad, en el deber de estudiarlos. Estudiarlos de cerca, dentro de las perspectivas de su vida, en sus hogares y faenas, en las relaciones en que los comprende la vida pública; estudiarlos sinceramente y con ánimo de hacer historia viva, folklore dinámico, no documentación de archivo ni colección de museo, sin deformar sus hábitos y costumbres, sin exagerar o mutilar sus creencias y gustos, sin suplantarlos ni disecara en diccionarios pedantes su lengua. Crear, vigorizar y renovar los medios de comunicación directa con el alma campesina. Dejar de imaginarla y mentir; romper la tradición de observaciones y generalizaciones estereotipadas: todo aquello, tan vacío, de "nuestro pueblo", adjetivado al capricho de interesados y momentáneos entusiasmos. Todo eso es literatura de Congreso y de "editorial", que es decir, por lo común, lastre, peso opuesto al vuelo de las ideas, al decurso y encauzamiento de las constructoras corrientes de opinión.
Otra que concierne a los que presumen de interesarse por el bien público, a los pintores de costumbres, a los historiadores, a los que enseñan geografía e historia patrias, a los maestros, a los que pretenden hacer política de ideal, etc. En cierto modo, de preferencia a los maestros, porque a la escuela incumbe directamente la formación del espíritu cívico, y porque es una tarea de reconstrucción, lo primero sería rectificar la escuela rural, para sustituir las instituciones simuladas con que hemos venido engañándonos. Obra, además, urgente, porque no en vano esperamos oportunidades a que atribuimos la posibilidad de provocar transformaciones nacionales.
Rastrear, buscar al país en la vida de "patillos" y a éste en aquella, donde su sangre es la sabia con que concurrimos a la florescencia de este milagroso árbol del bien y del mal: la civilización.
PESIMISMO
Lugares comunes son los que a este propósito podemos decir. Pero hay lugares comunes que conviene repetir frecuentemente.
No hagamos jamás confesión de pesimismo, ni siquiera tácitamente, y perdónese el tono dogmático de tal, recomendación. No le demos al pesimismo, declarándolo, oportunidad de enriquecer su fuerza. Nos daña a nosotros y daña a los demás. Es fuerza destructiva, tremenda. Como los monstruos que engendra el miedo en la imaginación de los niños y que crecen o se multiplican en la sombra, en la medida en que el miedo crece, así, a costa de su afirmación, aumenta el pesimismo.
Es a manera de una tuberculosis moral contra la cual hay que luchar vigorosamente. Y quizás realmente sea peor que una verdadera tuberculosis. Recientemente hemos leído una serie de opiniones de médicos a los cuales les parece que entre las causas del cáncer figuran los estados mentales que suponen depresión.
Como actitud filosófica puede ser explicado dentro de ciertos estrechos límites. Algo hay en él del dolor del pensamiento en presencia de las cumbres inaccesibles. El pensamiento sufre por la ausencia de las alas. Hay algo en ello del sentimiento numinoso que dijera Rodolfo Otto. Pudiera ser lo numinoso en el pesimismo aquello en que éste se expresa como desconfianzas que es más bien desesperanza o desencanto, en la cual hay, para llenarla de dolor, una copa vacía. En aquellos místicos que hacen del dolor su plegaria y así en consuelo, la copa se convierte en cáliz.
Grandes vidas, grandes liras, sufrieron a veces dolores tan hondos, de tan sutil naturaleza, que o no pudieran comprenderlos o no pudieran soportarlos. No a todos les dio la vida aquellas fortalezas de quienes emprendieron a sacar de su dolor su obra y su gloria. Miguel Ángel o Beethoven, por ejemplo.
Acá, en la menuda vida de todos los días, quien busca las fuentes del pesimismo suele encontrarlas en el terreno de lo patológico, y rompe así las más románticas ilusiones con un escalpelo cruel. Cansancio, desarreglos metabólicos, neurastenia, etc., -dirá a veces el médico; el endocrinólogo se empeñará en advertir trastornos del funcionamiento glandular; el psicoanalista querrá encontrarlo en la historia brumosa de la vida subconsciente. ¿Aciertan? ¿No aciertan? Cuestión de debatir, extensa y complicada. No falta quien hable del temperamento pesimista, ni quien lo atribuya a la influencia estelar.
Difícilmente hay en nuestros días un tema cuyo desarrollo haya conseguido mayor difusión que el combate contra el pesimismo. Abundan las escuelas y cátedras de optimismo, sobre todo entre los americanos del Norte. Ellos hicieron famoso a Emilio Coué y como éste, hay más de cien mil en aquél país. Se diría que el optimismo representa una de las urgencias de la época. O para hablar en la lengua de aquel raro Mack Stauffer, que el optimismo concuerda con una de las urgencias cósmicas de nuestra época. El simbolismo del hombre fuere, dominador, agresivo, que domeñó su voluntad, que conquistó el miedo, que pasa por sobre la duda, que posee inalterable confianza en el porvenir, que sonríe en la seguridad de la victoria de sus aspiraciones, es hoy símbolo constante. Son discutibles las finalidades, especialmente cuando las señalan los yanquis; oro, oro, poder. Pero la actitud quizás no sea igualmente discutible. Al contrario: aconsejable.
Se ha dicho que existe el deber moral de ser inteligente. Parece que más claro el deber de ser optimista. En el peor de los casos sería una regla de buena higiene.
En el caso de Costa Rica, a los que han viajado, a los extranjeros, les hemos oído decir que es un país de gente triste, de gente perezosa, de gente pesimista. Terribles combinaciones. De ser ciertas, siquiera en escasa porción, sería urgente l tarea de combatirlas con la mayor energía. Habría que poner a contribución todos los medios de favorecer la eclosión del optimismo. Es posible el esfuerzo. Eufrasio Méndez indica los deberes que en ese sentido puede tener la escuela pública. Está bien, pero no olvidemos que ella misma se encuentra rodeada de un mar de circunstancias depresivas, contra las cuales, -hija del ambiente como es- poco puede hacer. Mas, debe hacer todo lo que pueda.
Tenemos que contar con la cooperación de los hombres de más capacidad para influir en las opiniones, con los hombres públicos, con los altos funcionarios, con los escritores, con la prensa.
Se ha acusado de pesimismo al señor presidente. A veces parece ser pesimista, en realidad, seguramente por su deseo de que los hombres e instituciones ostenten una vida digna de un país grande. Pues bien: juzgamos que un Presidente no debería dar nunca la impresión de ser pesimista. Que hable de las grandes dificultades, de sus luchas, de sus derrotas íntimas, de sus ensueños rotos, es conveniente, porque todo ello contiene enseñanza, pero ojalá que pueda hablar siempre de tal modo que, por encima del turbión de amarguras, resplandezca la esperanza. No tienen siempre idea los Presidentes de cuánto pueden influir sus palabras en el criterio de los ciudadanos. ¡Cómo andará la República, -decían el otro día en las calles- cuando el mismo Presidente no cree en ella! Porque al Presidente se le atribuyen siempre dones maravillosos: todo lo sabe, todo lo ve, todo lo puede.
Y cuando el Presidente es el señor Jiménez, es mayor la razón para reconocer su influencia y mayor la razón para atribuirle dones excepcionales: el país ha sentido la presencia de ambas cosas. Es pues mayor la razón, también, para desear que sus palabras aporten fe, como aportan luz.
¿Qué les amarga el ánimo a los Presidentes, qué les infunde desconfianza? Lo sabemos: los planes rotos, las mentiras, los fraudes, las ineptitudes, las groseras ambiciones, -toda la turbamulta de errores, intereses y pasiones que desde su altura contempla un mandatario. ¿Quién en su posición, por oscura que sea, no mira un espectáculo semejante proporcionado a la altura desde la cual contempla el contorno? Pero ¿no es que solo ese espectáculo puede mirar? Al frente se extiende el otro: el de los aciertos, el de los esfuerzos generosos, el de las luchas honradas, el de las aspiraciones limpias, el de las vidas ejemplares, el de la cooperación desinteresada?
Y, además, tendríamos que convenir, deponiendo vanidades, -pues no hay otra manera de ser sinceros- en que es perfectamente posible que mucho de lo que en torno nuestro se revela como fracaso o como obstáculo, sea simplemente la sombra que nosotros proyectamos, o la consecuencia, en parte, de nuestra propia obra, por mucho que hayamos querido y deseemos realizarla con nobleza y diestramente.
Por lo común fundan sus afirmaciones los Presidentes en la observación de las masas, y a éstas les acontece precisamente o opuesto: fundan sus afirmaciones e inspiran sus actitudes en la observación de los gobiernos. Se dice que no es lo mismo ver las cosas desde arriba que verlas desde abajo. Si tal razón existe, tanto vale para aplicarla en un sentido como en el inverso. Y tratándose de saber quién puede ver más, probablemente llegaríamos a sostener que los hombres situados en las alturas. Y más todavía, si esos hombres tienen la altura en sí mismos, es decir, en su propia visión superior.
En ningún caso debería justificar el desencanto a la inacción. Las lamentaciones son justificables, desde este punto de vista, por la experiencia que contienen. Una vez recogida la experiencia, es decir, convertida en luz la amargura, hay que aplicar la luz para buscar los rumbos y seguir adelante.
Felices seríamos los pequeños hombres, los hombres oscuros que vivimos consagrados a modestos menesteres, si pudiéramos disponer de las fuerzas que tienen a su alcance y en la mano los hombres superiores. Con solo el respeto, con la simpatía que un Presidente mueve, es posible, sobre todo, si el hombre es grande, trazar carriles fecundos de acción constructora. Las medianías se moderan en su indiscreción, las cobardías se refrenan, las ansias voraces de lucro se contienen, los intereses ruines disimulan su lucha, los odios se limitan, todo cede algo de su fuerza enfrente del hombre grande. En cambio, lo noble, lo generoso, lo que es capaz en alguna manera de destellar, acentúa en presencia de ese hombre su entusiasmo y su actividad, porque siente el estímulo, porque siente el apoyo, porque encuentra la justificación de su esfuerzo.
Todos somos grandes en cierta medida y en alguna dirección. Algo hay en nosotros siempre dotado de grandeza: una habilidad, un deseo, un hábito, un ejemplo, un pensamiento. Algo hay siempre. Y siempre hay cerca de nosotros alguien en quien nuestra modesta grandeza puede reflejarse para ser impulso o ser lección. La simple palabra cariñosa que ahora le digo a mi niño mientras pongo en su hombro mi mano, es toda una espléndida fuerza creadora. El niño sonríe. En ese momento, la vida tiene para él un matiz, al menos, de sus grandes alegrías de Navidad. Y la sonrisa sirve de pretexto para que le llegue al corazón un rayo de sabiduría.
MI ANARQUISMO CLAUDICANTE
Ojalá pudiera florecer mi vida en las bellas excelencias que se me atribuyen.
Con muy poco más vengo a ser yo, en el concepto exagerado de La Prensa, el fundador del Partido Reformista. Sus ideas, dicen ellos, nacieron en gran parte de una siembra que hice yo, años atrás, en el Centro Germinal. Siembra fecunda a lo que parece. Solo que fueron muchos los sembradores y mis manos apenas si dejaron caer alguna simiente.
La simpatía con que se me honraba, no obstante ser escasa mi edad y excesiva mi ignorancia, me permitía ser oído por los trabajadores. Y, es claro, cuando advertía que mi opinión tenía ante ellos un prestigio, la vanidad o el entusiasmo, -no lo sé bien- le daban a mi voz la entonación de la voz del maestro. Pero esta voz no se levantó nunca para enardecer las concupiscencias del instinto, sino que siempre se esforzó por llegar en lo alto, como un penacho, una idea. Si algo hice, más pretendí enseñar que intenté exaltar pasiones. Y si alguna vez acaricié los leopardos de la pasión, nunca fue para uncirlos al carro de mis egoísmos. No rehuí tampoco las más graves responsabilidades, no esquivé los riesgos, no negué los sacrificios. Modesto todo, si se quiere, pero todo generoso. Toda mi primera juventud, con su ardor de fuego, estaba allí palpitante y bella,.
Ella se expandía en una vasta ansiedad de luz, y su sed se llenó con el fulgor rojo de aquel fuerte pensamiento demoledor que agitaban los Kropotkine, los Gorki, Luisa Michel y cien príncipes más de la Revolución Social. Era la hora del anarquismo en el mundo y las más fuertes juventudes empuñaban el pendón rojo. En el continente, los Lugones y los Ingenieros, en la Montaña, nos habían dado con Ghiraldo y Ángel Falcó, el ejemplo.
¿Qué hice yo allí? Leer, pensar, soñar, amar la justicia y la libertad; crecer y, lo confieso, hasta blasfemar. En el fondo, buscar en mi conciencia, poblada de lampos rojos, al hombre que en mí pudiera servirle a su país, sencillamente, en el corazón de los humildes entre los cuales nací con el dolor con que tantos de ellos vienen al mundo.
Y hubo momentos preñados de tempestad. El país no se daba cuenta de aquella silenciosa ebullición de ideas, que era como una colmena en mitad de la pampa. Pero, sin embargo, pudo haber estremecido al país. Las audacias llegaron a ser muchas, las responsabilidades gravísimas, y solo la casualidad, oportuna y sabia, pudo evitar a veces que de las ideas surgieran las llamaradas. ¡Bárbaro error! Mas no ha llegado ni llegará nunca, por mis labios, la voz delatora de las revelaciones.
¿Qué hacían mientras tanto los más de los trabajadores y qué hacían muchos de los que más cerca de mí estaban? Aquéllos, combatirnos, éstos, salvo muy raras excepciones, desconfiara y dudar, en la creencia de que la gestión de los que predicábamos buscaba arteramente alguna prebenda. Don Omar, como me llamaban, quería ser Diputado. Como se el camino, en aquellas circunstancias, hubiera podido ser ellos. El camino estaba claramente trazado en el seno de las Directivas de los Partidos Políticos. No en aquello que iba contra esto. La vida que después he hecho les ha demostrado que no buscaba curules.
Pero, desgraciadamente, ésta ha sido una característica de la actitud de nuestros trabajadores, en la mayoría de los casos. Si alguien los llama para servirles, es que quiere engañarlos; si los llama para servirse de ellos, entonces acuden sin vacilaciones. Uno tras otro, casi todos los hombres que aspiran a ayudarlos en la solución de sus problemas, han terminado por alejarse de allí maltratados y desencantados. Y no se diga que a tales hombres les faltó fuerza para sobreponerse a las desilusiones, sino que les faltó ambiente para construir una obra útil. Las dificultades primeras suelen presentarse una vez que para plantear los problemas como realmente son, hay necesidad de apelar a la franqueza y declararle a los trabajadores cuáles son sus derechos, pero también cuáles sus deberes; cuáles sus méritos, pero también cuáles sus defectos; cuáles sus aspiraciones legítimas y cuáles las bastardas.
¡Cuántos de los reformistas pertenecieron al Centro Germinal! ¡Cuántos lo combatieron! ¡Cuántos fueron desleales! ¡Y hoy todos vienen a reclamarme mis palabras de entonces!
Si me diera por preguntar concretamente cómo se justifican las actitudes de mis compañeros, en diferentes ocasiones posteriores a la muerte del Centro, no terminaría en pocos momentos la ingrata tarea. Mas nunca he querido empequeñecer mi mente en la búsqueda estéril de contradicciones a las cuales imputar... Abandoné la tribuna del taller y vine hacia la tribuna del aula, a servir a los humildes. Los puestos, puedo demostrarlo, no los solicité. Me llamaron a ellos. Comencé a trabajar con un sueldo de treinta colones y si hoy recibo uno que puede juzgarse lujoso no lo pedí, que lo pidió para mí un grupo de profesores. Y cuando ha habido que trabajar sin sueldo, así he trabajado. Con la misma devoción con que trabajo, en posición ostentosa, en la Escuela Normal, trabajé en posición oscurísima, en la escuela primaria de la Caja.
Mal aquí y mal allá, no lo dudo. Lo que no logro encontrar son los rastros de la conveniencia. Si otros los encuentran, pues que se deleiten convirtiéndolos en escarnio. No les envidio la faena.
Dos veces he tenido en mis manos la Dirección del Liceo de Costa Rica y dos veces he preferido la que ahora desempeño, dando por razón que prefiero trabajara al servicio de los hijos de los obreros y de campesinos que desde todos los ámbitos vienen a la Escuela Normal. Y dentro de ésta, nada me satisface más que lo de saber que la señorita más rica y más distinguida y el varón más pobre y de más modesto origen, en mi espíritu son hermanos.
Y cambié de ideas en otro sentido. Llegué a creer que el odio y la violencia, la bomba y la daga, y la llama, no resuelven nada. Nada que pueda ser permanente.
Llegué a creer también que redimir al hombre de la miseria, sin redimirlo de la pasión, y del vicio y de la ignorancia, no es ninguna seria solución de ningún problema.
Como llegué a creer que el mal más hondo, el profundo mal donde se forja la tragedia humana, no radica en la diferencia entre ricos y pobres, sino que arraiga tenazmente en la actitud del espíritu la cual, para mí, está determinada por designios cósmicos que no conocemos. Para mi pobre misión de ahora, el problema está en si el miserable o el potentado tienen el corazón independientemente de si poseen bienes, atado a los impulsos del egoísmo, de la avaricia, de la crueldad, del mal, en suma.
Pero interminables se tornarían estas palabras, si hubiesen de explicar todas las mutaciones de mi criterio y las amplias razones que las motivaron.
Es verdad que el régimen capitalista está cargado de yerros, pero no lo están menos los sustitutos revolucionarios. Y en ambos sistemas, a más del error, suele haber infamia. Ni Philip Snowden, en el Parlamento Inglés, ni Clemenceau ni Mussolini, tienen en la mano la clave de los destinos humanos. La cadena puede responder a una verdad, con su estridencia, tenebrosa, como la tea puede responder a una verdad, con su fulgor libertario; pero ni aquélla mantiene atada, ni ésta ostenta encendida a la definitiva verdad subyacente en las naturales necesidades de donde los conflictos sociales emanan.
La dictadura del proletariado, apenas es el régimen capitalista invertido. Si remedio de un instante, remedia entonces el mal transitorio. Si doloroso comienzo necesario de una permanente transformación, no hay experiencia social ninguna, en el curso de la historia, no hay fundamento en lo que de la sociedad se sabe, que autorice a confiar en los resultados de aquel desarrollo, ni garantía de que la pretendida permanencia pueda constituir una realidad.
Son hermosos, no obstante, los leones de Lenin desgarrando sin piedad las entrañas del zarismo. Bárbaros, a veces, a veces iluminados, mitad bestias y mitad profetas, no dan hasta ahora ejemplo, sino de lo que puede la garra, pues de la sangre que ella derrama no logra todavía brotar la luz. El caso de Rusia no puede ser ejemplo ni lección. Si el soviet es algo ideal, sus supremas bellezas se pierden en medio de tanto monstruoso horror. Y si fuera la verdad absoluta, solo por ser sangrienta valdría la pena negarla. El Dios de Moisés era Dios y en nombre de Dios lo negó Jesús.
Creo como ayer que los intereses del obrero y más que éstos, mucho más que éstos, los del campesino, deben merecernos una intensa atención, fervorosa y leal. Mas no que sus problemas se remedien con repartir las tierras del señor Soto o los caudales del Sr. Keith. Con estos bienes se pueden hacer obras de caridad a lo sumo. Lo que no sé es dónde se va a encontrar el standard que permita determinar cuál sea la primera, cuál la más urgente, cuál la medida en que deban cumplirse.
No; perdónenme los sociólogos del Reformismo. No creo en las soluciones simplistas. Creo que las fórmulas de nuestro antiguo credo han fracasado. Creo que las nuevas fórmulas se están elaborando lentamente en el crisol de la post-guerra; y que lo que cabe conservar íntegra, es la aspiración a la justicia, con más libertad necesaria para trabajar empeñosamente, dentro del orden, por el ensayo sincero de las posibilidades que así es dable determinar.
Insisto en que sería interminable la explicación, como difícil para el Reformismo aclarar todas las necesarias retractaciones que su "Programa" supone, comparado con el decálogo ácrata del "Centro Germinal".
Ahorqué, pues, los hábitos rojos. Quedemos en que otros se encargarán de explicar las bajas razones que me movieron, y en que me impondrán, con su ira o su desdén, las sanciones aplicables al caso.
Señores jueces: permitid que en el banquillo, frente a vuestro pendón rojo, enclave erguido mi pendón sin odios.
MIRA Y PASA
Hagamos política, aprendamos a hacerla del modo adecuado a las exigencias espirituales de nuestros tiempos. Hay una nobilísima forma de hacerla que consiste simplemente en ampliar, ennobleciéndolo, el significado de una común expresión de pobre apariencia: formar opinión. Aprendamos y contribuyamos a formar opinión. A favorecer y estimular todas las actitudes, situaciones, propicias al desarrollo e intercambio y aún al choque de las opiniones, que es decir, a la independencia y majestad de su vida. Colaborar en la formación de corrientes de opinión, promover y facilitar su encauzamiento, ya defendiendo, ya combatiendo opiniones. Combatir también es un modo de ahondar y limpiar cauces, y combatir hidalgamente, el modo mejor. Opinar, auxiliar al florecimiento y la fructificación de las opiniones. Ésta tan humilde norma de una política, conduce a la organización y manifestación de lo que de veras cabe llamar conciencia social, asiento y yacimiento de aspiraciones e ideales de civilización, sin las cuales carece de contenido, dentro del mundo, la vida de un pueblo.
Vivimos en un país todavía instintivo con algo de horda, donde es imperioso aprender a pensar, cumplir el "deber moral de ser inteligente". País expuesto a que el hambre, el miedo y la ignorancia, lo despeñen en el oprobioso entusiasmo del 27 de Enero, símbolo ya de la carencia de civismo, tanto en la muchedumbre menesterosa de luz y de pan, como en el orondo primate sin virtudes públicas. Porque no habremos de importarle a un pueblo el crimen de lesa civilización en que solo alcanzó a ser inconsciente encubridor de sus guías más ilustres: Cincinatos de arcilla. Mas, si no la responsabilidad de ése, sé conserva inalterada la capacidad de encubrir acaso otros mayores, que no dejarán de amenazarlo desde la conciencia de los hombres que cometieron aquél. Ahora bien, de tal capacidad solo redime la luz, freno de oro a la boca procaz de la democracia, que dijera Lugones, y que nosotros diremos prueba de fuego donde hombres y pueblo se purifican. Opinar pues, iluminar, consumir el instinto, como un aceite, para que vierta de las entrañas luz de redención, de conciencia, ya que esta es verdad aún en el error, como puede ser justicia la venganza cuando el acero tiranicida liberta un pueblo.
Opinar, en cierto sentido, esto es la civilización. Un conjunto de opiniones: esto es la historia. Opinar y enseñar a opinar: tal la función de la Escuela, de la Iglesia, de la Ciencia, etc. Diversas formas y objetivos de la opinión, mas ésta en lo hondo, como un estrato subterráneo que todo lo asocia y lo comunica con una necesidad vital del Universo. Opinión que es dogma, opinión que es conducta, opinión que es amor, que es fe, pero todo opinión.
Si bien queremos aludir a algo más sencillo, elemental, digamos: la opinión que damos a propósito de cuanto ocurre a nuestro alrededor. La cotidiana opinión sobre todos los temas, irreflexiva o meditada, ignara o docta, airada, tímida o desleal. Suele ser loca de atar y la condenan los moralistas, la desdeñan los pensadores, la excluyen los sabios, pero no obstante nutre pródigamente a morales, ciencias y filosofías. Por ella se asciende, pues, y alto, ya que elevándose nos eleva; y aunque por ella se desciende también, no solo puede arrastrarnos sino libertarnos del peligro de las cumbres cuando las fustiga la tempestad. De las cimas nos baja en caballo alado.
Opinar, pues, y prodigar alfalfa de opiniones a la voracidad aborregada de la callejera opinión, que hartándose de luz querrá devorar estrellas y aprenderá a comer margaritas.
Contribuyamos a formar opiniones, es decir, interesémonos, actuemos
An arch support is an appliance designed to provide underside support for the foot. the device is inserted in the inner part of the shoe in order that the molded form fits the arch area of the feet and relieves stress on the muscular structure of the foot when walking or standing.