LA SONÁMBULA DEL PIRRO
Por: Manuel Argüello Mora
Dedicado a su hija política Doña Clemencia de Argüello de Vars y al Sr. Cleto González Víquez
El día que la vi por primera vez, sentí que una ráfaga de luz iluminaba todo mi ser, y dudé si en verdad había vivido antes, o si aquel momento era el primero de mi existencia.
Los cafetales que rodean a Heredia, la ciudad simpática, habían florecido aquella mañana, y el suave perfume que sus blancas flores despedían, aumentaba la dulce embriaguez que consigo trae el amor primero.
Sí, es el primer amor néctar divino que solo una vez es dado paladear al mísero rey del mundo; pero cuyo recuerdo colora de rosa el cielo de la juventud y nos sirve luego de bálsamo que calma y arrulla la edad postrera.
Paulina tenía entonces quince años. Vivía olvidada, como diamante escondido en aquel hermoso paisaje.
Su casa, igual a otras muchas de su género, tenía un corredor dos varas más alto que el suelo de la calle, al cual se llegaba por ocho gradas de piedra.
Los padres de Paulina eran bastante acomodados. En el patio, al norte del corredor, ordeñaban todas las mañanas un hato de vacas cuya leche se destinaba a la venta en la capital. Hacia el sur se hallaban dos grandes galerones: el de las carretas, que al propio tiempo servía de granero, y en que sesteaban los bueyes a las horas del sol ardiente.
Paulina ordeñaba algunas vacas; y pasaba el día arreglando la casa, en la costura o leyendo el Año Cristiano. Novelas, periódicos y demás obras mundanas, no las conocía.
Y sin embargo de esta vida pastoral y sin emociones, todo en ella era extraordinario y fantástico. En medio del alborozo de una fiesta, se la sorprendía triste y con la mirada fija en un punto del cielo o del azul horizonte. Cuando se le llamaba la atención en medio de esa especie de éxtasis, aparentaba reír y hablar como todas las demás; pero al menor descuido de las personas que la rodeaban, volvía como atraída por una fuerza irresistible, a buscar en el diáfano firmamento, el desconocido objeto que embargaba su alma.
No sé si los demás hombres están organizados como yo; pero sí puedo afirmar que a todos nos cautiva lo misterioso y lo desconocido, cuando el misterio anida en el corazón de una mujer joven y bonita.
Es lo cierto que desde que conocí a Paulina, no vi en la tierra y en el cielo más que su suave y poética figura, no oí otra música que su voz, ni en mi pecho cupo otra pasión que la de su amor ilimitado.
En cuanto a mí se refiere, sepa el lector que yo era un muchacho de veinte años; mal estudiante y ardiente amigo de mis amigos. El espejo, cuando ante él me detenía, reflejaba una figura pasable; y mi conciencia me decía que no era tonto. En una palabra: era un joven como hay muchos, aventajando a los demás de la provincia solamente en cuanto era más pródigo, más vano y más calavera.
Aunque Paulina no me había mostrado preferencia, ni dado prueba siquiera de ser correspondido, jamás dudé de su amor, porque en mi cabeza no cabía el pensamiento de que una mujer de tal modo adorada, pudiera no incendiarse en las llamas que había producido.
Así pasaron algunos meses, que me parecieron minutos. Yo la veía todas las tardes cuando salía al corredor acompañada de sus padres. Creo que un siglo hubiera transcurrido, sin notarlo, según era de inmensa mi felicidad: las horas que no pasaba cerca de ella, paladeaba el placer de haberla visto, de haber oído su voz encantadora o de haber sentido su perfumado aliento.
Una noche vagaba por las orillas del Pirro, de ese riachuelo lleno de caprichosas sinuosidades, que riega y refresca la parte oriental de la ciudad de Heredia. La luna iluminaba con su luz melancólica, el agua que corría silenciosamente. Eran las dos de la madrugada; pensaba en ella como de costumbre. Un leve ruido llamó mi atención hacia el camino real. Desde abajo, en donde me encontraba, vi destacarse el bulto de una mujer...Corro a la curva donde se cruzan la carretera y los rieles del ferrocarril y...¡oh sorpresa!, veo a Paulina, envuelta en una sábana o sudario blanco. La precedía un hombre de alto cuerpo, vestido de negro, que la volvía a ver cada instante y a quien ella le hacía señas como llamándolo. De tal manera la atraía aquel maldito amante (pues no podía ser otra cosa), que no se dignó mirarme siquiera. La llamé por su nombre; y no me contestó ni detuvo su andar...
¿Qué pasó por mi mente, en las cuatro horas que siguieron a aquel terrible momento? No lo sé; matar, asesinar a aquel hombre; derramar su sangre gota a gota ; retorcer su corazón entre mis manos...eso era poco.
Cuando me decidí a acabar con él, ya habían desaparecido ambos y no pude averiguar el rumbo que habían seguido. El sol, me sorprendió anonadado, sin poder darme razón del lugar en que me encontraba y del motivo porque estaba allí, en ese Pirro que antes susurraba tan dulcemente, y que ahora me parecía un río de sangre.
A las siete de la mañana me dirigí a la casa de Paulina, y la encontré ordeñando sus vacas. Me recibió con la serenidad de los ángeles, y con sonrisa cándida me ofreció un vaso de leche.
-¿Qué tal noche ha pasado, Paulina?
-Como siempre, muy buena, Carlos. ¿Y usted?
-Mala como nunca. Pero, ¿puede saberse sin indiscreción, por donde salió anoche una persona de esta casa?
-Puedo asegurarle que nadie ha salido anoche, pues mi padre antes de recogerse cierra con llave las puertas que dan a la calle.
-Pero usted tendrá buen cuidado de tomar una de esas llaves. Cuando su papá duerme...
-No comprendo su broma, Carlos; mas, ¿qué tiene usted hoy? Su semblante es el de un cadáver, su tono, no es el habitual, ¿qué le sucede?
-Nada nuevo, señorita, veo que usted es tan falsa de día como de noche.
Este insulto me pareció aún muy poca cosa. Abismado me tenía la frescura de aquella niña, cuya corrupción, según lo visto, no tenía límites. ¿Cómo es posible tanta doblez en tan temprana edad? Mis últimas palabras parecieron afligirla y dos lágrimas bajaron como gotas del rocío por sus mejillas.
Me ofreció la mano y me dijo:
-Adiós Carlos; usted está enfermo, cuídese; su fisonomía no es la de siempre, adiós.
Y aquel aborto del vicio se retiró a su cuarto, dejándome lleno de furor, y...¡miserable de mí!, más enamorado que nunca.
*
La noche siguiente, esperé en la obscuridad, frente a su casa. A la una y media de la noche, vi sobre una tapia el perfil de Paulina y su sombra dibujarse en la pared interior de la casa. Una vez de pie sobre la tapia, la descarriada criatura colocó un madero, en plano inclinado, entre el suelo de la calle y lo más alto del muro. Por ese plano bajó la pérfida mujer, y ligera como una gacela, corrió hacia la calle que atraviesa la línea férrea. La seguí casi corriendo. Llegó a la estación, y continuó hasta bajar la cuesta que conduce a Pirro. El misterioso personaje vestido de negro la esperaba oculto tras una cerca de la carretera. Paulina no hizo caso de su compañero y continuó su camino. El hombre del negro vestido la siguió, pero, ¿cosa inexplicable!, procuraba esconderse de Paulina. Más bien parecía en acecho, como observando su conducta, temeroso de ser sorprendido. Así caminamos juntos sin dejarnos ver el uno del otro. De repente un rayo de luna hizo que Paulina distinguiera a mi desconocido y sin titubear se dirigió a él, y en voz apenas inteligible pronunció dos o tres veces el nombre de Carlos..."Carlos, me dije, Carlos se llama también el que me roba mi amor y mi vida; que mueran pues él y ella y que la tumba cubra para siempre esa maldita pareja que así se burla de mi desesperación y de mi estúpido amor". Saqué un revólver que había preparado cuidadosamente, y en un momento de delirio y de celos iba a disparar a quemarropa sobre aquellos desgraciados; pero la nube que cubría mi espíritu desapareció por un momento y en vez de tirar del gatillo, desmonté el revólver y eché a correr...sin saber para donde. Pedí un vaso de ron y lo apuré de un sorbo. Poco acostumbrado a tomar licores espirituosos, se apoderó de mí una especie de rabia, luego vi pasar todas las escenas de la vida plácida e inocente de Paulina, y un raudal de lágrimas brotó de mis ojos...
El día siguiente, me marché para Cartago. Nunca olvidaré aquel triste día en que abandoné mi ciudad natal. Tomé el tren de las nueve de la mañana. Llovía un fuerte aguacero, y el cielo estaba cubierto de nubarrones negros como lo estaba mi alma.
Al pasar por Santo Domingo, subió al tren un anciano en estado de embriaguez, quien una vez acomodado en su asiento, empezó a sonreír y hablar solo. Entre otras cosas decía: "Aguardiente divino...guaro misericordioso, ¿qué sería de mí si no existiera?...Los males se olvidan...y los bienes parecen mejores de lo que son..."
El genio del mal no podía encontrar mejor ocasión para enseñorearse de un hombre. Desde que me instalé en Cartago, empecé a poner en práctica la medicina que recetó el anciano de Santo Domingo. Antes de almuerzo comenzaba a beber para olvidar el pasado, y en la noche seguía bebiendo para perder el miedo a mi destino futuro, que mi mente enferma me pintaba tan espantoso.
Así pasé un año. Mas la receta del viejo del tren no producía el efecto deseado.¡cuánto se engaña el que del licor espera el olvido! La herida de mi corazón sangraba cada día con más fuerza, y mi existencia me pesaba de tal modo, que decidí concluir con ese tormento.
La embriaguez casi continua en que vivía, me sumió en un estado tal de degradación, que mis mejores amigos se alejaron de mí. Mi nariz roja y una obesidad que cada día aumentaba, me convirtieron en un ente repugnante.
*
Una mañana tomé el tren para Heredia y para animarme en el terrible camino del crimen apuré una cantidad de licor bastante a incendiarme la sangre y hacer de mí un animal rabioso. Pasé el día encerrado en casa de un conocido y en la noche me aposté frente a la casa de Paulina. La oscuridad era profunda y apenas se podía distinguir los objetos blancos o de color claro.
A las dos de la madrugada apareció sobre la tapia la niña maldita que causaba todos mis males. Esta vez no bajó sino que saltó al suelo, y sin ruido casi, empezó a andar dirigiéndose a Pirro.
La seguí tan de cerca que casi la tocaba. Ella no se dio por entendida y continuó su camino. Pero esta vez tomó los rieles, la curva que atraviesa el riachuelo, y por fin la carretera. Allí se sentó a la orilla del barranco, que en aquel lugar tiene como diez varas de profundidad. El caballero del negro vestido la observaba en silencio. E valor me faltó para matarlo, y saqué una media botella de ron. De un solo trago la apuré y estuve unos minutos indeciso. De repente sentí un impulso de furor y me lance sobre la infeliz, a quien disparé un tiro de revólver. Dio un grito y cayó en la corriente del Pirro...Como un tigre hambriento corrí hacia mi rival. Pero él mismo se adelantó y avanzó sobre mi persona. Disparé la segunda cápsula poniendo la boca del revólver en el pecho de aquel ser aborrecido. Cayó también; pero asiéndome por un brazo me arrastró en su caída, y con ira profunda me dijo:
-Miserable, asesino, ¿sabes lo que has hecho?
-Si -contesté-, he matado a tu amante y acabaré contigo.
-Desgraciado de ti-contestó el desconocido, agonizando ya- la niña que has asesinado es la más pura y perfecta criatura...Yo la encontré una noche...vagando sola...y la seguí...Pronto comprendí que era...sonámbula...No es el amor lo que me ha guiado...sino la compasión y la curiosidad...He podido evitarle...algunos peligros. Me llamo Roberto Tellez...Ella...amaba a algún Carlos, pues ese nombre, muchas veces lo repetía...
No pudo continuar porque una bocanada de sangre se lo impidió.
¿Sonámbula? ¿Dios mío!, sonámbula He allí la explicación de la espantosa pesadilla en que hacía diez y ocho meses se consumía mi cerebro.
Los tiros repetidos por el eco de aquellos barrancos, atrajeron a los habitantes más cercanos de la trágica escena.
Mi primer impulso fue arrojarme al precipicio donde había caído Paulina. Mas, en ese momento recordé que aún conservaba tres cápsulas intactas...Apoyé el cañón en mi frente y...disparé...
No sé cuantos días pasé sin saber si existía, devorado por una intensa fiebre. Una tarde abrí los ojos y vi al pie de mi lecho al médico mirándome con curiosidad.
-Valor-me dijo-, ya no hay peligro.
Np comprendí nada al principio; pero, poco a poco empecé a recordar los últimos sucesos, y cuando me hice cargo de la terrible realidad, supliqué me dijeran el estado de Paulina, si aún vivía. Está buena y sana contestó el médico. No fue la bala lo que la hizo caer, pues el proyectil apenas tocó uno de sus brazos. Cayó porque el tiro la despertó, y los sonámbulos pierden el tino al despertar.
Este drama produjo gran escándalo. Fui juzgado: el jurado me absolvió, teniendo en cuenta las circunstancias excepcionales bajo cuya influencia había obrado.
Cuando estuve enteramente restablecido, el cura bendijo la promesa mutua que Paulina y yo hicimos de amarnos siempre. Un niño, llamado Roberto -en recuerdo del desventurado Téllez- y una niña, Mercedes, fueron luego las delicias de nuestra vida conyugal.
Leave a comment