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¡ UPE, META EL DEDO Y CHUPE!

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¡UPE, META EL DEDO Y CHUPE!

Por mucho tiempo, todos los jueves por la tarde, de cuatro a 6, solíamos don Constantino Láscaris Conmeno y yo reunirnos en una mesita de la sodita de Estudios Generales en la Universidad Nacional de Heredia. Conversábamos de diferentes temas, mientras nos tomábamos, él varias tazas de café y yo un refresco natural. Y por su puesto se fumaba medio paquete de cigarrillos.

Un día me comentó. He buscado en cuanto libro tengo, y tenía bastantes, y no he podido encontrar el origen de esa palabrilla que tanto se usa aquí, ese UPE con que suelen llamar a la puerta de las casas. Lo he escuchado en el campo y en la ciudad, a personas de escasos conocimientos y a profesores universitarios.

- Sí, su uso es muy generalizado- le dije- y yo sé una historia que te podría interesar para tu libro "Las ideas costarricenses", pues me había comentado que casi lo tenía terminado, ya había publicado "Las ideas centroamericanas". Pues la escucho, es una palabra que la usan en Centroamérica y hasta en México.

- Pues así me la contaron y así te la cuento.

Un día, por la mañana, como solía hacerlo con frecuencia, pasé al mercado central de Heredia a tomarme mi batido de crema en una famosa sodita que le decían la soda de Rafelón. Como era mi costumbre me senté solo en una mesita y pedí lo acostumbrado. Estaba esperando la crema con el tostelillo, cuando apareció un señor bastante viejo, con sombrero, muy aseadito pero de igual manera, muy viejito, tal vez unos 70 años. Se quitó el sombrero y se sentó casi a mi lado, me dio el buenos días y esperó que lo atendieran. Casi simultáneamente llegaron dos colegialas vivarachas y parlanchinas, se sentaron en una mesita contigua y llamaron la atención de los pocos comensales que ahí estábamos.

- ¿Qué voy a hacer con el profe. Ese examen está muy difícil. Saberse uno todas las maneras como se han formado las palabras? Ni que fuera uno sabia.

- ¡Ay sí, nos van a quebrar!

Más por entablar una conversación y hacer ameno el rato, me volví hacia las jovencitas y les dije:

-Sí solo las van a examinar sobre el origen de las palabras, eso es muy fácil

- Fácil, si Ud. Supiera qué enredo, que palabras compuestas, que sufijos, que prefijos. Lo que tengo en la cabeza es algo así como una sopa de letras, jajajajaja

- También me reí, pues el chiste ése me gustó. Y ya un poco serio les dije:

- -Yo soy profe de español y rápidamente les voy a solucionar el problema.

Se miraron sorprendidas y esperaron que yo continuara. Así lo hice les explique que las palabras solo se formaban de cuatro maneras: Por los sonidos y se llamaban onomatopéyicas, por sufijos y se les denominaban, derivadas, por prefijos y sufijos y recibían el nombre de parasintéticas y por último aparecían las compuestas. Rápidamente les explique cada una de las categorías y les di ejemplos de palabras formadas con cada procedimiento. Tomaron apunte, se tomaron su café y alegremente se despidieron complacidas y se marcharon al colegio a realizar la prueba de español.

Yo me disponía a tomarme mi crema, cuando el viejito de al lado, volvió su arrugado rostro, me miró un poco y me dijo, de sopetón:

-¿Ud sabe de dónde viene la palabra UPE?

- Pues sé su significado y a decir verdad me agrada mucho esa palabra, desde niño la escucho, pero...saber de dónde viene, pues debo confesarle que no lo sé.

-Pues así como me ve, viejo, ignorante pues yo sé la historia de esa palabra. Y se quedó pensativo como divagando en el tiempo.

¿Quiere saberla?

Por supuesto que sí, lo escucho. Y me acomodé frente a frente, para poderlo oír con mayor atención.

Yo vivo en una casita, con una hija, no sé si pertenece a San Lorenzo, Barba o Santa Bárbara, está cerca de un río. Ahí vivió mi padre y el padre de él. Lo cierto es que una noche, como era costumbre en esos tiempos, sentados en el corredor mi papá me contó una historia que le había contado su padre y que él siendo muy chiquillo había conocido.

Decía mi papá que en ese pueblo de la provincia de Heredia, en una casita vecina a la mía pero bastante retirada y casi en la ladera del río, entre un cafetal, vivió una viejita que se llamaba Guadalupe. Y ahí mismo la habían encontrado muerta, en un camastro, arropada con unos sacos de gangoche, sola y con la única compañía de una perrita, al pie de su lecho.

Contaba mi tata que le contaba su padre, que esa tal Guadalupe, cuando joven había sido una campesina muy bonita y pertenecía a una familia numerosa de ésas de antes, que solía como todas las muchachas de esos pueblos ir muy de mañana a coger café en la hacienda del patrón. Un día, como a las nueve de la mañana cuando los cogedores dejan esa labor y se sientan en un saco a comer su almuerzo, en el callejón, llegó un joven, hijo del hacendado y vio a la joven Guadalupe, y así no más se enamoró de ella y no descansó hasta que la hizo suya. De esos amores furtivos nació una niña. Pero el padre de Guadalupe, sin muchas explicaciones llamó a su hija y delante de su esposa le dijo:

-Coja sus chuicas y se marcha de esta casa, Ud. Ha deshonrado la familia.

La joven sin contestar palabra cogió un saquillo de gangoche, echó sus pocas pertenencias y salió de su casa con la cabeza agachada y un par de lágrimas grandotas en sus dos también enormes ojos negros. Caminó un rató y seguro quiso enjuagarse su dolorido rostro en las aguas del río cercano pues dirigió sus pasos tambaleantes hacia ese lugar. Se enjuagó la boca, exhaló unos retenidos suspiros, con su delantal se limpió su marchito rostro y levantó sus ojos hacia el sol, como queriendo buscar el calorcito del beso mañanero. Ya más serena, pudo ver entre la maleza un ranchillo que solo entre la verde vegetación abría su única puerta como invitándola a descansar. Se dirigió a él, con un empujoncito abrió una puerta sin tranca y en su rostro dolido se dibujó un simulacro de sonrisa. Entró, vio todo, y ahí se quedó. Ese sería su hogar y también cobijo de su hija que aguardaba en su vientre.

Pasaron los años, Guadalupe se fue envejeciendo, en su nueva casa, su hija fue a la escuela, hizo la primera comunión, como ella cogió café, lavó ropa ajena, limpió la casa del patrón y con más suerte se casó con un campesino y se fueron a vivir a Pérez Zeledón. Nunca más supo Guadalupe de su hija pero sabía que era feliz y los años la fueron venciendo y ya viejita no podía ganarse la vida, entonces no le quedó más remedio que salir a los pueblos vecinos y deambular durante el día por ellos y con toda humildad pedir un vasito de leche, un cafecito o un mendrugo de pan. A la noche regresaba a su rancho con su perrita, lucero y al otro día volvía a los mismos recorridos.

-Señora.

-¿Quién es? Le contestaban detrás de la puerta.

- Yo, Guadalupe.

- ¡Ah, sí, espere un momento, siéntese en la banca!

Y al rato salía la señora de la casa con un vaso de leche unos buenos pedazos de pan dulce casero y algunos otros alimentos y frutas que Guadalupe echaba en su saquito de gangoche. Una vez satisfecha su hambre, partía a otras casas, con su única compañía, Lucero y su enorme soledad.

Otro día el mismo recorrido, la misma noche, la misma soledad, hasta que fue doblándose y su voz casi no salía de su boca marchita. Ideó entonces ayudarse con un palo de café y cuando llegaba a las casa conocidas, le daba golpes a la puerta con él y a la pregunta de siempre

-¿Quién es? Respondía Guadalupe ...pero ya muy débil y cansada se fue transformando su nombre en LUPE y a los días ya solo se le escuchaba casi como un dejo la palabra que como ella se encogía cada vez más... UPE

Y la gente se acostumbró a oír después de unos golpecitos decir ¡UPE! Y pasados los días encontraron a Guadalupe...Lupe...Upe... con los ojos cerrados en su rancho, en un camastro cubierta con unos sacos de gangoche y su perrita Lucero a sus pies. Manos caritativas la enterraron sin responso en el camposanto.

A decir verdad, el señor terminó la historia, yo se lo agradecí, tomo su bordón y salió con una leve sonrisa de la soda de Rafelón y yo me quedé pensando en la viejita Guadalupe, no sin antes darle las gracias.

_Ésa es la historio Constantino. ¡Qué te pareció?

Se quedó mirándome, encendió un nuevo cigarro, le echó otra cucharada a su ya endulzado café, botó una bocanada de humo y se volvió sonriendo hacia mí y me respondió.

-Mirá Benedicto, por lo que te conozco...y te conozco muy bien...vos sos un embustero. Yo no sé si esa historia es verdadera o la inventaste vos. Pero debo aceptar que la tal historia ésa, me gustó.

LA POESÍA: ¿PROFESIÓN U OFICIO?

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LA POESÍA: ¿PROFESIÓN U OFICIO?

Adriano Corrales Arias*

 

 

 

El poeta es un ser marginal, o, para que se entienda mejor, está al margen, en la frontera. Desde la Grecia clásica se le expulsó de la Res-pública. Su oficio no está sancionado por el sistema, por eso nunca vemos en los anuncios y clasificados de los periódicos: Se necesita poeta. La empresa x requiere los servicios de un poeta. Al contrario, muchas veces los poetas deben pagar para publicar su trabajo y en los últimos tiempos de la globalización, en un descaro posmoderno inusitado, hemos visto cómo hasta se le cobra para leer. Por esa razón, y en cualquier caso, el poeta es un disidente.

Por supuesto, hay muchos versificadores que piensan que la poesía es una actividad que da prestigio y nivel de vida (aparte están las señoras y señores que ya tienen buen nivel de vida y escriben versos para ocupar su tiempo libre). Son los eternos concursantes en los certámenes de poesía, los activistas de asociaciones, editoriales, ministerios y grupos de poder que les pueden prestar "apoyo institucional" como una plataforma hacia la celebridad, la publicación, los premios y las gratificaciones editoriales. Allí, en esas agrupaciones, generan sus grupitos de amigos con el abrazo cómplice, la palmadita oportuna o el guiño sagrado para negociar puestos en juntas directivas, jurados, academias, y traficar influencias hacia el próximo premio o evento internacional, e inclusive gestionar alguna casilla en una papeleta electoral. Me apresuro a señalar que, desgraciadamente, y dadas las condiciones ya mencionadas, muchos poetas deben acudir a los certámenes como única posibilidad de publicación y de autofinanciar su trabajo. Pero, para desgracia doble de ellos, muchos de esos premios ya han sido negociados por aquellos versificadores.

Claro, el poeta es un ciudadano común y corriente. Esto es lo otro que se le escapa a mucha gente. El poeta no es un iluminado ni un maldito, nos es un ser especial solamente por el hecho de escribir poesía. Sería especial, en todo caso, por su humanidad intrínseca, es decir, por su honestidad, su insobornable entereza intelectual, su ternura, su valor, su generosidad, su solidaridad, su amistad y compañerismo, y, obviamente, por su misma poesía; valores y actitudes reñidas con la actual era de mercado donde todo se vende y se intercambia como simple mercancía. Por ello el ciudadano / poeta tiene los mismos deberes y derechos que otro ciudadano, digamos el carpintero, el carnicero, el aviador o la maestra. La diferencia esencial es en cuanto a su ocupación, a su oficio. Debe poseer la plena conciencia de que su trabajo no se vende ni se intercambia, y que para sobrevivir debe tener otra ocupación que le proporcione un salario digno, a no ser que tenga la posibilidad de un mecenas o la autoprotección económica, como nuestro gran Max Jiménez.

Ernesto Sábato dice (la cita no es exacta, pero la idea sí), refiriéndose al escritor en general, que su deber es escribir, para ello no importa que deba trabajar como obrero, como empleado de un banco o asaltar el mismo banco, pero, a toda costa, debe escribir, y escribir bien. Lo que importa es que el poeta, consciente de su labor, debe saber que la misma tiene un valor en sí misma más allá del valor de cambio y del valor de uso. Porque la poesía no es un coto privado, es una instancia, un ámbito de la vida, un espacio para compartir. He ahí su trascendencia: se escribe porque no hay otro camino más que decir y compartir con los otros mi rabia, mi odio, mi amor, mi locura. Y he ahí también su diferencia: ser poeta no es una profesión que se escoja, es una vocación que se trae, es una necesidad ontológica. Por eso en ninguna facultad del mundo ni en ningún taller literario se pueden "hacer" o graduar poetas.

La poesía es una necesidad en doble vía: el poeta necesita decir, pero también comunicar, de allí su compromiso con la palabra, porque la gente necesita de la poesía; sin poesía no se puede vivir. Igual que un arquitecto y un ingeniero, quienes deben poner todo su conocimiento y talento al servicio de la obra para que ésta sea sólida y no colapse al primer sismo, pero a su vez sea cómoda, iluminada, fresca, habitable; el poeta tiene el compromiso de entregar un producto riguroso y estéticamente bien elaborado. Ese "producto", como lo señaló Ezra Pound, es un "complejo intelectual y emotivo en un instante temporal". La presentación, o representación si se quiere, de ese complejo conlleva un arduo trabajo con el instrumento de expresión, con el lenguaje. La responsabilidad del poeta consiste en dominar a la perfección ese instrumento, como cualquier artesano u obrero calificado. Del dominio de ese instrumento dependerá esa sensación de súbita liberación, ese golpe ideológico/emocional, esa condición de repentino crecimiento que experimentamos frente a una verdadera obra de arte. Por supuesto, detrás del manejo de ese instrumento deben estar la intuición y la lucidez que conforman lo que denominamos talento. Pero bien sabemos, citando de nuevo al maestro Pound, que "la maestría en cualquier arte es obra de toda una vida".

Regresemos al principio: el poeta está al margen, en la frontera, mejor dicho, el poeta es un ser marginal, disidente. Esta definición precisa de una aclaración necesaria: ser marginal, o estar al margen, no significa necesariamente estar en precario, o en la extrema pobreza, como podría pensarse, aunque muchos grandes poetas lo estuvieron y lo siguen estando. El significado que tiene dentro de esta concepción es que el poeta no está en el meollo del asunto. El meollo del asunto, ya lo apuntamos, son las grandes editoriales, los premios y reconocimientos, las portadas de revistas y periódicos, las cátedras universitarias, las asesorías de prensa, las becas internacionales, los cargos diplomáticos, los reacomodos en juntas directivas y en instituciones gubernamentales, etc. Y cuando le otorgan un premio, si es que se lo otorgan, o lo becan con un puesto diplomático, o con un espacio académico, sabe perfectamente que lo hacen para controlarlo más de cerca, o para cooptarlo, y seguramente utilizará esos recursos para conocer mejor las entrañas del monstruo y, por supuesto, para mayor tranquilidad de su obra. El poeta sabe, aunque a veces intuitivamente, que el sistema, sin quererlo, crea cuervos.

En fin, el poeta no está en el centro de la pantalla ni en el clic de la fotografía. Pero no estar en el centro le permite una visión periférica que le abre el panorama ampliamente. Estar al margen le permite deambular por los círculos del poder sin comprometerse con los príncipes, ni recoger migajas del pastel; le permite entrar y salir a las agrupaciones, academias, empresas e instituciones, diciendo lo que debe decir con la frente en alto porque no vende ni compra nada, es decir, no le debe nada a nadie, a no ser a su propia conciencia. Estar en la frontera es el privilegio de tomarle el pulso al trasiego de su gente, al tráfico de imágenes y conflictos inéditos, al tráfago de los sueños y esperanzas de los excluidos, hasta ahora, como él. Pero igual le permite reconocerse en los demás, en quienes también, desde la periferia, buscan un sitio más digno y humano dentro del sistema, en quienes impugnan la servidumbre y el aparato de "vigilar y castigar". Y con ellos se solidariza y aprende que la poesía es vida haciéndose historia. Y por eso asume con luz propia la voz ajena y la hace suya, es decir, del otro, de los otros. Y si es necesario levanta barricadas para defender esa voz colectiva. Y dispara palabras como el camarada máuser. Así el poeta, desde la periferia, también es un franco-tirador.

*Escritor y poeta costarricense.

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