Matrimonio Fingido. Cuento de Jaime Gerardo Delgado Rojas

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Matrimonio fingido 

Don Memo no podía creer que la desesperación por huir del matrimonio llevara a Vicencio al sacrilegio: le pagaron al cura por los bártulos de la iglesia y entre amigos de cantina, otros leales, se inventaron el santo sacramento. No hubo abogado ni la Santa Madre Iglesia que legitimara aquella atrocidad. El chisme lo llevó Chepe Concepción, él había sido chofer de gamonales y la buena paga obligaba al silencio: a él se lo contaron y había pasado mucho tiempo como para que la lealtad encubriera la inmoralidad: algunos dicen que él fue testigo directo de los actos. Lo que más molestaba, entre los pableños es que una vez muerto Vicencio, no hubo quien hablara mal: halagos iban y venían sobre la conducta del muerto -no hay muerto malo, dicen.

María Gertrudis no estuvo en el entierro: su primer hijo, Rosendo, era de Vicencio y después vendrían dos, uno de Antonio el gamonal y el otro de don Jorge, su marido de ahora. Pero el sacrilegio lo conocía todo San Pablo, aunque impunemente lo ocultaran.

- El asunto - decía Chepe Concepción- es que don Rosendo creyó que era muy fácil casar a Vicencio con María Gertrudis, su hija, para honrar la panza. La intención no solo era la honra, sino la plata que venía detrás del matrimonio. Vicencio lo tuvo muy claro y contrató un abogado que lo salvara, pero no había escapatoria. Para la joven embarazada el abogado don Mario González había acopiado suficiente información: habían visto a Vicencio con la María Gertrudis en la plaza, por la Calle Larga y hasta en el Uriche. Había confesado en la cantina sus intenciones con la muchacha y no había quién pudiera hablar de otra forma en el juzgado.

Su única solución estuvo en la misma barra de la cantina: armó una borrachera en la que invitó, según nos lo contara su chofer, a un seminarista, Alfredillo, que nunca llegó a ser cura. Entre tragos y movidas idearon el lugar de la boda y con extorsiones y limosnas sacaron de una iglesia de San José una sotana, un incensario y demás bártulos e instrumentos religiosos. Hacia allá, con otro auto, llevarían a María Gertrudis, don Rosendo, su mujer y otra vecina para que sirvieran de testigos. Y la ceremonia se llevó a cabo. Le correspondió a Alfredillo decir la frase de consagración:

- los declaro marido y mujer-; luego, el sacristán improvisado, más beodo que ninguno, con incensario en mano y mirada en el cielo raso, pronunció en un latín incomprensible:

- mochas mecus vicencius mochus- aunque nadie se rió. No era un chiste. Había que mantener la compostura y la seriedad del sacramento.

María Gertrudis y su padre, al lunes siguiente, a primera hora, se apersonaron donde el abogado don Mario González a retirar la demanda. Naturalmente no había certificación de matrimonio. No había testigos legitimadores del acto. La demanda, entonces, continuaría.

Pero Vicencio, al fin, tampoco se casó. Pagó bastante a María Gertrudis y a su hijo, lo que satisfizo profundamente a don Rosendo; pagó los honorarios del abogado de la víctima, lo que le fue muy bien agradecido y dio una fuerte suma como limosna a la iglesia por el sacrilegio cometido: con lo que iría directo al cielo. Pero Alfredillo no fue cura. No había seminario que le aceptara su perdón. María Gertrudis  después encontrará otro embarazo, y luego un marido, padre de su tercer hijo. Y en San Pablo la anécdota se contará en todas las cantinas, las tertulias e incluso, aunque a escondidas, en la iglesia nueva del lugar.

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