Benedicto Víquez Guzmán. Cuento La Imagen

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Hace muchos años en un pueblito de Heredia, llamado San Joaquín de Flores, un niño pobre pero alegre, el último de una familia de trece hermanos, asistía por primera vez a la escuela Estados Unidos de América, que así la bautizaron los que más sabían.

Desde inicios del mes de junio comenzaban los preparativos para celebrar, a lo grande, la fiesta de independencia de los Estados Unidos de América, el 4 de julio. La escuela comenzaba a vivir una inusitada alegría que contagiaba a maestros y niños y los llenaba de entusiasmo. Asistíamos, por las tardes, a disfrutar de películas que enviaba la embajada de los EUA sobre diferentes aspectos de su país, la vida política, la geografía, sus gentes, su historia y muchos otros temas que nos informaban de esa gran nación, orgullo de ellos, nosotros y la humanidad, según nos lo enseñaban. La escuela se llenaba de banderitas de ambos países que revoloteaban de alegría y llenaban las ventanas y pasillos con su presencia llena de vistosos y significativos colores.

Por nuestra parte nos preparábamos en diferentes juegos, porque sabíamos que ese día era de fiesta y no cabíamos de alegría y menos dormíamos pensando en la llegada del 4 de julio. Desde muchos días antes, realizábamos diferentes juegos, como corridas de sacos, caballitos, rueda, bola, que sabíamos eran escogidos para realizar competencias entre los niños de la escuela y otros centros educativos vecinos, invitados a tan esperado acontecimiento.

El día ansiado llegó y desde muy temprano me levanté sin apenas dormir, me bañé, cosa que muy pocas veces hacía, y antes de la hora acostumbrada, bien mudadito, de pantalones cortos, sin calzoncillo, pero limpios y bien aplanchaditos, así como la camisita, me eché la chuspa  al hombro y me dirigí a la escuela. De camino nos fuimos reuniendo con otros compañeros y ¡cómo íbamos de felices! Las piedras y el rocío de la mañana no hacían ninguna mella en nuestros pies descalzos y menos el frío que nos entumecía. Los pajarillos que madrugaban y piaban en nuestro camino no podían robarnos el entusiasmo y se sentían envidiosos a nuestro paso.

Tuvimos que esperar a que abrieran la escuela pero eso era poca cosa. Sentados en las gradas tragamos los minutos de ansiedad y nos reconfortó la aparición de Talí que permitió con sus llaves la entrada al recinto de nuestra ilusión. Nunca antes éramos tan obedientes y disciplinados. Esperamos la llegada de la maestra y al unísono la saludamos con el reconfortante ¡Buenos Días! Poco después, estábamos haciendo fila en el patio para rezar las oraciones y hacer los ejercicios de costumbre. Una hora de espera y se presentó el Director de la escuela, don Abel, y anunció la llegada del embajador de los Estados Unidos a nuestra escuela. Momentos de emoción nos hacían respirar con mayor aceleración, hasta que vimos aparecer, desde la oficina, la comitiva de señores, elegantemente vestidos, que se acercaban al frente de donde estábamos, allá en los altos del corredor principal. Después de un saludo, por parte del maestro de ceremonias, nuestro director dio la bienvenida al señor Embajador, nos mostró una campana rota que era el regalo para la escuela, y pronunció un discurso de agradecimiento por haber aceptado la invitación y querer celebrar con nosotros el día de la independencia de su patria. Terminada su intervención se invitó al Embajador a dirigir la palabra y éste dio un discurso corto que no entendimos porque no sabíamos inglés, pero a nosotros eso no nos importó porque él sonreía todo el tiempo y nos imprimía la imagen de un hombre bueno, cariñoso y desprendido. Al finalizar, eso sí, su participación, todos aplaudimos con entusiasmo, no tanto por lo que había dicho, sino porque, para nosotros, comenzaba la verdadera fiesta.

El Director, con una gran sonrisa, nos señaló el camino hacia la plaza de deportes y con voz sonora nos ordenó. Prepárense para las competencias. Salimos en desorden y ocupamos el centro de la plaza y las maestras nos organizaron para comenzar los juegos. Después de que llegó el señor Embajador al lugar de las competencias y estábamos preparados para iniciar los juegos. El señor Embajador dio por inauguradas las justas y comenzó con la carrera en sacos, por ser realizada por los niños de primer grado. Ahí estaba yo, como una liebre, dispuesto a ganar la competencia. No había dado, el Embajador la señal de partida, cuando estaba de primero, salte que salte, sin caerme, hasta que con gran diferencia llegué de primero. Gritos de alegría, aplausos de todos. Mi corazón se hacía pequeño para sostener el torrente de sangre que amenazaba con salirse. Con dificultad me despojé  del saco y con un gran temblor de cuerpo que me dificultaba mantenerme de pie esperé el premio prometido  y que sería entregado por el propio Embajador.

No podría saber cuál fue la razón, si la confusión final o la conversación que tenía el Embajador con una maestra, lo cierto de todo fue que el señor Embajador con una sonrisa que contagiaba de alegría y paso firme se dirigió con una pluma o bolígrafo, nunca supe de qué se trataba, y se la entregó a un niño que había llegado de tercero, después de mí. Nadie, ya fuera por respeto y educación, o por no saber el idioma, o por congoja, se atrevió a indicarle que el que había ganado la competencia había sido yo. Después el Director me dio un librito de cuentos y me reconfortó. Me hizo ver que lo más importante había sido el participar y que ante todos yo había sido el triunfador, pero de mi boca no salió una sola palabra. Aquella imagen del Embajador y su sonrisa se quedó grabada en mi corazón para siempre. Mi tristeza no tenía límites. Ese día no almorcé y tampoco salí al cafetal a jugar con mi perro.

Hoy, cuando veo por televisión a los soldados norteamericanos repartiendo caramelos a los niños de Irak, después de haber matado a centenares de civiles y dejado huérfanos a miles de niños, de observar esa carita de tristeza y esa mirada buscando un horizonte, que ponen cuando salen y se encuentran con su madre muerta, no puedo sino recordar la imagen del señor Embajador de los Estados Unidos de América, cuando entregaba el premio al perdedor.

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