LA MENTIROSA MUERTE
Era una casa misteriosa. Nunca se veían personas entrar ni salir en ella. De madera pero elegante y solariega, se distinguía camino al cementerio. Los gemelos que hacían los mandados y se ocupaban de los trabajos del solar, contaban con discreción que solo vivían dos mujeres, una anciana muy vieja y una joven, su hija, llamada Sofía, que pasaba de los veinte años.
La casa, a pesar de contar con varias y grandes ventanas era oscura, pues tanto ellas como las puertas permanecían cerradas. Decía Gerardo, uno de los gemelos que la cocina era espaciosa, lo mismo que la sala y con un aposento cerrado que alguna vez fue estudio y biblioteca y que en sus paredes colgaban cuadros de seres tétricos y deformes. Y si se bajaba al sótano podría encontrarse toda clase de máquinas viejas, sin uso y desgastadas, hasta un pilón de sacar café con su mazo.
La señora Vetancour, no salía ni al corredor y se pasaba el día tejiendo o leyendo unos libros rojizos de pasta gruesa que parecían misales de iglesia.
La joven Sofía tenía un semblante triste y solo salía al corredor de atrás a recibir un poco de sol mañanero; leía también pero libros de Julio Verne, novelas amorosas y de aventuras.
Juan, el otro gemelo contaba que la señora tuvo dos hijos gemelos, Damián y Ruperto, cuando su esposo vivía pero que murieron en un accidente automovilístico. Iban de paseo a Puntarenas cuando les salió un carro de las sombras y chocó de frente con ellos. Ambos murieron y solo se salvó la niña Sofía. Que desde ese momento, en ciertos períodos se desvanecía y solo regresaba a su conciencia, momentos después. Esa era la razón por la que nunca podía estar sola y prefería quedarse en la casa por el temor de perder la conciencia de un momento a otro. Muchos fueron los médicos que la vieron pero no pudieron curar su mal. Fue su misma madre la que le enseñó las primeras letras y la educación general.
Gerardo la oía llorar con frecuencia y mirar por los barrotes de la ventana de atrás con una mirada lánguida como queriendo descubrir una luz que le alumbrara su oscuro existir. Secaba sus hermosos ojos y regresaba a su hamaca a leer y más leer. La tristeza anidaba en esa casa y se respiraba al entrar.
Un día Sofía no se levantó y su madre la acompañó en su lecho hasta que llegó el doctor. Sofía no podía hablar y respiraba con dificultad, estaba pálida y su mirada divagaba en la habitación como queriendo encontrar un rayo de luz.
Su corazón está muy débil, le comentó a la madre. Es como si deseara emprender un largo viaje pero se resiste. No la deje sola. Le puso una inyección y dejó unas píldoras para que le dieran después de las comidas.
Tres días fue el tiempo que le tomó a Sofía para desvanecerse una vez más pero en esta ocasión el médico afirmó que ya no regresaría del viaje. No hubo llantos, ni ceremonias. El médico extendió el dictamen y la señora Vetancour llamó a los gemelos y les ordenó que por la tarde llevaran a Sofía al cementerio cercano y la depositaran en una bóveda que había cerca de la entrada. Y les dio las señas que los gemelos no necesitaban porque desde niños la conocían. Ahí solían esconderse de sus amigos, bajaban una escalerilla y se mantenían por largo tiempo sin que pudieran encontrarlos. Recordaron que en el fondo, al centro estaban escritos dos nombres juntos Damián y Ruperto y un nicho abierto. Ahí se les ordenó colocar el cadáver de Sofía, teniendo cuidado de que su cabeza quedara para afuera.
Al ser las cinco de la tarde tomaron el cuerpo de Sofía, lo pusieron en una langarilla y se la llevaron para el cementerio. Cuando llegaron Gerardo bajó las escaleras y recibió el cuerpo de la joven, mientras Juan bajaba y entre los dos la metieron de pies en el hueco horizontal. Salieron a recoger una tabla para cerrar el nicho, cuando, de repente, sin percatarse de lo que pasaba, vieron salir de la tumba a una joven vestida de blanco que pasaba junto a ellos, como una exhalación. Sin habla y pálidos del terror miraron a la vez el hueco vacío donde recientemente habían colocado a Sofía. Clavaron la tabla en la boca de la abertura y temblando regresaron a la casa de la señora Vinocour. Esta les pagó por el trabajo y nunca más volvieron a esa mansión. Todavía hoy algunos vecinos aseguran que al atardecer suelen ver salir del cementerio una joven vestida de blanco y desaparecer en los cafetales vecinos.
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