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Qué pasará el día que se me arrugue el pellejo. Cuento de Diego López

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Diego Lopez

Qué pasará el día que se me arrugue el pellejo

Llegó desde muy lejos, no traía consigo pasados, ni historias. Solo la belleza de sus veinte años, el aroma fresco que avivaba las feromonas, de los buitres que mueren de sed, por la lujuria fresca, presa de aquella inocencia.

No tardó mucho en instalarse, encontrar un bonito empleo, ganarse el pan de cada día y conocer la ciudad; que le había prometido el olvido truhán de su pasado. Al poco tiempo descubrió los bares, la economía que se puede encontrar con la disposición, la buena conducta y la sonrisa coqueta.

Probó el matiz del vodka, sintiendo un trémulo de sensaciones, que la inhibición le otorgaba, haciendo que su cuerpo se entregara a la perfidia del sudor, concediendo a los hombres adinerados, los excesos y el placer. Recibiendo de manera anónima premios y recompensas por sus favores.

Pronto dejó el trabajo. A los días ya no tenía que pagar por los tragos. El dinero recibido, por sus esfuerzos, lo cambiaba, por lociones que despertaran los espíritus, prendas que enseñaran y disfrazaran los aranceles de su nueva profesión, haciéndola verse en el espejo con elegancia y actitud.

Se olvidó de los consejos de mamá y los sermones de papá. Descubrió que en medio de sus contornos, estaba el porvenir. Sus ideales y principios se convirtieron en una pérdida de tiempo. Logró mantener fuera de su estrategia, al corazón. Algunos cuentan que ella se sintió vivir.

Nunca tuvo tiempo para enamorarse, como buena depredadora, sabía elegir bien su presa. El dinero, la elegancia, la opulencia, era lo que necesitaba, su cuerpo, para el permiso de la seducción. No era cualquiera el invitado para el régimen, pocos fueron los benditos dueños de sus placeres.

Fue así que les prohibía a sus amantes que se enamoraran. Las barras de los bares, cada noche se veían más empapadas, por los llantos masculinos, causados, por las falacias de su amor.

Crecía, cada vez, el inventario de divorcios, rompimientos, infidelidades y empobrecimientos de sus víctimas, sin que tan siquiera la culpa le rozara el corazón. No tenía tiempo para sentir remordimiento. El tiempo se malgasta con el amor, profetizaba, mientras se vestía, y algún desesperado ebrio de amor, le proponía la felicidad eterna de los mortales, en medio de lágrimas.

Nadie logro conmoverla. Tampoco el tipo aquél que en su desesperación, desfloró sus venas, intentando demostrar de manera estúpida, la valentía del sacrificio, a la que estaría dispuesto, por perpetuar, aquellos momentos de gloria al lado de sus labios; los más venenosos que hayan visitado la ciudad de Volver.

Abogados perdieron sus casos, arquitectos derrumbaron sus construcciones, sacerdotes perdonaron sus pecados, profesores la graduaron en sus dotes. Eso era apenas una pequeña lista de las maniobras que lograron sus placeres. Sin olvidar el cirujano, que le puso a manera de premio, aquellos grandes senos, falsos pero exquisitos, que al final se convirtieron en el arquetipo de la autoestima.

Crecía cada día, la lista de los caídos en batalla; por la perdurable de aquellos momentos. Relámpagos que se sumergían en sensaciones, que muchos compararon con la muerte misma, la gloria y la felicidad. Incontables prefirieron ese destino antes que se resinaran a la realidad, de que aquello no era más que un servicio. Esos lapsos se resumían en poco tiempo y mucho dinero.

Los matrimonios quedaban huérfanos ante la impotencia; que el amor muriera en las manos de la seducción más peligrosa que la belleza haya creado.

Para ese entonces, ella tenía un apartamento lleno de lujos, con una agenda llena de noches y ni un solo amigo. Se le escuchaba contar a sus confidentes -que éramos sus cantineros- que no necesitaba de ningún tipo de paradigma, que no tenia más amiga que su vagina, más futuro que su placer, más estrato social que su popularidad.

Los principios los dejé al lado del árbol de guayaba de mi pueblo, que ya olvidé. Acá aprendí de elegancia y abundancia. Encontrando en ellas el mejor de los maridos, el mejor de los guardianes, el más fiel, el amante más semental, el que nunca me abandonara, mi príncipe azul, muchachos les presento, a mi esposo, mi eterno amor; El señor dinero.

Dijo -mientras sacaba un puñado de billetes para pagar sus tragos. El cantinero que la escuchaba, no recibió el dinero. Lo rechazó con un gesto de plegaria; para que ella, la de duro corazón, al menos le pasara por la cabeza, la idea de desfilar un momento por los barrios bajos, eligiéndolo a él para una de sus noches de placer. Obviamente eso nunca ocurrió.

Pasó mucho tiempo. Fueron numerosos los años en que su vagina fue su cuenta bancaria y el atractivo, el dogma de su cuerpo. Crecía acelerado el castillo, con bloques de la erección de los más pudientes. Desapercibidamente llegaba a su corazón, un sabor amargo de impotencia, algunas tarde la soledad ya tocaba su puerta. Sin aviso la invadía el recuerdo de aquel árbol de guayaba, donde de niña jugaba.

Al verse en el centro de un gran temor, que amenazaba su falsa felicidad y sin tener la valentías de afrontarlo. Se fue poco a poco sumergiendo en el consuelo que le traía consigo, las botellas llenas de vodka. Salía a pasear, con su elegancia añejada.

En un abrir y cerrar de ojos, se dio cuenta, que ya no eran tantos los hombres que se morían a sus pies. Cada día era más difícil el arduo camino de la recompensa. El olor de su piel ya no era tan fresco. Sus ojos en las noches malas, se entristecían y empezaba a temer por su irresponsabilidad. Pero antes que este sentimiento le invadiera por completo, ella se dejaba anestesiar, por vodka, más vodka y más vodka.

Sus resacas las pasaba envejeciendo. La rondaba aquel enemigo, que nunca le avisó que la tenia presa, esclava de su imperdonable paso, aquel vil que duró estaciones sin poseerla, el mismo que la llevó de a poco y con engaños a su estado. El, tiempo que pasó muy lento para su ambición, pero veloz para su felicidad. Tiempo que le trajo a su lugar, los recuerdos, la soledad, la tristeza y aquel torrente de lágrimas que una mañana la invadió y le calcinó sus mejillas, que le pateó su orgullo, que arrebató el poder de aquella que de un día a otro se sintió débil, sin ninguna explicación.

El licor le vendió sus lujos, el hambre la dejó en los huesos. El destino cumplió su parte del trato. El pasar de los años le trajo tristeza, eran más frecuentes los recuerdos de mamá, papá y su infancia. Cambió su apartamento por el descuidado cuarto de una pensión.

Su sexo ya no era parte de los pudientes, sino de cualquiera que le diera al menos una botella de alivio. El silicón de sus senos sintió el paso de la época y se derrumbó de sus alturas.

Se sentó una noche en la barra de Piano Bar, delante del mismo cantinero que había rogado por ella alguna vez. Ordenó el trago de la compasión y cuentan que se le escuchó lamentar el paso del tiempo, maldijo con todas sus fuerzas aquella falsa elegancia. Brindaba por cada uno de los nombres de sus amantes más cotizados, lloró al no tener amigos y dijo mil veces que nadie la había querido. Nunca se dio la tarea de recordar de todos los que perecieron en ese intento de amarla.

A la hora de pagar la cuenta, aquél que algún día deseó morir en sus placeres, le cobró la cuenta completa. Ella se ofreció al arreglo del bajo precio, el cantinero al ver lo marchito de su pellejo y lo flaco de sus huesos, la rechazó, con más lástima que respeto.

Una lagrima rodó por su mejilla, sonrió acongojada, tiró un beso coqueto como en los viejos tiempos, se marchó y se entregó en los brazos de un indigente, que de pago de un sexo sucio, le ofreció compartir una botella de alcohol para fricciones y los cartones que les servirían de colchón.

Si aún le quedaba algo por perder, eran las últimas gotas de dignidad; y las perdió, a lo mismo que su cuarto de pensión. Se trasladó con la familia de la indigencia, el crack y los cartones. Comía esta de vez de los basureros en los restaurantes, y dormía bajo las estrellas con bolsas de basura como cobijas. Vendía su cuerpo a los indigentes mal olientes, a cambio de un sorbo de aquel alcohol que usaban los enfermeros. Era víctima de los golpes y abusos, del maltrato y la soledad, del hambre la sed y la perdición.

Una tarde coincidió con uno de sus ex amantes, el mismo que se habían intentado matar por su amor, él le sugirió una paga como en los viejos tiempos, los brazos cortados la abrazaron y la llevó al motel más lujoso de la ciudad.

Al entrar en medio de todo aquel lujo, la invadió una golpiza de reclamos y golpes que la tendieron en el piso, fue ultrajada en el charco de su propia sangre, ese sexo perverso, lascivo y sangriento la dejo en plena inconsciencia. Despertó y solo halló un basurero metálico y las cenizas de lo que fueron sus ropas, al lado una nota que decía, "esto es lo que vales, este es el precio por haber acabado en un pasado con mi vida".

Se levantó, caminó hasta el espejo, quiso verse a los ojos y no pudo. Fue cuando en el lavatorio encontró una hoja de afeitar filosa y olvidada. La tomó, y la puso en su muñeca, empujándola con fuerza, dejando que la sangre que salía a borbotones se mezclara con el agua que corría. Caminó hasta aquel lujoso jacuzzi de mármol, miró uno a uno todos los lujos de aquella habitación, recordando la opulencia de sus años mozos, y sonrió. Recordó a sus padres y la hamaca de su árbol de guayaba; pero no se arrepintió. Cerró los ojos y se dejó desvanecer en el jacuzzi que estaba en medio de aquel montón de lujos, y recordó que así había querido vivir toda la vida.

Se fue sumergiendo en un sueño eterno, mientras sonreía y pensaba. "nunca me pregunté en mi juventud, qué pasará el día que se me arrugue el pellejo"... en un suspiro y con la sonrisa en su boca, murió.

Diego López, nació en la ciudad de San Ramón de Alajuela el 17 de julio del año de 1980. En esa ciudad hizo sus estudios primarios y secundarios que no concluyó. A los 14 años inició con la guitarra de manera empírica y esa actividad lo condujo a la composición de letras que eran más poesía que música.

A pesar de durar 8 años en la secundaria, nunca se graduó como bachiller pues prevaleció el interés de escribir poesía al tedio de un sistema educativo muy superficial para sus anhelos.

Ha realizado algunos intentos en el género novelístico desde el año 2002 pero termina, a escribiendo prosa poética, poemas o canciones. No es sino hasta hace tres años que se dedica a incursionar en el cuento con mucho entusiasmo.

Muchos de los escritos (cuentos, poemas, canciones, letras) están a disposición en su blog personal. http://volverunpueblo.wordpress.com/

Unos días. El librero que leía a Melville

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                                                           Ana Espindola

El librero que leía a Melville

El camarero vacía con lentitud el cenicero repleto y también lo hace con el día. El agotamiento es visible es sus manos ajadas, antiguas. Las arrugas de su chaqueta, son una prolongación de los surcos que marcan sus mejillas. Se despoja de la misma y también lo hace del ajetreo, de los clientes airados, de las horas interminables. Apretando los dientes, camina entre las mesas. Se aleja sin decir adiós. El sol de agosto le estalla en la cara, cuando la acera le da la bienvenida. Respira tan profundo que nota dolor en los pulmones. Los pies le están matando. Camina por una calle tan invadida por personas, que parece un hormiguero. Un autobús frena en seco y los pasajeros bambolean sus cuerpos, sin tiempo a sujetarse. Una leve sonrisa aparece en su rostro, al pensar en la variedad de insultos que recibiría el chófer. La ciudad emite sonidos. Gime, grita, murmura. Se queja, esclavizada. Fermín algunas veces la oye y agudiza el oído. Pero no entiende nada. Cuando oye las risas escandalosas de dos adolescentes, se da cuenta que está frente a una tienda de ropa interior femenina. Se aleja avergonzado. Comprende que la brecha generacional es insalvable, cuando otro adolescente desaliñado, pasa a su lado y le da un empellón sin siquiera disculparse. Se encoge de hombros y los años se acomodan bajo su nuca de cabellos grises, ralos. Aprovechando el semáforo en verde, cruza al otro lado de la avenida. Mira su reloj de correa gastada. Las 17:05 horas. Cinco minutos. Cinco minutos, repite y avanza con paso rápido. No mira los escaparates. Sabe lo que allí verá reflejado y sonríe. Introduce una mano en el bolsillo del pantalón y aprieta el sobre amarillo, que late entre sus dedos. Un latigazo de placer recorre su cuerpo delgado. Algo parecido a un orgasmo solitario. El tintineo electrónico hizo que el hombre levantara la vista, alguien había entrado a la tienda. Señalando la página con un doblez simétrico, dejó de leer. El viejo Melville, tendría que esperar unos minutos. Ahí estaba. El mismo joven que todas las tardes aparecía por su vieja librería. Se saludaron con una amplia sonrisa. En seis meses habían establecido una relación donde las palabras sobraban. El librero lo siguió con la mirada, sintiendo envidia de la juventud del muchacho. Devoraba las horas al igual que los libros. Era un buen lector y mejor comprador. Fermín, aspirando el olor de los libros antiguos, observa sus manos. Jóvenes y libres al fin. Acaricia el sobre amarillo y sonríe. Dentro no hay nada. Nunca hubo nada.

 

Ana Espindola. Nació y creció en Argentina pero pero muy joven se trasladó a vivir a Madrid, España. Tiene la doble nacionalidad. Obtuvo el Diplomado en la Escuela de Enfermería. Habla inglés, francés e italiano. Es al igual que su padre una lectora consuetudinaria de los grandes autores clásicos y modernos. Desde muy niña escribe poesía, cuento y algunas prosas poéticas sobre el paisaje español. 

 

Gustavo Armando Obando Vargas. Eterna. Novela de ciencia ficción

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Gustavo Zéf

 GUSTAVO A. OBANDO VARGAS

(1987)

 

Gustavo Armando Obando Vargas nació en San José, el día 13 de marzo del año 1987. Sus primeros estudios los realizó en la Escuela Joaquín García Monge. Luego ingresó al Colegio Calasanz, Colegio Científico Costarricense de San Pedro de Montes de Oca, donde concluyó la educación preuniversitaria. Una vez concluida con éxito la secundaria ingresó a la Universidad de Costa Rica donde obtuvo el bachiller en Ingeniería Eléctrica, y la Licenciatura en la misma especialidad con énfasis en Sistemas de Potencia. Es ingeniero eléctrico.

 

Desde adolescente le ha gustado leer literatura relacionada con la ciencia ficción y subgéneros maravillosos así como de fantasía histórica y romances en general.

 

 

LO QUE HA ESCRITO GUSTAVO ARMANDO OBANDO VARGAS

 

NOVELA

 

1. Eterna: 2010

 

Esta novela Eterna1 es la primera que escribe el joven Gustavo y la publicó en el año 2010.

 

Por ahora solo pondré una vista de la novela y luego haré el comentario de rigor.

 

 

Novela costarricense. Ciencia ficción. Fantasía. Épica. Denuncia social. En una época ubicada aproximadamente 7 siglos en el futuro, "Eterna" es la historia del joven Seith Ómakronn, un guerrero humano perteneciente a la Cofradía del Grifo, en cuyas manos han quedado los restos de un antiguo amuleto cuya historia podría remontarse centurias atrás, cuando una fuerza cósmica desconocida por poco llegó a consumir al universo tal y como lo conocemos... El libro en sí busca entretener y envolver al lector, al mismo tiempo que intenta hacerle recordar ciertas verdades cósmicas que, por lo visto, al ser humano le son muy fáciles del olvidar.



1 Obando Vargas Armando. Eterna. Ed. Privada,   San José,  2010.

La mentirosa muerte. Cuento

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LA MENTIROSA MUERTE

 

 

Era una casa misteriosa. Nunca se veían personas entrar ni salir en ella. De madera pero elegante y solariega, se distinguía camino al cementerio. Los gemelos que hacían los mandados y se ocupaban de los trabajos del solar, contaban con discreción que solo vivían dos mujeres, una anciana muy vieja y una joven, su hija, llamada Sofía, que pasaba de los veinte años.

La casa, a pesar de contar con varias y grandes ventanas era oscura, pues tanto ellas como las puertas permanecían cerradas. Decía Gerardo, uno de los gemelos que la cocina era espaciosa, lo mismo que la sala y con un aposento cerrado que alguna vez fue estudio y biblioteca y que en sus paredes colgaban cuadros de seres tétricos y deformes. Y si se bajaba al sótano podría encontrarse toda clase de máquinas viejas, sin uso y desgastadas, hasta un pilón de sacar café con su mazo.

La señora Vetancour, no salía ni al corredor y se pasaba el día tejiendo o leyendo unos libros rojizos de pasta gruesa que parecían  misales de iglesia.

La joven Sofía tenía un semblante triste y solo salía al corredor de atrás a recibir un poco de sol mañanero; leía también pero libros de Julio Verne, novelas amorosas y de aventuras.

Juan, el otro gemelo contaba que la señora tuvo dos hijos gemelos, Damián y Ruperto, cuando su esposo vivía pero que murieron en un accidente automovilístico. Iban de paseo a Puntarenas cuando les salió un carro de las sombras y chocó de frente con ellos. Ambos murieron y solo se salvó la niña Sofía. Que desde ese momento, en ciertos períodos se desvanecía y solo regresaba a su conciencia, momentos después. Esa era la razón por la que nunca podía estar sola y prefería quedarse en la casa por el temor de perder la conciencia de un momento a otro. Muchos fueron los médicos que la vieron pero no pudieron curar su mal. Fue su misma madre la que le enseñó las primeras letras y la educación general.

Gerardo la oía llorar con frecuencia y mirar por los barrotes de la ventana de atrás con una mirada lánguida como queriendo descubrir una luz que le alumbrara su oscuro existir. Secaba sus hermosos ojos y regresaba a su hamaca a leer y más leer. La tristeza anidaba en esa casa y se respiraba al entrar.

Un día Sofía no se levantó y su madre la acompañó en su lecho hasta que llegó el doctor. Sofía no podía hablar y respiraba con dificultad, estaba pálida y su mirada divagaba en la habitación como queriendo encontrar un rayo de luz.

Su corazón está muy débil, le comentó a la madre. Es como si deseara emprender un largo viaje pero se resiste. No la deje sola. Le puso una inyección y dejó unas píldoras para que le dieran después de las comidas.

Tres días fue el tiempo que le tomó a Sofía para desvanecerse una vez más pero en esta ocasión el médico afirmó que ya no regresaría del viaje. No hubo llantos, ni ceremonias. El médico extendió el dictamen y la señora Vetancour llamó a los gemelos y les ordenó que por la tarde llevaran a Sofía al cementerio cercano y la depositaran en una bóveda que había cerca de la entrada. Y les dio las señas que los gemelos no necesitaban porque desde niños la conocían. Ahí solían esconderse de sus amigos, bajaban una escalerilla y se mantenían por largo tiempo sin que pudieran encontrarlos. Recordaron que en el fondo, al centro estaban escritos dos nombres juntos Damián y Ruperto y un nicho abierto. Ahí se les ordenó colocar el cadáver de Sofía, teniendo cuidado de que su cabeza quedara para afuera.

Al ser las cinco de la tarde tomaron el cuerpo de Sofía, lo pusieron en una langarilla y se la llevaron para el cementerio. Cuando llegaron Gerardo bajó las escaleras y recibió el cuerpo de la joven, mientras Juan bajaba y entre los dos la metieron de pies en el hueco horizontal. Salieron a recoger una tabla para cerrar el nicho, cuando, de repente, sin percatarse de lo que pasaba, vieron salir de la tumba a una joven vestida de blanco que pasaba junto a ellos, como una exhalación. Sin habla y pálidos del terror miraron a la vez el hueco vacío donde recientemente habían colocado a Sofía. Clavaron la tabla en la boca de la abertura y temblando regresaron a la casa de la señora Vinocour. Esta les pagó por el trabajo y nunca más volvieron a esa mansión. Todavía hoy algunos vecinos aseguran que al atardecer suelen ver salir del cementerio una joven vestida de blanco y desaparecer en los cafetales vecinos.

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