1907-1998
Conocí a Francisco Amighetti muy joven, cuando recién ingresaba a la universidad de Costa Rica, una tarde, después de haberme matriculado, por casualidad, en el curso de Historia del arte que daba como repertorio en los Estudios Generales. Fue hasta la tercera semana de clases, pues no podía ubicar el aula número 16 en la cual impartía las lecciones. Un jueves, frente a esa aula, cerca de la soda, que yo creía oficina, escuché la conversación entre dos jovencitas que comentaban su llegada tardía a recibir historia del arte con Francisco y entraron en ella. Las seguí y vi que en el aula, solo un campo había desocupado, en la primera fila y en medio de dos muchachas, frente al profesor. No tuve más remedio que sentarme en ese asiento. Don Francisco seguro comprendió mi congoja y mi fachada de campesino porque me miró compasivamente y me preguntó el nombre y de dónde venía. Lo complací con entrecortada y parca respuesta y me devolvió una amable sonrisa.
Cuando terminó la lección me detuvo y me invitó a tomar un café. Ya le iba a contestar que no podía, pues mi beca era de 200 colones al mes y a pesar de ser la máxima que concedía la universidad, no podía desperdiciar ni un cinco, pero Francisco me dijo rápidamente, yo lo invito. Así fue como inicié una amistad pequeña con él. Me habló de Heredia, del Fortín y de Fabrique, de la iglesia del Carmen y de los campesinos. Le escuchaba sus imágenes flotar y llenarme de recuerdos de infancia y de vivencias de todos los días. Me atreví a decirle que yo vivía en medio de eso que él describía.
En punto de las 2 de la tarde, todos los jueves me sentaba en medio de las jóvenes que ya me guardaban el campo y escuchaba a Francisco la historia del arte llena de vivencias, filminas y charlas amenas. No creo que nadie que escuchara al maestro podría en el futuro ser indiferente al arte. Un día me solicitó que leyera el libro Anhelo de vivir de Washington Irving. Dijo que lo conseguiría en la biblioteca pero yo todavía no me había atrevido a entrar en ella. Temía que me dejara el bus y no saber qué hacer después. Un tiempo después, mis amigas de clase me llevaron con ellas y sorprendido pude contemplar esa maravilla de edificio llena de tantos libros. Antes preferí ahorrar un poco y un día tomé el bus para San Pedro más temprano y entré a la librería Universal y compré el tal Anhelo de vivir. Una semana basto para leerlo todo y nunca he podido olvidar la imagen de Vincent Willem Van Gogh, cortándose la oreja para dársela a una prostituta que la quería.
A la semana siguiente me pregunto el maestro si había leído el libro. Le respondí que sí. Entonces me subió arriba y me guió con preguntas para que expusiera a mis compañeros la vida del pintor y el con filminas iba ilustrando lo que yo casi recitaba de memoria.
Después tuve otras ocasiones de encontrarme con Francisco. Recuerdo una en la antigua casa de Alfredo González Flores, cuando se inauguró esa casa como museo. Poco antes de morir.
Pienso que nadie que haya conocido a don Francisco Amighetti, podrá olvidarlo fácilmente. La enciclopedia Wikipedia lo presenta así:
Francisco Amighetti Ruiz 1907 a 1998 , San José de Costa Rica), es un pintor costarrisense. Su trayectoria se remonta entre 1926 a 1935, donde inició sus estudios en la Academia de Bellas Artes de Costa Rica durante un año. Después hace la publicación por primera vez de su obra artística titulada "Álbum de Dibujos". Aplicada con las xilografías empiezan a aparecer en el Repertorio Americano, y que también se publica con una amplia divulgación en Latinoamérica. También fue un poeta de gran sensibilidad, el poema Lillian Edwards es un insigne ejemplo.
Entre 1987 a 1997, el museo de Arte de Costa Rica publica su obra titulada "Amighetti", después de 60 años de su trabajo artístico de Carlos Guillermo Montero. Hasta la fecha sus obras ha seguido siendo expuestas a nivel nacional e internacional, ya que también han tenido un gran reconocimiento y apoyo por la Universidad de Costa Rica (UCR), donde también fue homenajeado por su talento y trayectoria.
EN HEREDIA
En Heredia compartí horas serenas en compañía del poeta Fernando Luján. Recorríamos a pie las calles de la provincia que parecían alumbradas por lunas cautivas que colgaban de los postes eléctricos. Aquella pobreza de luz nos impedía dispersarnos, y desde nuestra concentración interior, nos empujaba a conversar de Rafael Alberti, de Salinas, de don Fabrique Gutiérrez y de Manolo Cuadra que había vuelto de Charleville de visitar la tumba de Rimbaud.
Fui a pie con Luján por los caminos que conducen a Barba en mañanas transparentes como acuarelas, donde en las cercas las espadas oscuras de los itabos acuchillaban el aire. Pasamos frente a las casas de los campesinos que trenzaban en el corredor sus canastas y que en los pilones agrietados hechos de troncos de los árboles, hacían llover los granos de café para que el viento los limpiara.
Entramos en los bosques donde habita la niebla que borra los caminos. Conversamos de la pintura japonesa, de aquellos grabados en donde Fujiyama se refleja en una taza de té, o donde el agua duerme su sueño de plata reflejando frágiles arquitecturas, o donde mujeres extraordinarias pescan perlas y abulones. O en pinturas chinas donde las cascadas suenan por todas partes, y hay rocas afiladas para herir nuestro tacto, y nieblas esfumando los contornos y pájaros marinos volando en la infinitud de la página.
En San José de la Montaña los árboles eran grises fantasmas, y en los abismos sonaban ríos invisibles. No era extraño por eso que el poeta descubriera en las voces del viento espíritus de las aguas y los bosques "a orillas de las fuentes entre los juncos y las adelfas".
El alba nacía con las campanas y la llegada de la noche se anunciaba con el ángelus. La provincia rodeada por los sembrados y la montaña, cercada por la plata de los ríos seguía siendo campesina; entraban la brisa y las cosechas, y las carretas sonaban sobre el pavimento.
Las carretas que hoy compran los turistas, no eran entonces un souvenir; formaban parte de la vida rural y completaban el paisaje costarricense. Los niños jugaban con pequeñas carretas que se vendían en los mercados para cambiarlas por otras al crecer. Nací oyéndolas y viajé en ellas, y cuando las pinté formaban parte de mi propio mundo. Las veía al lado de las tapias, frente a las pulperías y alrededor de los mercados, en Barba, en Santo Domingo, en San Joaquín y en San José. Las pinté en los ríos cuando los campesinos con las piernas metidas en el agua las cargaban de arena; en penumbra donde el sol bombardeaba la piel de los bueyes y el agua negra, llena de sombra, se manchaba de oro. En mi infancia fui a los pueblos por caminos pedregosos en donde el único vehículo colectivo era la carreta y en ella asistí a los turnos olorosos a alcohol y llenos de gritos.
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