LOS MÁRTIRES1
Para hablar en público, cuando falta la convicción, falta todo. Y yo no tengo la convicción. Es decir, no podría declarar nada adecuado a la ocasión, y lo que podría y debería declarar, sería inoportuno. La institución, que debo respetar profundamente, en cuyo nombre hablaría, tendría que sufrir, después de mis palabras, acaso enormes censuras, por causa de lo que probablemente llamarían la inoportunidad o la intemperancia del representante.
En mi concepto la hora no sería de hacer elogios de los mártires, tanto como exaltar ante la opinión el valor cívico del símbolo que con los restos se va a depositar en la tierra, cual si se plantara una gloriosa simiente de libertad. Y exaltar habría de ser afirmar muchos hechos quemantes, capaces de revivir la indignación con que debemos recordar el asesinato de Rogelio y de sus compañeros. Y como tal vez muchas de las levitas que ahora se desempolvan para lucir en la ceremonia, tendrán que ocultar en los faldones la vergüenza de haber aprobado en otra hora el asesinato, mis pobres palabras parecerán manchadas de imprudencia.
Yo, no sé si por ingenuidad que carece de importancia, tengo mucha fe en el valor de los actos que pueden encarnar símbolos de civismo, sobre todo en un país que no recibe de la tradición propia, de la leyenda ni de la historia, el estímulo capaz de adiestrarlo en las grandes empresas de la civilización.
Pero cuando la forzada artificiosidad de las ceremonias puede desvirtuar el sentido profundo del símbolo, en su belleza o en su verdad, desfallece aquel noble ardor, que es elocuencia, con que el ánimo debe externar la admiración y la fe.
Nada tengo ni quiero tener de relación con la politiquería, pero la verdad es que me llenaría de dolor el encontrar que en algún reportaje se dijera algún día que la muerte de Rogelio y de sus compañeros había sido un simple paseo... a ultratumba. ¡Y que el país aplaudiera la afirmación como aplaude el homenaje!
Marzo, 1923
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