LA CAJA DEL DOCTOR
Por: Jenaro Cardona Valverde
Cuando ocurrió el extraño caso del doctor Milianikoff, que voy a relatar, nuestro Museo Nacional estaba instalado al final de la antigua "Calle del Laberinto", hoy calle 3ª., que la limitaba por el sur.
El edificio, ubicado casi al centro de un solar rodeado de tapias de adobes, de una hectárea más o menos, constaba de dos pisos, de paredes gruesas y macizas. El frente de este fundo lo cerraba una verja de hierro que descansaba sobre un potril de piedra y daba acceso a todo, un portón, también de hierro, colocado al propio centro.
La casa era de fábrica antigua; al frente, una puerta ancha y dos ventanas laterales. La parte alta tenía la misma estructura: por los costados varias otras ventanas daban luz a diferentes departamentos.
Arriba, en amplias salas, estaban las grandes vitrinas que contenían millares de ejemplares de nuestra fauna, hábilmente disecadas por taxidermistas expertos que supieron infundir a aquella naturaleza muerta, la apariencia de una vida en toda se pujanza y vigor.
Llamaba la atención de manera preferente en uno de los testeros del salón principal, la enorme cabeza de un alce, que, dentro de la vitrina parecía mirar con ojos encendidos por el coraje, a los curiosos que a ella se acercaban para admirar su cornamenta monumental. La mesa sobre la cual descansaba la vitrina, había sido construida a propósito para exhibir este precioso ejemplar.
En la planta baja, y entre vitrinas semejantes a las de arriba, se exhibía la cerámica que nos han legado nuestros aborígenes, constante de extensas y variadas colecciones de piezas, muchas de ella de gran belleza y de incalculable interés para los hombres de ciencia que estudian al través de la arqueología, la historia de los primitivos habitantes de estas tierras.
En otras salas, sobre tarimas o estantes, podía apreciarse una muchedumbre de objetos de piedra, ídolos, metales, mesas lindamente ornamentadas, piedras de sacrificios, trípodes, objetos de jade, hachuelas, mazas, etc., etc.
Mucho ante de que el Museo Nacional fuera instalado en el edificio que he descrito, éste había permanecido largo tiempo deshabitado, y era visto, por vecinos y transeúntes, con cierto terror supersticioso a causa de las consejas que corrían entre gentes timoratas, que aseguraban haber visto a altas horas de la noche , un fantasma , un alma en pena que solía sentarse sobre el ferrado balcón y pasearse luego por el frente del edificio, envuelto en paños mortuorios que despedían una suave claridad lunar aun en noches de profunda oscuridad, porque en aquellos tiempos la luz eléctrica no había sido instalada en tales lugares.
"La casa del Laberinto", como entonces se le designaba, era tenida como lugar propicio a apariciones de duendes y fantasmas, algo así como un fatídico aquelarre. Todo ello cesó o mejor dicho se olvidó -al decir de las gentes- cuando el Museo fue mudado allí del primitivo lugar que había ocupado desde su fundación, en la antigua Universidad de Santo Tomás, hoy Registro de la Propiedad.
***
Fue en esa época cuando llegó al país el sabio doctor Milianikoff, nacido en Ginebra, de padre ruso y madre polaca. La prensa nacional hizo entonces la apología de este personaje singular, pues los documentos y atestados que aportaba, demostraban sus ejecutorias de manera indubitable; era un erudito paleontólogo, miembro importante de las principales sociedades científicas de Europa: sus libros y conferencias habían causado honda sensación; era también un ferviente apóstol de la teoría monista y algún crítico había dicho de él, que podía codearse con el propio Darwin, con Ernesto Haeckel, con Wundt y con tantos otros enemigos declarados del dualismo del ser humano.
Era el doctor Milianikoff de edad indescifrable: podía tener cincuenta o sesenta y cinco años: alto, enjuto de carnes, su rostro de líneas enérgicas recordaba enseguida el gran Mago de la Armonía, Ricardo Wagner. Como todo hombre entregado en cuerpo y alma a la ciencia, era desgarbado en el vestir; nunca se le conoció más que un largo levitón color gris oscuro y un pantalón negro, lustroso por el uso; a veces se olvidaba de cambiarse de camisa en el transcurso de un mes. En cuanto a comer, comía a cualquier hora, cualquier cosa y en cualquier parte, y eso, cuando le picaba la gazuza de manera que no tenía más remedio que acallarla, es decir, imperiosamente. ¡El maldito, el asqueroso saco, rey y señor de esta, mísera humanidad!
No bebía más que agua por temor a quebrantar cierto sagrado juramento que empeñara años atrás, en París, una noche después de un resonante triunfo en la Sorbona, con su famosa conferencia titulada: La base material del alma. Poco tiempo después desapareció sin dejar rastro ninguno y cierta revista científica publicó la noticia de que el doctor habíase embarcado para el bajo Egipto.
No dejó de causar honda sorpresa en sus amigos el desaparecimiento del doctor Milianikoff, desaparecimiento misterioso que más pareció una fuga; pero, lo que había intrigado fuertemente la general curiosidad, fue la ausencia simultánea de la esposa del doctor.
Se dice que nada hay oculto bajo el sol. ¿Por qué conducto se supo en Costa Rica, que el doctor había sido un alcohólico consuetudinario por largas épocas y que después de períodos de siete años de abstinencia absoluta, el maldito demonio verde lo volvía a conquistar con creciente frenesí? ¡Vaya usted a averiguarlo! Lo cierto es que se supo, y aún cuando en Costa Rica guardó completa sobriedad por largo tiempo, le rodeaba cierto ambiente de recelo, de disimulada incredibilidad.
Había instalado el sabio su cuarto particular, con gran satisfacción del director del Museo, en una pequeña habitación independiente en la parte superior del edificio, pero en la sala principal pasaba también largas horas de estudio entre cacharros y calaveras humanas y de antropomorfos, en sus complicadas operaciones de cefalometría, resolviendo fórmulas algebraicas que anotaba cuidadosamente en un voluminoso cuaderno.
Se proponía sorprender a la Academia de Ciencias de París con el primer envío de sus estudios hechos en tierras americanas y tenía escritas dos memorias que pronto serían recibidas en Europa, dando a conocer su residencia y sus nuevos trabajos.
Era el doctor un perfecto misántropo: muy rara vez se le veía acompañado y rehusaba siempre toda clase de invitaciones de que era objeto de parte de algunos de sus admiradores.
Había hecho varias excursiones a nuestros volcanes, y en sus viajes reunido una enorme cantidad de ejemplares de nuestra flora para su herbario, pues era apasionado de la botánica.
También había cultivado como simple deporte el magnetismo, y ¡cosa rara!, a pesar de ser un convencido discípulo de Darwin, había espigado en los campos del espiritismo, llevado sin duda por el afán especulativo que sentía por todas las ciencias.
Al mirar tras sus imprescindibles gafas, sus ojos grises de mirada inquisidora y penetrante, como un florete, cargados de un misterioso fluido, como pilas voltaicas, sentíase un secreto malestar, como si aquellas pupilas rodeadas de puntos dorados y luminosos, lastimaran algo sensible de nuestro ser. A quererlo, el doctor Milianikoff habría sido quizás el primer hipnotista del siglo.
Otras de las excentricidades del doctor, notada desde los primeros días de su llegada, consistía en que jamás se separaba de una misteriosa caja que no abría nunca, y que siempre llevaba consigo, aún cuando saliera a alguna excursión. Era una caja de ébano de unos tres pies de larga, más o menos, por dos de ancho y de casi un pie de alta, con esquineras de bronce y fuerte cerradura, A un lado una chapa de cobre pulimentada, con algunos signos gravados que parecían caracteres cuneiformes, se destacaba brillante sobre el ébano. Más parecía la caja en cuestión una valija por su forma y por el asa, también de bronce, que tenía colocada en el canto; en cuanto a su peso no debía de ser mucho, al ver la facilidad con que el doctor la manejaba.
Cierta vez un amigo suyo, aficionado a estudios geológicos, fue a visitarlo, y como el doctor tuviera la caja sobre la mesa de trabajo, el amigo la estuvo mirando en la creencia de que contendría algún valioso muestrario, alguna curiosidad. Se levantó, palpó la caja varias veces, trató de leer los caracteres de la chapa de cobre, intentó sopesarla e hizo la pregunta que su curiosidad le dictaba.
El sabio se levantó como empujado por un resorte; arrebató la caja de manos del imprudente y sin contestar palabra, le clavó una mirada que le dejó frío y desconcertado, como si hubiese cometido el peor de los desmanes.
- No sé que sentí cuando el doctor me miró: por nada del mundo quisiera volver a soportar la mirada de aquellos ojos infernales; esa caja debe ser la famosa de Pandora, -había dicho en una tertulia donde se hablaba del célebre doctor, algunos días después.
La caja contenía el trascendental secreto de su vida.
***
Una lluviosa tarde del mes de noviembre, el doctor trabajaba en su cuarto. Daba los últimos toques a un interesante estudio que debía enviar a la Revista d Ambos Mundos que pagaba su colaboración a precio de oro. Sobre la mesa de trabajo, colmada de libros, papeles, manuscritos, y códices aztecas y egipcios, se destacaba la misteriosa caja, sobre la cual había algunas interesantes piezas de cerámica polícromas y hacía comparaciones y deducciones realmente interesantes. Ese día se había levantado de un humor diabólico; a su vera se veía un plato con residuos de queso y de jamón que había hecho traer para no salir a la calle.
Conforme avanzaba el tiempo , crecía su nerviosidad, la pluma con que escribía rasgaba a veces el papel y los caracteres parecían atropellarse, chocar unos con otros en la fiebre de la inspiración que la devoraba.
En un breve descanso que dio a la pluma, miró al tarjetero colgado de la pared a su frente: era el 25 de noviembre: quedóse mirando aquella fecha fatídica, sonrió de manera mefistofélica y después de echar hacia atrás los mechones de cabello que le caían sobre la frente, murmuró
-¡Tal vez hoy!
Milianiskoff había acariciado desde hacía mucho tiempo la siniestra idea del suicidio; no era un vago presentimiento, sino una seguridad plena de que abriría con su propia mano, no sabía cuando, la misteriosa puerta por donde se entra al infinito; pero, apasionado por la ciencia, era un labrador incansable y una vez puesto al trabajo, no cejaba hasta darle cima. No comprendía la vida de otra manera y así fue postergando la tremenda resolución, por días, por semanas, por meses, ¡por años! Quería dejar sobre la tierra la huella luminosa de su saber y creía firmemente que lo que se llevara a la fosa, era un despojo, un robo que hacía a la humanidad sumida en la ignorancia. No aceptaba otra forma de existir, ni creía que su vida tuviera otro objetivo.
Con ojos extraviados por un secreto temor, miraba la fatídica fecha allí impresa en grandes caracteres negros.
Tiró la pluma y empezó a pasearse por la habitación a grandes pasos, con las manos a la espalda los ojos relampagueantes como de felino en la oscuridad. Se cumplía a aquellas horas un ciclo fatal, ¡siete años de absoluta abstinencia!, de no beber sino agua, y sentía ahora en sus entrañas, en su organismo, que se estremecía de ansiedad, una sed urgente de alcohol El demonio verde lo volvía a poseer, lo reconquistaba con su poder invencible.
¡Qué lucha! ¡Santo Dios! Si el Dante hubiera podido bajar al infierno de aquella alma, habría huido poseído de terror.
Después de pasearse largo rato y de gesticular como un azogado, sin darse cuenta, como un sonámbulo que obedeciera al mandato imperante de una voluntad suprema, entró a la sala donde se exhibía la rica colección de reptiles y de batracios en frascos de cristal y volvió a la mesa con uno que contenía regular cantidad de alcohol absoluto.
Había anochecido y reinaba en la habitación profunda oscuridad; sin embargo, el doctor distinguía perfectamente los objetos que le rodeaban. Con sonrisa satánica, vació en un vaso una enorme cantidad del ardiente líquido y lo apuró sin respirar: se levantó congestionado y bebió de la botella del agua unos cuantos sorbos.
Esto satisfacía sus ansias de bebedor: los alcoholes comerciales que antes consumiera, el lo pensaba bien, no le proporcionaban la sensación que deseaba.
Al sentarse, el frasco de cristal cayó al suelo, como si una mano invisible la hubiera estrellado. El doctor lanzó un grito de espanto: un triste y prolongado gemido dejóse oír dentro de la caja de ébano, al que siguieron chasquidos como de ramas secas que se quebraran.
-¡Basta ya! -gritó fuera de sí, dando un puñetazo sobre la caja, -¡Déjame, no me atormentes más, déjame la satisfacción de vivir en mi mundo, en el mundo superior de la locura!
El silencio, esa otra oscuridad del sonido, reinó por breves momentos... El doctor, dominado por la desesperación del deseo que lo atormentaba, quiso beber más, volvió a la sala trayendo un gran frasco casi colmado de alcohol, dentro del cual había un magnífico ejemplar de Crótalus hórridus, la temible serpiente cascabel, y sin importarle nada el rojizo color del líquido, ni sentir la menor repugnancia por su aspecto nauseabundo, bebió grandes tragos, como el sediento que en mitad del desierto encontrara el agua salvadora, sosteniendo el frasco con ambas manos.
Mas, de pronto, ocurrió algo extraordinario: la serpiente irguió la cabeza, los ojos brillantes , las mandíbulas extraordinariamente abiertas y lanzando un silbido, saltó sobre el doctor que dominado por el espanto , dejó caer el frasco que se hizo añicos produciendo un estrépito infernal: la mesa de trabajo rodó por el suelo. Milianiskoff sentía la serpiente enroscada en un brazo que le mordía furiosa, sin cesar, dos, tres, muchas veces, y el infeliz gritaba despavorido, dando traspiés. Quiso encender la luz, pero la mano, crispada, no atinaba con la llave del alumbrado, en aquella tremenda exaltación de sus nervios.
La caja misteriosa continuaba emitiendo gemidos desesperantes y chasquidos cada vez más claros y distintos. De pronto, la tapa saltó con estruendo, y un esqueleto humano, que por su contextura, parecía ser de una mujer joven, se irguió siniestro, amenazador, alzando la seca armazón de sus brazos, como un conjuro de soberano castigo. De las cuencas vacías emanaba una luz fosfórica, y los dientes blanquísimos, brillaban en la oscuridad con esa risa desnuda que no acaba nunca porque es una mueca eterna.
El doctor, en las lindes de la demencia, miraba con ojos desorbitados aquella macabra aparición: el esqueleto movía las mandíbulas como si hablara, y una voz no parecida a ninguna otra de este mundo, llegó a los oídos del doctor, que oyó claramente:
- Sergio Milianiskoff, has quebrantado tu juramento: hoy hace siete años que me diste la muerte en un rapto de locura... ¿Te acuerdas? Fue en París, el 25 de noviembre. Discutíamos sobre la existencia del alma, rebatí tus sofismas... Avergonzado y dominado por el espíritu del mal , te cegó la ira, el alcohol te poseía, tu orgullo de sabio -que todo lo ignora- fue arrebatado por la demencia y hundiste mi cráneo, ¡mira!, - y llevó la mano descarnada y seca al temporal derecho, donde podía apreciarse un hundimiento del hueso, causado, al parecer, por el golpe de un martillo. La voz prosiguió: - moribunda le di mi perdón a cambio de un juramento: Milianikoff, has podido engañar a la justicia humana pero no a la divina... Escucha, hay otra vida... Esa que siempre has negado, que siempre has escarnecido...¡Prepárate a entrar en ella!...
Cesó la voz. El esqueleto avanzó dos pasos hacia el doctor, que, poseído de furioso pánico, se agitaba en tremendas convulsiones, como si le hubiese picado una tarántula infernal. Sus dientes castañeteaban ruidosamente, y pudo huir mecido por la congestión de la embriaguez, como los demonios que tratan de evitar el tridente enrojecido que les persigue más, el paroxismo del terror llegó a su colmo cuando vio, en el total extravío de sus sentidos, que el alce gigantesco venía sobre él en furiosa acometida. ¡Oh, visión apocalíptica! La mesa, sobre la cual estaba la enorme cabeza disecada, de astas triangulares que brillaban como acero bruñido, se había animado, cobrando vida como si fuera el cuerpo del terrible animal; las patas de madera, al correr sobre el piso, producían un estrépito ensordecedor y los ojos de aquella bestia despedían chispas como el basilisco de la fábula... En el preciso momento, y como a impulso de un conjuro satánico, los grandes cristales de todas las vitrinas, saltaron en pedazos como impelidos por formidable explosión, y los tigres, los leones, los jaguares,, el tapiz, los cuadrumanos, las serpientes, las aves, -toda aquella fauna muerta-, se animaron a su vez e invadieron las salas, rugiendo, bramando, aullando, silbando, graznando, como si el infierno hubiera vaciado en aquel recinto las furias más terroríficas de sus antros. Las lechuzas dejaban oír la estridencia de sus gritos y los vampiros revoloteaban azotando la cabeza del doctor, con sus horribles alas membranosas... Y todo el edificio se conmovió hasta los cimientos, como sacudido por un terremoto.
Al siguiente día, el conserje del museo, extrañado del silencio que reinaba en la parte superior del edificio que permanecía cerrado, forzó una puerta y penetró en las salas. Quedó espantado, paralizado por el terror, al contemplar el cuerpo exánime del doctor Milianikoff, tendido al lado de un esqueleto.
La cabeza del doctor presentaba una profunda herida en el parietal derecho, por la cual podía verse, entre coágulos sanguinolentos, una porción de la masa encefálica.
La caja de ébano, que había contenido por tanto tiempo el esqueleto de marfilina blancura, estaba abierta al lado de unos pedazos de cristal de dos frascos, y allí cerca fláccido y yerto, un magnífico ejemplar de serpiente cascabel, catalogada entre las más venenosas, con la designación de crótulus hórridus.
El esqueleto mantenía entre los huesos de la mano derecha, una maza de jade, primorosamente labrada, simulando una calavera, y manchada de sangre.
COMENTARIO
Este es quizás el primer cuento del género fantástico que se escribe en Costa Rica. Fue publicado en 1929 por la imprenta Alsina, San José. Su título fue Del Calor Hogareño. Fue publicado después de haber salido a luz sus dos novelas: El Primo, en 1905 y La esfinge del Sendero, en 1916. Antes se afirmaba que este tipo de cuentos macabros pertenecían al género gótico y fue el Romanticismo luego el que se especializó en él.
La estructura del cuento es clara y pertenece al paradigma del género fantástico:
El esquema se debe leer así: El cuento se inicia en un plano de LN (leyes naturales) donde se describe pormenorizadamente el edificio del Museo Nacional y se introducen algunos indicios de LS (leyes sobrenaturales) que más se acercan a consejas del pueblo, tales como visión de fantasmas, etc. En ese ambiente llega el doctor al Museo y aparece el indicio de que fue un empedernido bebedor de alcohol. La flecha grande ocupa ese texto descriptivo, sus viajes explorativos y se insinúa el asesinato de la esposa por parte del doctor (Pp). Poco a poco el narrador se detiene un tanto en la caja del doctor y su misteriosa compañía. También se dan indicios de la desaparición de la esposa. Aparece un tanto sorpresivo el juramento que el doctor había hecho de nunca volver a tomar. Es así como se abre la virtualidad de relacionar ese juramento con la esposa. Es el elemento mágico (juramento) quien le mantiene sobrio y la eventualidad de una violación del mismo por el doctor. Esto sucede en esa Pf (prueba fundamental) y de inmediato llegará el castigo. Es el desenlace del cuento. El doctor al recaer en la bebida incumple su contrato que ya conocemos, le había hecho a su esposa cuando le dio muerte y ésta le perdonó pero bajo amenaza de castigo si volvía a incurrir en ese hábito. Así termina el cuento con una restitución de los valores morales sociales y la vuelta al equilibrio moral de la estructura social de la época.
El lector recibe esa descarga emocional sin experimentar ninguna explicación racional y queda con la duda de la veracidad de los acontecimientos narrados. Se ve impactado y no encuentra explicación científica a lo leído por lo menos en el verosímil del relato. Esto es propio del género fantástico.
Hay, según nuestra modesta apreciación, dos elementos que nos parecen un tanto innecesarios y que dan al cuento un desliz hacia lo maravilloso y exagerado que le quitan impacto al relato frente al lector. Ellos son: el hecho de que todos los animales del museo recobren la vida y el alce que se incorpora con las patas de la mesa y su cuerpo de madera. El primero por innecesario y exagerado y el segundo por jocoso y ambos no eran importantes en ese momento. Hubiese sido más impactante y suficiente con la cascabel, su incorporación y mordeduras. Pero el relato fue escrito así y nuestra observación es solo eso, una apreciación valorativa.
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Benedicto Víquez Guzmán