Benedicto Víquez Guzmán. Cuento: Plegaria

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Plegaria

 

Hoy es un día diferente. En pleno invierno, amanece soleado y el día parece un regalo de la naturaleza. Despierta con un sol brillante, luminoso y vital. Esto fue lo que observé al levantarme y me motivó tanto, que rápidamente estaba de camino hacia mi trabajo, en el parque. Una brisa juguetona recorría todos los rincones de la ciudad y salpicaba a los transeúntes de una enorme alegría. Con mi cajita en mis manos, deambulaba por el parque en busca de algún cliente que quisiera limpiar sus zapatos. No había caminado gran trecho, cuando, en un poyito, cerca del edificio de la Gobernación, ahí donde está el correo, descubrí un niño menor que yo. Tal vez en una edad de nueve años, delgado, un poco pálido, de tez blanca y de ojos negros, y mirada, un tanto saltona y triste. Estaba vestido de uniforme escolar, y a su lado se encontraba su salveque, posiblemente con los útiles escolares. Lo miré disimuladamente, durante algún tiempo, procurando que no se diera cuenta, y pude comprobar, que necesitaba compañía.  Pinto que sabía más de esas cosas que yo, se le acercó y comenzó a lamerle sus manitas y hacerle gracias. Aproveché la ocasión y me le arrimé, como si no quisiera hacerlo.

-Se ve que le caes bien a mi perro, se llama Pinto.

-Sí, ¡Qué lindo perrito!

-A él le gusta mucho hacer amistades y parece que usted le cayó bien. ¿Hace rato que estás aquí?

 -No, acabo de llegar.

Y me senté a su lado, y preguntas van y otras vienen, hasta que me fue descubriendo sus sentimientos.

 -La verdad es que me escapé de la escuela. La maestra me regañó porque casi no ponía atención, y cuando me preguntó por lo que ella estaba explicando, nunca atiné a contestar correctamente. Me mandó a la dirección, y como el señor director estaba hablando amablemente con una señorita, aproveché para escabullirme y salir de la escuela. Es que no puedo concentrarme. Vivo como ausente, lejano. No sé lo que me pasa, pero desde hace dos meses para acá, soy otro, ya no me gusta jugar, no me ilusiona nada, ni siquiera los juegos electrónicos.

Y se quedaba por un largo tiempo mirando hacia aquel cielo luminoso y brillante, como ido, sin decir palabra. De pronto, recobraba un poco el coraje, y continuaba:

-A decir verdad, yo casi tengo todo. Mis papás me chinean mucho. Tengo televisor en mi cuarto, me dan toda clase de regalos, juegos, ropa y me complacen en mis caprichos pero no soy feliz.

Yo aprovechaba esos silencios para acariciar a Pinto y esperar a que mi amiguito improvisado recobrara el aliento. Entonces continuaba:

-Es que, ¿cómo se lo puedo explicar? Desde hace unos dos meses mi mamá decidió salir a caminar, por las mañanas. Ella dice que eso es muy importante, porque le da salud y  fortalece su corazón. Muy tempranito, pasan sus amigas, y ella sale a recorrer las calles heredianas, llena de vitalidad y alegría. Pero... para mí... ahí comienza mi tristeza.

No entendía, de pronto, ¿por qué entristecerse, si su madre había decidido caminar, hacer ejercicios sanos que sólo cosas buenas podrían traerle? Lo vi mirar otra vez hacia el cielo, respiró profundamente, y divisé dos grandes lágrimas en sus ojos, que con gran rapidez limpió con las mangas de su camisa.

-Es que usted sabe, en los precisos momentos, que mi madre deja la casa y se va a caminar, mi padre se levanta y se acuesta conmigo.

Tomé a Pinto y lo alcé. Traté de no intervenir en aquel acto de confesión que jamás esperaba. Él ya no se enjugó  más sus lágrimas, le dio rienda suelta a ellas y continuó:

-Mi papá me viola, casi todas las mañanas.

Aquella confesión me hizo llorar también, y juntos nos abrazamos y los dos lloramos desconsoladamente, por varios minutos. Pinto se acurrucó en nuestros pies y guardó silencio. Al cabo de algún tiempo, atiné a preguntarle:

-¿Y usted no le ha dicho nada a su mamá?

-Una vez lo intenté, pero mi madre es muy buena. Ella jamás me creería. Además papá no diría la verdad y ella le cree cualquier cosa. La chinea, nos chinea a los cuatro demasiado. Nadie creería eso. Con decirle que todos los domingos vamos a misa de nueve y los tres comulgamos, sólo mi hermanita, que no ha hecho la Primera Comunión, no comulga, pero nos acompaña, hasta el altar del Señor. Hay que ver la devoción que guarda mi papá, cuando recibe la Eucaristía. Cierra los ojos, junta sus manos y baja su rostro hasta unirlo con su pecho, y así se mantiene por largos minutos. Después eleva su mirada al cielo y parece conversar con Dios. No creo que exista una sola persona que me crea.

Dejó de llorar. Se había desahogado, pero el esfuerzo fue enorme. Trató de jugar con Pinto pero sus movimientos eran demasiado débiles. Tomó aliento y me confesó:

-De unos días para acá, ¿sabes que es lo que más me preocupa? Mi hermanita María. Apenas tiene seis añitos pero temo que ella sea la próxima víctima.

Y volvió a llorar.

-Es que es demasiado buena e inocente, para que le pase lo mismo que a mí. Por eso me escapé de la escuela, es que no sé qué hacer. Y me siento muy triste y solo. Y debo confesarle lo peor que hice, ayer domingo, cuando fui a misa, y comulgué.

Guardó silencio, se frotó fuertemente sus manos, se estrujó su cabeza y sacando fuerzas, no sé de dónde, me dijo:

-Es que ayer, después de comulgar, le pedí a Dios, le supliqué, le imploré, que mi papá se muriera. 

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This page contains a single entry by Benedicto Víquez Guzmán published on 12 de Octubre 2009 8:40 PM.

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