CUARTELES Y ELECCIONES
El tono de voz del señor Presidente es el que nos gustaría aprecia cada vez que el Presidente habla. Palabras destellantes de fe deben ser las de los Presidentes, palabras claramente reveladoras de la disposición valerosa a aceptar grandes responsabilidades, palabras que constituyen interpretación del superior significado de las instituciones del país. Que cuando el ciudadano escuche la voz del Presidente, sienta confianza; que se alegre de pertenecer a una nación bien gobernada; que reciba estímulo para el cumplimiento de su deber; que esté seguro de encontrar en el gobernante el mejor ejemplo.
El señor Presidente confía en la lealtad de los militares y al expresar su confianza se constituye en garantía de tal lealtad. Actitudes semejantes las asumieron en ocasiones los hombres más grandes. Es decir, actitudes definitivas, sin la menor vacilación y abiertas generosamente hacia los mayores sacrificios.
Adviértase que de manera tácita el señor Presidente ha hecho una afirmación importante: no tenemos carrera militar, pero tenemos honor militar. En la situación de Costa Rica es lo último lo que importa tener.
Orgullosos pueden sentirse quienes prestan servicios en los cuarteles de la República, después de las palabras del señor Presidente. Ellos las han inspirado. Ellos las justificarán. Nadie podría ser tan mezquino que intentara convertir aquellas palabras en recitación de comedia. Nadie dentro, ni fuera de los cuarteles. Si el militar fuera traidor digno de todos los oprobios, el político sería dos veces traidor, ya que el político pretende ser el creador de las instituciones.
El Presidente confía en sus hombres de armas, de igual manera que confía en los ciudadanos empeñados en la lucha eleccionaria. Y si en las palabras del Presidente se desliza un llamamiento, no se dirige éste precisamente a los militares, sino al espíritu cívico de los costarricenses. Que nadie sienta temor ante las armas de los cuarteles, pero que nadie sea tentado a disponer de ellos siniestramente.
El Presidente confía en las mismas fuerzas imponderables de que habla: el honor, la amistad, el civismo, la lealtad. Reconoce así que hay en él un poder privilegiado, puramente moral, capaz de ser ejercido eficazmente. Tal es el principio que podría ser nutrimento espiritual de toda la actuación de los hombres de Estado, una vez que éstos estuvieran dispuestos a sentir que pueden ser verdaderos constructores de pueblos. Una vez dispuestos a aceptar el sacrificio de considerarse como apóstoles del credo de una nacionalidad dentro de la civilización; y una vez convencidos de que si hay en ellos real grandeza, ésta debe ser síntesis, siquiera por un minuto, de un proceso de la historia de un pueblo.
Nos es difícil concebir al Presidente funcionario. Es y ha de ser depositario del poder, pero sería hermoso que aspirara a alcanzar un más alto valor, el de depositario del espíritu de la nación.
No nos colocamos en ese punto, desviados de la realidad por fugaces impulsos de sentimentalismo. Al contrario, buscamos dentro de realidades más altas que tangibles, el sentido heroico de la misión presidencial. Cuando menos, es ésta una manera de desear que aspiren a ejercerla los muy grandes y solo éstos.
Buscamos que el presidente sea un hombre en alguno de los excelentes conceptos que la palabra guarda. Pensamos en la palabra hombre como si estuviese colocada en una altura a la cual no pudieran llegar, con su cortedad de alas, las vanidades del matonismo, ni las concepciones egoístamente estrechas de la vida. Pensamos en esa palabra cuando expresa una idea como la que quería significar Clemenceau al aplicársela a Demóstenes.
El hombre enlaza de algún modo las capacidades de la visión y las capacidades de la acción. Las primeras le marcan rumbos; las segundas le señalan responsabilidades; aquéllas le dan fe y éstas fuerza; las unas le encienden la ansiedad de lo porvenir, y las otras le despiertan el valor de afrontarlo dignamente y con igual serenidad y sabiduría en la tragedia que en la paz.
Lo que el señor Presidente ha dicho es, en otras palabras: el cuartel, la fuerza, la espada, soy yo. Es decir, la lealtad que les inspiro a los hombres de honor y la confianza que, por merecerla, les tengo. Vienen en quedar así las cardinales instituciones de la República apoyadas con todo su peso de cosas grandes y tradicionales, en algo que es tenue como la seda de un estandarte: un sentimiento. ¡Un sentimiento de honor!
¡Quiera Dios que siempre sea resplandeciente!
¡Quiera Dios que para los costarricenses él esté por encima de los aceros que hieren cuerpos y por encima del oro que hiere almas! ¡Como basta un vuelo para llenar de armonía el paisaje de una tarde, basta ese sentimiento a hacer la grandeza definitiva de una nación!
Septiembre, 1927
LA POLÍTICA Y LA ESCUELA
Mi buen amigo:
Me pregunta usted qué pienso acerca de la "Circular" que el señor Secretario de Educación nos ha dirigido s sus subalternos con motivo de estar iniciadas las actividades políticas previas a la renovación del personal de los Poderes Públicos.
Como la cuestión atañe a las que caen en el dominio de mi trabajo, debo dar una opinión, aunque me encuentro en el caso penoso de diferir del criterio del señor Secretario de Estado. Las diferencias de parecer se contraen a algunos aspectos de la "Circular", no a todos los conceptos que contiene, si bien el señor Secretario se apoya en la ley, y mientras ésta sea la ley y se aplique bien, es preciso cumplirla.
No está allí lo que en éste, como en otros casos, cabe lamentar, sino que no suela aplicarse la ley en todas las direcciones que ella contempla. Las circunstancias se inclinan con frecuencia a favorecer la aplicación de la ley cuando ésta cohíbe al funcionario, mientras estorban la aplicación cuando la ley lo beneficia. Y dejo constancia de que es fácil demostrar tal afirmación.
"Todos tenemos entendido, -dice el señor Secretario- que el colegio y la escuela deben ser absolutamente neutrales en las luchas políticas."
Dice bien. Y las razones de ese común asentimiento da con claridad la "Circular". Solo que el común consenso no parece ser una firme inspiración filosófica.
Es verdad, la escuela como escuela, y el colegio como tal, no pueden enarbolar bandera política alguna que no sea la de la nación, a menos que hubiese un más alto pabellón, el cual, flameando en los mástiles, simbolizara la concordia de todos los pueblos.
La escuela no puede ser jimenista, ni congregar a los alumnos para instarlos a lanzar hurras a Echandi, ni hacer la defensa del General Volio. El colegio no se pone divisa en las solapas, ni distribuye hojas sueltas en la calle, ni concurre a gritara las ovaciones.
Pero ni escuela ni colegio deben encontrar el menor obstáculo en el esfuerzo por reconocer y expresar el trascendente sentido político de sus finalidades.
Y hoy es imperioso sobre manera la necesidad. Las exigencias de las aspiraciones en que la nueva escuela forja la concepción de sus propósitos, la conduce a identificar el objeto director de sus finalidades con la capacitación de la sociedad para el superior desenvolvimiento de las grandes aspiraciones humanas, en cuanto éstas se incorporan a las vitales necesidades de cada país, y en tanto como las escasas posibilidades de las correlativas disciplinas científicas permiten determinarlas.
Dentro de tan amplia estructura, la consideración del problema político de cada nación asciende a un lugar predominante.
La escuela y el colegio deben sustentar un criterio definido acerca del valor de la ciudadanía, y una aspiración determinada que sirva de oriente a la tarea educativa en el propósito de vincular aquel concepto a la experiencia que los alumnos adquieran con respecto a la significación de su vida ante los requerimientos del bienestar del país.
Y digo experiencia, -no solo porque para el entendido la palabra excluye delicados problemas- sino porque así quedan frente a frente la escuela que hace ciudadanos con solo enseñar a leer y a escribir, y con meras prédicas de añeja doctrina democrática y con lecciones memorizadas de Instrucción Cívica, y la escuela que, suscitando la eclosión de vocaciones, sugiriendo ideales, creando ambiente para la expresión de la iniciativa y el ejercicio de la cooperación, pone en contacto íntimo y fecundo, dentro de actividades reales, la vida del alumno y la vida del país.
Lo otro, lo de encender en las aulas la lucha de partidos, insisto en que no es posible. La urgencia más imperativa al respecto, parece ser la de que el maestro y el profesor respeten profundamente la opinión del alumno. Y toda desviación que sufriera por razón de disensiones políticas la justicia del maestro o el profesor, debería merecer de la ley severa de sanción.
Pero no puedo convenir, - aunque justifique la necesidad de acatar el precepto legal- en que los derechos políticos del maestro y del profesor queden reducidos, como las del gerdame, a la "libre emisión del voto personal en el momento oportuno".
"Cualquiera otra manifestación política, -previene la "Circular"- se considerará violatoria de las disposiciones de la ley y sujeta, por tanto, a sanción legal".
¿Qué lógica hay, pregunto, en haber invitado a maestros y profesores a contribuir al pago de la última deuda política, y en haber recibido sus contribuciones, si se desconoce totalmente la libertad de emisión del pensamiento que la Constitución proclama y que, por sobre ella, la dignidad de hombre y el ministerio que ejercita, reclaman del maestro y del profesor?
¿Qué hombres, qué patria, qué ciudadanía, qué democracia, qué obra, en suma, -que no sea toda ella sombra- puede formar un esclavo, atado a las norias del Estado, en las cuales quedará cuando en la sangre del maestro no tuvo fuerza para transformarse en luz? Y quedará todo, porque la esclavitud, que tiene vientre de mula, no es capaz de dignificar nada.
No comprendo que un trabajador de las aulas no pueda asistir a una reunión política, ni contribuir, -siquiera con algunos céntimos- al sostenimiento de un partido, ni firmar un pliego de adhesiones, ni contestar a quien quiera saberlo: "soy reformista" o lo que sea.
Comprendo que el maestro y el profesor no se consagren a la propaganda, comprendo que no agravien, -en ninguna forma- al adversario, que rehuyan el ambiente del club y del corrillo y que cualquier intervención que tengan en la política la hagan distinguiéndose por la cultura de que se revista. Comprendo que, dadas las manifestaciones ordinarias de la lucha política, en la plaza, prensa y club, no sea conveniente que el maestro exprese allí su opinión sino ha de ser para contribuir al esclarecimiento de cuestiones doctrinarias, y ojalá con ánimo, cuando su preparación se lo permita, de evitar la acción de los odios, la obra de la mentira y el triunfo de la vulgaridad.
Comprendo que el maestro no deba motivar con su actitud la rencilla con el vecino, ni menos si éste es el padre del alumno. Y hasta comprendería que no fuera conveniente que en la misma localidad donde trabaja diera en público sus pareceres, sin quedar cohibido para manifestar, en otra, su opinión sobre tal o cual problema del país relacionado con la política. Es decir, comprendo que se procure evitar que la conducta del maestro lance contra la escuela los odios de la calle y que él contribuya a acentuar, con el suyo, el ejemplo nocivo que en la plaza recibe el alumno.
Comprendo también la seria dificultad de dictar disposiciones que produzcan la debida conciliación del ejercicio de los derechos políticos del maestro, con la índole especialísima de las funciones que cumple.
Comprendo también que no solemos poseer la preparación que ello requeriría; pero, no obstante, juzgo que se anuncia en el mundo la hora, para beneficio de la política misma, en que el espíritu con que estas cuestiones se dilucidan y dirigen, debe transformarse en solicitud de una mayor armonía con la realidad. El maestro está llegando a ser, cada día más, el progenitor de las reformas sociales.
¿Cómo puede ser así que tenga derecho de opinar sobre educación, en la tribuna política, cualquier ganapán, y derecho de combatir al maestro y de desacreditar la escuela, y que el maestro y el profesor no deban opinar ni puedan defenderse?
¿Cómo puede ser que tenga derecho de opinar sobre educación don Rafael Iglesias, y no la tenga don Fidel Tristán?
¿Cómo puede ser que si alguien me pregunta por qué creo que la causa de la escuela pública está bien garantizada con el triunfo de tal partido, tenga yo que responderle que no puedo contestar, o excusar el silencio con el clásico catarro de la zorra?
APÓSTOLES DE FERIA
Voy a sintetizar la respuesta que ha dado don Luis Castro Ureña en "El Republicano" de ayer a los cargos que parte de la Prensa y mi pluma le han hecho, y a comentarla también.
Es falso "que yo he dicho en el Congreso que todos los obreros son una manada de ebrios."
Es falso que yo lucho ante la representación Nacional porque los patrones puedan explotarlos a sus anchas.
Sé de donde procede la infamia y adonde va dirigida.
Se me cree simpatizador con las ideas del Partido Republicano y piensan los que me difaman que hiriéndome a mí, lo hieren también de rechazo.
No es del caso de indicar mi afiliación política, que sea cual fuere, lo que hago o manifiesto, solo a mí me es imputable.
Mi norma de conducta no tiene que afectar al partido de mi predilección.
Soy amigo, compañero y camarada de los obreros y trabajadores costarricenses cuando ellos son honrados, pundonorosos y correctos; pero de ninguna suerte puedo convertirme en paladín de los que, por sus vicios, no son acreedores a la estimación de sus conciudadanos, sino apenas a su compasión y lástima.
He sido y soy artesano; tengo amistad sincera con multitud de obreros y trabajadores a quienes nunca he pedido su voto para nada, pero no puedo mentir para conquistar aplausos inconscientes que solo a los necios halagan.
En Costa Rica no hay tal opresión para los trabajadores: el obrero, peón o dependiente, bueno o idóneo, es mimado por los patrones.
El único enemigo del obrero bueno, es el obrero malo.
He pintado las escenas inmorales que ocurren en la Línea los días de pago, en que la mayor parte de los obreros se entregan a la bebida hasta concluir con el sueldo y he deducido en consecuencia que menudear los días de pago es multiplicar las ocasiones para que el brasero se sumerja en el vicio con daño suyo, de la familia y de las fincas donde trabaja.
Jamás podría yo, viejo luchador por las libertades patrias, abogar por la explotación indebida que los patronos puedan hacer en sus trabajadores.
Soy finquero1; y ningún peón mío puede decir que yo soy un patrón inhumano o desconsiderado.
"...Y como reconozco que es un deber apremiante de todos los costarricenses procurar por cuantos medios estén a su alcance, el mejoramiento de la patria común, aprovecho este medio para excitar a los buenos amantes del bienestar y progreso de ellos, para que todos juntos, de consuno, establezcamos una escuela nocturna de obreros, a fin de fomentar la cultura intelectual, moral y física de éstos y la nuestra también".
Desde luego suscribo con lo siguiente con el plan que propongo, ¢ 30 semanales para ayudar a todos los obreros del país, hasta que llame así a algunos o a uno solo de los que lo son, para que pueda yo decirle que los miembros de los Poderes Públicos no tienen derecho a escarnecer una desgracia que han contribuido a crear, o que por lo menos no han sabido disminuir, como es de su obligación y mucho menos si el cargo puede rechazar y traer en su regreso la agravante de que los hombres que han recibido una educación completa, al punto de pretender dársela a los demás, están mayormente obligados a conservarse libres de la acción perversa de los vicios.
¿Cuándo ha trabajado el señor Castro Ureña, en sus campañas de viejo luchador, porque el Gobierno no le venda licores a los obreros y busque otros medios más conformes con su pretendida finalidad para sufragar los gastos no siempre necesarios de la administración pública? Ni, ¿cuándo, en alguna otra forma, se ha empeñado en contribuir a evitar que caigan en las cisternas del vicio a huir de los campos de explotación en busca de una alegría que amortigüe sus intensos dolores?
Es así, al contrario, que cuando surge la ocasión de procurar que les sea menos penosa su prolongada esclavitud, se vuelve airado contra ellos y los deprime y los insulta torpe y despiadadamente. Pues que es de tener en cuenta que si el trabajador se embriaga se debe ello a que en medio a las torturantes privaciones de su existencia alquilada, el licor se reofrece como un placer muy barato, al cual no es capaz de hacerle frente su pobre voluntad debilitada por las penurias que sufre el cuerpo ni su razón llena de sombras. Y el vicio entonces lo arrastra pendiente abajo con daño propio, de sus familias y de sus patrones tan bondadosos y justicieros de esta tierruca, entre los cuales ha de incluirse, sin duda, a un riquísimo industrial que no ha muchos días exclamaba con el más repugnante cinismo: "son una partida de bandoleros que no han hecho más que robarme". Siendo así, que a estas horas él guarda en sus arcas cerca de ¢ 90.000, y ellos, hombres todos honorables, apenas si logran reunir cada día lo necesario para proveerse de la peor alimentación.
Cierto es que don Luis no lucha ante la Representación Nacional, de un modo sistemático, porque los patrones puedan explotar a los obreros a sus anchas; pero no lo es menos que sus primeras labores han sido de contribución a las iniquidades que con ellos comete la empresa frutera de la Línea y las compañías mineras de la región del Pacífico. Y ésa no debe ser nunca la tarea de un artesano, amigo sincero de los trabajadores, que quiere fomentar la cultura física, intelectual y moral de los obreros y salvarlos de las miras sospechosas del libertarismo fingido. Una buena comprobación de sus palabras habría consistido en escoger el proyecto reinvindicador de Peralta con el entusiasmo que le dedicaron otros diputados que no son ni han sido nunca paladines de la libertad.
En cuanto a que se sabe de dónde proceden y a dónde van dirigidas mis palabras, he de decir que proceden de lo más hondo del corazón y que van dirigidas hacia la cumbre esplendente en que florece el más alto ideal de justicia. Tanto se remontan, que no podría seguir sus vuelos la mirada de don Luis empañada por los intereses transitorios y estrechos de la política que ofrece enseñar en sus conferencias.
No he pensado herir directa ni indirectamente al Partido Republicano, uno de cuyos miembros prominentes, por cierto, fue el primero en felicitarme por mi modesto artículo anterior.
Nada tengo ni quiero tener que ver con ningún partido político, porque pienso que los verdaderos intereses de los pueblos nunca alcanzarán satisfacción dentro de la zona de la política, que, para decirlo francamente, constituye una industria vulgar, fomentada por unos pocos profesionales,- aristócratas o republicanos- ,- como un medio holgado de vivir sobre los flancos de la sufrida inconsciencia de las mayorías.
Los partidos son los partidos, los candidatos son los candidatos; las aspiraciones efectivas de los pueblos y la senda en que ellos encontrarán la conciencia absoluta de sus deberes y el reconocimiento pleno de sus derechos, están a mucha altura por sobre esas oquedades tenebrosas donde se refugia el egoísmo de los hombres sin ideales amplios, que no comprenden la progresiva realidad de la emancipación proletaria, como obra hermosa del propio esfuerzo, valiente e incontrastable, de los trabajadores.
La política perdió ha tiempo sus prestigios ante mi ánimo, precisamente por las inconsecuencias de los hombres que la profesan. El hacer notar para bien de los obreros, uno de sus males, fue acaso lo que más me decidió a exhibir la actitud del Sr. Castro Ureña. A más de que no puede inferírsele a mi juventud la burda ofensa de creerla interesada en explotaciones a los obreros. Bien le consta a muchos de ellos que más de una vez he reprobado con suma franqueza ciertos defectos suyos, con el resultado de que se vayan disgustados conmigo, así como ocurrió con motivo de una conferencia que tuve el honor de dictar en la "Sociedad de Trabajadores".
Quería tratar con detenimiento lo de que no hay opresión patronal en Costa Rica. Diré hoy que la simple existencia del patrón no implica una violencia ejercida sobre el obrero sin justificación alguna. Si para el señor Castro el único enemigo del obrero bueno es el obrero malo, para mí, entre otros enemigos, es siempre, y de la peor clase de patrón aunque sea un sano obrero bueno y al obrero malo los considero hermanos.
NUESTRA POLÍTICA
Somos de los descreídos de la época. El desencanto ahogó la fe que en otras ocasiones hizo estandarte de nuestras luchas los principios proclamados como necesarios para evolucionar en todos los órdenes.
El continuo chocar de las pasiones en las lides de la idea y el combate rudo de los intereses en los campos del principio, nos arrebataron la fe en los grandes hombres; ahora solo creemos en los pequeños grandes hombres que son luminares encendidos en medio a las desdichas de la patria: nuestra ambición es amplia y no osa, sin embargo, remontarse a las esferas que son para los metalizados de hoy la constante visión, la obsesión eterna.
No somos revolucionarios; nuestro criterio aunque embrionario en esta suerte de labores, lo fundamentan ideas que excluyen toda ansia revoltosa y consolidan, en cambio, la esperanza en que ha de ser prolífica una tarea lenta y constante.
Somos evolucionistas; estamos convencidos de que nos compete realizar una tarea de prédica constante, amargada a veces por el grito de protesta y dulcificada en ocasiones por nuestro aplauso a lo que bulle agitado por el pensamiento nuevo.
No haremos, pues, lucha quijotesca contra las instituciones ni cruzadas de Tartarín contra los hombres; haremos discriminación de causas y efectos, porque vamos en la peregrinación de los buenos a la conquista de la verdadera vida, a la vida sin los artificios creados por las naturalezas negativas que contemplamos hoy tornados en pedestales; sabemos que tanto los efectos como las ideas necesitan o un mínimo impulso que les permita cumplir su finalidad, o un corrosivo que impida su germinación; por eso nuestra obra será la de combatir prejuicios y defender ideales.
No desconocemos la evolución de las sociedades y por eso jamás se oirá en nuestras tribunas la grita injusta contra un orden racionalmente establecido; pero siempre que nos encontremos la dogmatización de un principio funesto, clamaremos contra él sin nimios temores ni consideraciones convencionales: antes bien, verteremos nuestra ruda franqueza en las cuartillas, y haremos que nuestra voz vibrante de cólera y esperanza persiga al mal en todas sus guaridas.
Haremos labor de higienistas.
A pesar de los múltiples decires ofensivos que provoque nuestra actitud; a pesar de las furias del canallaje; a pesar de las fanambulescas maquinaciones de la degeneración que nos combata, nuestra actitud será firme, franca y decidida; será valiente aún cuando broten en torno nuestro tormentosas iniquidades, para vencernos, y será así hasta a tanto se purifique el ambiente que respiramos y huya espantada la asfixia que nos agobia.
Podemos dar treguas, podemos retirar las tropas, pero no podemos borrar de nuestra mente la razón que nos impulsa, ni es posible que se aleje de nuestro espíritu la esperanza que nos guía.
Leave a comment