LOS CHAYOTES DE DOÑA AMPARO
Salía recién de la escuela cuando me tocan por detrás mientras con vos firme me dicen:
-Vaya a mi casa, mi madre desea enviarle a tu mamá unos huevos para que se ayude en el novenario de Emilce.
Y no dijo nada más. Salió por el camino contrario al mío. Pensé de inmediato, ¿para qué voy a ir tan largo por un puñado de huevos? Total en casa sobran. Ese viaje es largo y tengo hambre. Me iré por dentro y dirigí mis pasos hacia el cafetal de doña Toña, salté el portón de hierro y por el callejón pronto estaba frente a la casa de doña Amparo. Al pasar frente a ella, descubrí unos grandes chayotes peludos con unas pepas que daban gusto. Junté unos pocos del suelo pero el más grande y hermoso estaba en el palo de limón dulce. Me fue fácil trepar por el árbol de madero negro y cogerlo con mi mano. Bajé de la cerca y me dirigía a mi casa.
Al llegar vi a mi madre barriendo el corredor y le entregué los chayotes. Los miró unos segundos y luego me preguntó:
-¿Quién te los dio?
-Nadie, los junte del suelo en casa de doña Amparo. Solo éste lo cogí de la mata porque pensé que podríamos sembrarlo. ¡Es tan hermoso!
Si más comentario, me dijo:
-Ve y los pones donde estaban. Esos chayotes no nos pertenecen. Nadie te los ha regalado.
Dejé la chuspa en la cama, tomé los chayotes y me devolví hasta la casa de doña Amparo. Esas órdenes había que cumplirlas porque sí. Nada más. De camino iba ideando cómo hacer para colocar el chayote grande donde estaba y se me ocurrió una idea. Al llegar tomé una espina grande del árbol de limones dulces y con ella me trepé por el árbol de madero negro y lo coloqué donde estaba y lo fijé con la espina. En esa tarea estaba, cuando salió doña Amparo que al verme ahí trepado, me preguntó:
_¿Qué haces Benedicto en el árbol?
Rápidamente le conté lo ocurrido y, doña Amparo muerta de risa me ordenó:
-Baja del árbol y recoge los chayotes y se los lleva a doña Elena. Y más tarde viene para que le lleves una miel que hice para ella.
Otra vez junté los chayotes y me dirigí a mi casa y antes de que mi mama me dijera algo, le expliqué.
-Doña Amparo me los regaló y me dijo que los trajera y que fuera más tarde por una miel de toronja que tenía para nosotros.
No me regañó y solo le oí decir. Póngalos en la pila.
LAS GALLINAS NO SON TONTAS
En la tarde, cuando el sol más quemaba, recordé que no había ido a la casa de los Vargas cerca del cementerio por los huevos que le ofrecieron a mi mamá para el novenario del sábado. Preferí quedarme en el solar vecino atisbando algún cacareo de gallina vecina o propia y compensar los huevos de los Vargas.
Me trepé al árbol de naranjas y bajo sus ramas comía una de ellas. Al rato oí el típico cacareo de la gallina que acaba de poner un huevo. Lo escuché con atención, bajé del árbol y, despacio caminé en dirección del canto de ella. Sabía, por experiencia que la gallina tiene un nido debajo de una ramazón de café o en una cerca de piñuela escondido tras las hojas secas. Una vez que pone el huevo, no cacarea, sale del nido, y echa a correr generalmente en dirección de su casa y cuando lleva unos 20 metros aproximadamente comienza a cacarear. Yo las había observado muchas veces y conocía ese secreto. Las gallinas no eran tan tontas. Cacareaban largo del nido para despistar a los ladrones de huevos. Esperé detrás de un árbol y la vi pasar corriendo. Calculé la distancia en línea recta y desconté unos cuantos metros recorridos por ella desde el momento de su canto inicial y luego que estuve ahí, caminé los veinte metros hasta dar con una hermosa ramazón de ramas de café secas y al examinarla, me encontré con la hermosa nidada. Conté los huevos y eran doce. Saqué la bolsa de papel que traía en mi pantaloncillo corto y deposité los huevos en ella. Despacio regresé a mi casa, contento de llevarle a mi madre los huevos que reponían los ofrecidos por los Vargas. Se los entregué y le dije que eran de la gallina colorada que estaba poniendo afuera en el solar de Daniel. Los tomó en sus manos y me dijo:
¿Y ya fuiste por los huevos donde los Vargas?
-No.
-Pues ve por ellos ahora. Los regalos a los difuntos nunca se desprecian.
Y bajo un sol abrasador, no tuve más remedio que ir hasta el cementerio a traer los huevos ofrecidos. Pensaba en el camino. Si en casa lo que más sobra son huevos y ¿cómo se enteraría mamá que los Vargas me habían pedido, al salir de la escuela, que fuera por esos huevos, para el novenario del sábado?
Me dije:
-Es una desgracia que las mamás todo lo saben de uno, sin siquiera preguntárselo. Y no me quedó más remedio que ir hasta el cementerio.