Benedicto Víquez Guzmán: La obra escrita de Omar Dengo Maison. Artículos: Las primicias de don Luis Castro Ureña, Mis palabras finales, Cómo enseñar a los niños a estudiar, Ces Diables de Savants, Intromisión, Los héroes de la miseria, Conversaci

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LAS PRIMICIAS DE DON LUIS CASTRO UREÑA

 

 

Hemos de concederle, pues, atención del Congreso Constitucional, don Luis Castro Ureña, al argumentar contra el proyecto de ley del joven diputado Peralta que hizo alarde de su desprecio a los trabajadores del país en lenguaje vacío de razón y de cultura, y con un gesto de insolencia bien distinto de las genuflexiones  cortesanas que suelen usar los políticos para llegar hasta el taller o el campo de labranza en solicitud de la limosna del voto inconsciente que sustenta sus ficticias grandezas.

 

Cuando en días recientes ese mismo señor, desde su pupitre de fiscal del Colegio de Abogados clamaba por la moralidad de la profesión, muy a pesar de las murmuraciones callejeras que encontraban el origen de su ira en móviles de competencia mercantil, hubimos de lamentar que su energía razonadora no tuviera un campo de acción en esas altas labores de la Administración Pública que con todo y ser por su naturaleza ineptas para cumplir la finalidad a que obedece su existencia, puedan servir a veces a los hombres sinceros y esforzados como medio de lograr hermosas realizaciones.

 

Pero ahora, que desde su curul de diputado justifica con palabras que mucho tienen de congratulación, las iniquidades de que se alimenta el capitalismo voraz, hemos de lamentar y ya no a media luz que el señor Castro Ureña haya alcanzado la posición  que hoy ocupa y esté confundido dolorosamente con esos pobres Diputados de oficio que nunca han hecho ni harán nada en bien del manso pueblo elector.

 

Porque si es repugnante y odioso, por inmoral e inhumano, el remate público de cadáveres, más aún lo es la destrucción de la vitalidad obrera entre las garras de la fiebre mercantilista que posee a las empresas mineras y acaso a sus defensores de trastienda.

 

Hemos de concederle pues atención a la voz amiga que tantas veces nos ha aconsejado mirar con desconfianza ciertos pujas de justicia y de verdad. Y confesaremos entonces que estaba en lo cierto Eliseo Reclus cuando decía que la experiencia de los siglos cristalizó en esta frase del gran libro indo: "El hombre que pasea en el carro triunfal, no será nunca el amigo del hombre que va a pie."

 

Es necesario que los trabajadores observen cuidadosamente la labor de esos hombres a quienes les tiran el mendrugo de su esfuerzo para que alcancen las cumbres del Poder, desde el cual los latiguean sin pudor y les dan de lanzazos, a fin de que lleguen a formarse plena conciencia de la necesidad de construirse por sí mismos, con sus propios brazos, lejos de la sombra palaciega, la vida superior libre y tranquila con que sueñan enardecidos mientras los martirizan la fatiga y la miseria.

 

Ojalá anoten todos en sus humildes y sucias libretas de apuntes, con su letra tosca y su ortografía irreverente, las palabras desbordantes de ultraje que ayer hizo oír en el Congreso el Diputado Castro Ureña: "Si se les paga semanalmente se tendrá cada sábado una bacanal, una orgía..."

 

Pero no repetiremos aquí sus frases. Baste saber que llamó borrachos a los trabajadores, sin exceptuar a más de cinco en cada finca y sin recordar que el Gobierno que les vende el aguardiente paga los sueldos de los diputados tal vez en mucho con el producto de esa venta inmoral que para no serlo requiere la mediación de copas finamente labradas y de las licoreras elegantes que mantienen sus puertas cerradas a la encarnecida miseria de los obreros y abierta siempre a la inconsistente moralidad de los voceros del capitalismo.

O. Dengo

 

MIS PALABRAS FINALES

 

 

Se me llama a esgrimir serenamente la razón. ¿Qué arma sino ésa he usado yo en esta justa? Si ha habido fuego en mis palabras lo encendieron las del señor Castro Ureña. Las primeras, -las que pronunció en el Congreso,- porque concitaron a la lucha mis entusiasmos fervorosos por la caus proletaria, la más alta y la más noble de todas. Las segundas, -las que escribió en respuesta a mi primer artículo- porque cometieron la osadía irritante de insultarme. No ha de negar el señor Castro que me acusó de calumnia, que me aatribuyó ánimos de falsaria explotación, y que pretendió manchar la limpia sinceridad de mi protesta, con lasimple fuerza de sus afirmaciones, atacándola de sumisión al mezquino afán adulador que enmarca, a modo de una doctrina, las actividades nocivas de los políticos. ¿Cómo iba a consentir mi corazón que quedara impune tal ultraje? De ningún modo: si en defensa del proletariado soy capaz de realizar cualquier sacrificio, en defensa de mi nombre sé también lanzar al combate mis más grandes energías. Porque de mi prestigio personal depende en mucho elbuen éxito de las ideas a que me lleve mi odio a la injusticia tremenda que con los obreros comete a cada paso el orgullo o la conveniencia de los hombres que convierten en dineroel esfuerzo doloroso de esos pobres parias de esta edad, en que, por fortuna comienzan a iniciarse las horas augustas de la redención que se anhela en los talleres en las campiñas, y donde quiera que un ser humano sufre las amarguras de la esclavitud.

 

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Dice el señor Castro que nunca se ha referido en el Congreso a los obreros de la Línea, sino a los peones. Las palabras no puedn trasformar la realidad imponente de las cosas: obreros o peones, todos son víctimas de un mismo dolor y de una misma injusticia, y aunque unos se fatiguen a lapar dl yunque y otros marchando tras el arado, como que constituyen la gloriosa fraternidad de los oprimidos, todos sienten que les quema la sangre el ansia de un poco de libertad, de un poco de alegría, deun poco de luzque los levanten hasta la altura de la dignidad inmaracecible que les corresponde por el solo hecho de ser hombres. ¿No se comprende acaso lo que significa ser hombre? No se comprende que la personalidad humana solo se encuentra en una posición digna de su destino cuando ha obtenido el desenvolvimiento más completo posible de la mayoría de sus facultades. ¿O es que quienes acogen las declaraciones de la constituyente de 1789, se olvidan que todas ellas están coordinadas sobre la base de un noble principio igualitario que aspira, como la humanida, a destruir las diferencias ignominiosas que por virtud de atávicasanormalidades mantienen a los hombres separados en dos categorías: la de los amos y la de los siervos?

 

Que sean peones o que sean obreros los que han recibido elinsulto del señor Castro Ureña, repito que no importa; yo insisto en que para lanzar ciertos cargos es necesario fundarlos en la inocencia propia. Si el señor Castro Ureña hubiera dicho en el Congreso, como en su último artículo, "que se reconoce ipso facto gran pecado, que necesita mejoramiento y que aspira a él", mi actitud habría sido distinta. Puede estar cierto de que mi defensa lo habría comprendido, con orgullo para mí. Porque yo no solo creo que la verdad nos hará libres, sino además que el arrepntimiento merece la más amplia acogida del corazón. El aacto más hermoso de Jesús he creído siempre que fue la caricia purificadora que le prodigó a María de Magdalena. Tanto que si ahora alguien intentara prevalerse de mis palabras para enfrentar al señor Castro Ureña, yo le saldría complacido al paso, para decirle: ¡quien se encuentre limpio que tire la primera piedra! Porque me ha llenado de tristeza el tono plañidero con que el señor Castro exclama: "Con humildad confiezo que he menester más que nadie, de seguro, convertirme en Reformado, que es más difícil que ser Reformador."Ahora ni es lícito siquiera inquirir, ante este aacto de contrición por qué en su precedente artículo afirmaba que el oponerse al proyecto de Peralta haabía querido contribuir a evitarles a a los peones de la Línea la desgracia del vicio que a su decir los azota. Por mucho que lo lógico, de acuerdo con su principio hubiera sido reformarse primero y reformar después. Ése y no otro ha sido el fundamento dee mis réplicas y enbuena hora, con hidalguía que regocijado le reconozco, ha venido a justificarlo el señor Castro Ureña.

 

Niega, sin embargo, que haya encarnecido ante la Representación Nacional la desgracia de los trabajadores y que haya contribuido a crearla, a lo cual he de responderle que señalarla, en la forma que él lo hizo, tanto vale como escarnecerla, puesto que sus palabras más tuvieron de airadas que de compasivas. Su contribución a crearla nace del hecho mismo de ser Diputado que, dada la predisposición suya  a favor de los obreros, implica una aceptación tácita de la pasividad, solo por momentos quebrantada, con sus discusines infecundas, en que el Congreso se ha mantenido ante tantos problemas de gran momento, cuya solución instantemente reclaman los intereses proletarios.

 

Me reta don Luis a que especifique cuándo ha deprimido a los obreros y en que forma ha coadyubado a que se les explote.

 

Yo acepto el reto y sin ir a recoger al Congreso dus frases depresivas, que a tiempo reprodujo la Prensa, encuentro en un artículo suyo de defensa, estas otras que comprueban plenamente mi afirmación: soy amigo, compañero y camarada de los trabajadores costarricenses cuando ellos son honrados, pundonorosos y correctos pero de ningún modo puedo convertirme en paladín de los que "por sus vicios, ¿no son acreedores a la estimación de sus conciudadanos, sino apenas a su compasión y lástima". No es esa, en boca de quien se reconoce pecador y necesitado de mejoramiento, una forma despectiva e insultante de señalar un mal?

 

¡Ah! Pero yo no voy a satisfacer los deseos de don Luis que quiere desviarme de mi camino. No discutiré por eso de la pretendida tesis "político-científica" que me plantea. Lo que yo he afirmado se ha encargado él humildemente, de confirmarlo: que lanzó un insulto sin tener derecho para lanzarlo. En este escrito quedan consignados el pecado y la expiación.

 

La silla curul que me ofrece no la necesito. A mí me basta para consagrarle mis igores a la verdad y la justicia, con que la ocupen los que no saben respetarlas. Ya he dicho que mis aspiraciones no caaben en los límites estrechos de la farsa parlamentaria. El mismo don Luis, que sí cree en la bondad de la política, lamenta que las suyas estén imposiblitades de ralización.

 

No es cierto que yo pida la supresión de los patrones: me limito a pedir que los patrones no roben. Confieso que para darse más clara cuenta de cómo los explotan, si les serviría la contabilidad a los obreros. Con ese fin que se las enseñé cuando antes don Luis, pero que nunca les dé clases de política, que es el arte de la sumisión y del engaño, a menos que sus conferencias sobre contabilidad puedan prepararlos para conocer cómo, cuándo y en qué cantidad les roban los derechos que como hombres tienen a ser los únicos directores de sus destinos.

 

Don Luis afirma que son muy pocos en esta República sanchopanzuna los caballeros de la Triste Figura. Es verdad. Pero también lo es que los hay de la misma cepa gallarda y nobilisima del fundador de la orden.

 

Para brindarle prueba absoluta de ello, perdono que diga que yo le he asaltado y le pido a los trabajaores que hayan acatado mi voz, que le perdonen la ofensa que les infirió, en gracia a su oportuno arrepentimiento.

 

¡Que no es hidalgo ataacar a un hombre que se bate de rodillas!

Omar Dengo

 
CÓMO ENSEÑAR A LOS NIÑOS A ESTUDIAR

 

   

 Enseñar a estudiar es una de las más importantes funciones de a escuela actual. Enseñar a aprender, digamos. Y enseñarlo, por ser ese uno de los recursos del otro superior aprendizaje que sobre todo hace falta: pensar. La escuela debe enseñar a pensar y como uno de los medios de lograrlo, debe enseñar a estudiar. Es ridículo pensar que la función predominante  de la escuela pueda ser la de enseñar, es decir, la de dar conocimientos o suministrar información, como también se dice, - a menos que se entienda que los imparte de modo que su misma adquisición entrañe desarrollo del pensamiento, y de modo que obtener tales resultados sea el propósito primero de dar los conocimientos.

 

Por fortuna son mejor conocidos cada vez los procedimientos que el maestro puede aplicara para enseñar al niño a estudiar. Repetidas veces se ha dicho que el problema de enseñar a los niños a estudiar consiste en enseñarles métodos de investigación, de organización de ideas y de formación de hábitos, siendo entendido que tal enseñanza supone, tanto como cualquiera otra, la conveniente práctica y aplicación de los principios aprendidos. Las llamadas lecciones de estudio responden a esos fines.

 

En las asambleas celebradas por los Inspectores de Escuelas, en febrero, me permití exponer la conveniencia de publicar, para nuestros maestros, alguno de los estudios que hoy es dable aprovechar acaezca de tal asunto. Hay varios libros que tratan de él de un modo fundamental, pero yo no pensaba en la traducción de ninguno de ellos, por ser obras caras y quizás demasiado teóricas, - lo cual no deja de ser un inconveniente en un país donde nos vamos acostumbrando, a fuerza de desidia y practicismo chato, a sentir el horror de la teoría. Pensaba pues en la traducción, o por mejor decir, adaptación del excelente opúsculo de H. B. Wilson (Warwick and Cork, Baltimore). Escribí a la casa sobre la posibilidad de la traducción y obtuve la respuesta de que se me autorizaría hacerla si el Gobierno tomara un número de ejemplares suficiente a costear el trabajo de imprenta. Me ha parecido prudente dejar las cosas en ese estado y dar las gracias por el ofrecimiento. Creo oportuno sí, instar a los maestros que puedan leer inglés a que lean ese folleto, aunque me propongo resumir en esta publicación lo que contiene de práctica e inmediatamente aplicable.

 

Tal folleto se publicó en 1917, por primera vez, como parte de instrucciones dadas a los maestros de Topeka, Kansas, por el Inspector del respectivo circuito, señor Wilson. Mereció pronto el favor de los maestros de otros circuitos, a causa de que se reconocieron enseguida sus méritos esenciales: Es claro, breve, completo y práctico. Y al decir lo último aludo al sentido moderno de la práctica como dentro de las aulas sabemos interpretarla: la práctica escolar actual es la teoría experimentada con éxito, es decir, sugerida, comprobada y perfeccionada por la acción.

 

En efecto, el trabajo del señor Wilson ordena y sistematiza, dentro de un plan de principios generales, y a título de ejemplos de aplicación, diferentes casos concretos de aplicación de esos principios por maestros expertos.

 

El índice mismo del libro viene a ser así, en su mayor parte, una enumeración general de los principios que se estudian y aplican y que, por su orden, concurren a integrar los factores en que se descompone la enseñanza del estudio. Véase:

 

I.-  Cómo suministrar propósitos y problemas específicos.

II.- Cómo recoger datos.

III.- Cómo complementar el pensamiento

IV.- Cómo juzgar qué hacer, y el valor de los datos recogidos.

V.-  Cómo mantener una actitud de juicio.

VI.- Organización de los datos.

VII.- Cómo alcanzar una conclusión.

VIII.- Cómo aplicar las conclusiones.

IX.- Memorización.

X.- Preservación de la individualidad del estudiante.

XI.- Establecimiento de hábitos correctos de estudio.

 

Allí tiene el maestro enumeradas ordenadamente las cuestiones acerca de las cuales debe formarse un criterio si aspira a introducir en su enseñanza la del estudio. Allí están - en otras palabras  - las diversas fases del trabajo que debe proponerse cumplir. Conviene, en consecuencia, explicar primero, y ejemplarizar después, los puntos que tal enumeración abarca. Los títulos anotados descubren sustancialmente todo el procedimiento.

 

I. Se comprende al leerlos que el maestro debe plantearse un primer problema: ¿cómo dar a los niños propósitos y problemas específicos que sirvan de puntos de partida para el estudio, de motivos para inducir a él? He aquí, pues, que las tareas, a cambio de abandonar la rutina que las tiene convertidas en una tortura para los niños, pueden dar la ocasión, elevándolas al plano superior de temas de estudio, de resolver adecuadamente ese problema. Precisamente son las tareas, entre los procedimientos escolares, los que mejor revelan la necesidad de una enseñanza sistemática de los métodos de estudio, y los que más acremente denuncian la ignorancia funesta con que se procede al recomendar a los niños que estudien tal o cual lección. Suele decírseles que estudien, sin decirles cómo ni dónde, ni por qué, ni para qué, y así crece el absurdo, a veces ignominioso, de que el pobre niño que va a la escuela a prender, que apenas si sabe leer, que ignora el uso de un libro, haya de estar preparado para estudiar cualquier cuestión con el acierto que lo haría el maestro y solo para satisfacer el prejuicio de poner tareas.

 

El niño suele cumplir las tareas en la actitud de la víctima de un trabajo penoso, sin la alegría del trabajo generador, sin la ilusión del triunfo, salvo con la egoísta ilusión de vencer al compañero, o instado por el temor del castigo o de la mala nota. Pero nada se hace para que sienta y comprenda la importancia de su labor, ni nada para que sepa cómo ejecutarla provechosamente. Y los fraudes que el niño comete al hacer sus tareas, los fraudes que tan encarnizadamente persigue el maestro, más que denunciar malas condiciones del niño, revelan a grito herido la inmoralidad de una obra hecha a ciegas por el maestro. El niño ejerce con el fraude cierto inicial derecho de legítima defensa ante el absurdo de imponerle trabajos superiores a sus fuerzas o a los cuales no le reconoce importancia, o trabajos que no sabe, porque no se le ha enseñado, cómo se hacen. Su misma naturaleza, para evitarle mayores prejuicios, lo induce al fraude. Y éste, que suele parecerle al maestro grave delincuencia, las más de las veces no es sino elemental reacción biológica.

 

Cuando al niño se le indica que estudie determinada lección, lo único que se le ocurre hacer, y lo que hace, es tratar de memorizarla de manera mecánica y rutinaria.

 

¿Se le ha enseñado a memorizar? No. ¿Hay medios de enseñarlo? Sí. Y debe ensenársele. Hacerlo, es parte de la lección de estudio. La memorización se realiza conforme a prefijados procesos mentales y si no se respetan, se perjudica  el desenvolvimiento del niño y se amenaza seriamente su salud. Cito el caso para hacer evidente el error de tantas tareas que en la memorización se apoyan y confirman así la necesidad de pensara en que esas y las demás tareas, deben, como se ha dicho, ascender al plano en que se convierten en formas del aprendizaje del estudio, del desarrollo del pensamiento, en medios de solicitar la plena expresión de la nativa originalidad de cada ser. Al pensar, pues, en cómo suministrar propósitos y problemas específicos de estudio, puede el maestro pensara en servirse a ese objeto de las tareas, a cambio de que, de acuerdo con la moderna aspiración, modifique el sentido y la forma de ellas. Habrá entonces, o una hora para ejecutar tareas bajo la guía del maestro, o frecuentes lecciones para enseñar a hacerlas, o períodos determinados al final de la lección, o las tareas desaparecerán para ser sustituidas por lecciones sistemáticas de estudio en las cuales se recorran todas las fases de la labor que actualmente suponen las tareas. Las tareas pueden convertirse también en proyectos individuales, de hogar.

 

Una vez que el maestro estudie la materia a que se contrae este trabajo, encontrará muy variadas formas de utilizarlas. Pero la tarea como ahora se entiende, debe desaparecer.

 

II. El problema que después debe afrontar el maestro es el de enseñar a los niños a recoger los datos que el estudio de un asunto requiere. Ahora se fomenta mucho, y se procede bien al hacerlo, el trabajo que consiste en que los niños mismos aporten a la clase datos sobre alguna de las cuestiones de que se va a tratar. Pero los niños marchan sin guía. Prácticamente lo ordinario es que reduzcan su labor a copiar de un texto o de un diccionario algunas frases, por lo común mal copiadas, sin juzgar si se refieren o no directamente al asunto en estudio, ni entrar a conocer del valor relativo de los conceptos, sin separar lo esencial de lo accesorio, ni en suma, prepararse para adquirir con esos ejercicios la habilidad de hacer resúmenes, de seleccionar datos, de organizar ideas, es decir, de leer con la discriminación del verdadero lector que la cultura demanda. El segundo punto se refiere, pues, a los medios de conseguir tales resultados.

                                                                        

  Omar Dengo,

Heredia, Escuela Normal, 1922.

                   

 
CES DIABLES DE SAVANTS

 

 

  

Una carta que me envía un estudiante de uno de nuestros colegios, refiere este suceso.

 

Algún alumno ha llevado a la lección de francés, para proponer que se hagan ejercicios de traducción, las Lettres de Mon Moulin. Sugiere el trabajo al profesor. Este toma el libro y pregunta con cierta curiosidad de anticuario: "¿Qué es esto?" Luego dice resignado: "Bueno, leamos..."

 

Otro alumno lee..... « La nuit de mon arrivée, il y en avait bien, sans mentir, une vingtaine assis en ronde sur la plate-forme, en train de se chauffer les pattes a un rayon de lune. »

  

 El profesor rompe la lectura violentamente:

 

"Eso es lo que yo no tolero de la literatura, los rayos de la luna no calientan. Eso científicamente es una falsedad."

 

Y poseído de una elocuencia estereotipada, hinchado de ira, el enteco catedrático consagra la lección a anatemizar la literatura.

 

Si hubiera continuado la lectura - le contestó el estudiante - los alumnos habrían asistido al castigo de tan torpe afrenta.

 

Castigo espontáneo como el enojo del profesor de francés; pero sobrio, mesurado, como la apacible narración de Daudet.

 

Pinta éste la alarma que le produjo a un viejo búho su presencia en el molino. Era un búho que hacía veinte años vivía allí, y que a la entrada de Daudet diose a gritar ¡Hou!, ¡Hou!, a tiempo que agitaba difícilmente las alas empolvadas.

 

Daudet, que llegaba de París hastiado de la opinión académica, no pudo menos que exclamar: ¡también aquí!

 

Y en verdad, allí, aquí, y en toda hora, aparece entre las ruinas el viejo búho, inmóvil, siniestro, empolvado. Su hou, hou, conjura, en medio de las sombras, las sordas resonancias de una vida sin florescencia, castrada de ensueño, estéril como el pecho que envejeció sin verter la divina leche maternal.

 

¡Ah! la bella ingenuidad de los conejillos que forman corro bajo la luna para calentarse las patas...

 

La luz de la luna, dotada de un calora milagroso, desentumece las almas y les trasfunde aquel sereno amor de ilusión que alcanza a ser sabiduría.

                                                                                                 Omar Dengo,

agosto de 1918

                                                                                                

 

INTROMISIÓN

 

 

Estoy de acuerdo con la opinión de don Elías Jiménez Rojas acerca del uso de pseudónimos, pero tal coincidencia de pareceres no basta a libertarme de la timidez, o llámase cobardía si se quiere, conque acaso por ser extranjero, llego a las columnas de este diario1 en solicitud de un espacio modesto para uno que otro comentario. De suerte que  al modo de persona que se hace llamar Eufrasio Méndez, -escritor dilecto- recurro a un nombre supuesto: Clemente. Pues he recordado al de Alejandría a propósito de los pareceres a que ha dado pie la iniciativa salesiana destinada a fundar un templo en San Lucas.

 

Para Clemente de Alejandría, el gnóstico se conduce en sus relaciones con Dios con la misma serenidad que en sus relaciones con el prójimo. "Su vida, -resume Bardy- es una plegaria continua. No tiene necesidad de días, ni de templos, ni de fórmulas".

 

Pero ¿quién es el gnóstico? ¿Se le encuentra en San Lucas? Y lo que del gnóstico preguntamos, cabe preguntarlo también acerca del "cristiano austero"., al cual acertadamente alude el señor Jiménez Rojas. Ese cristiano como el gnóstico, como mil otros hombres que aparecen en muy diferentes campos, seguramente no necesita de concurrir al templo para alcanzar la presencia de Dios. Mas, en cambio, millones de hombres, católicos, mahometanos, budistas, o otras denominaciones, casi no conciben, o simplemente no conciben a Dios, si no es por la mediación del templo, de sus altares, de sus rituales y de sus sacerdotes. Ciertamente Dios no necesita de altares, como dice el señor Jiménez Rojas; pero los hombres sí necesitan de ellos. Y es para éstos, para los hombres quienes se erigen templos,  - acaso, por cierto, porque han olvidado, o porque no siempre pueden comprender que, según evangélicas palabras, repetidas por Novalis, ellos mismos son templos.

 

Vamos a decir otras palabras en orden a este mismo tema.

                                                                                                Septiembre, 1927

 

 

LOS HÉROES DE LA MISERIA

 

 

 

Los héroes de la miseria, la escultura genial de Juan Ramón Bonilla, que tiene para mí el encanto excelso, mayor que el de los escrúpulos, de simbolizar toda una filosofía rebelde y agresiva, -la que asoma en los ojos tristes y en los labios contraídos de los hambrientos- será colocada, dicen los noticieros, en uno de los salones del Teatro Nacional. ¡Eso no puede ser! Y hemos de oponernos a su realización los que somos de la hermandad de los desposeídos, de los que queremos poseer son robar y sin recibir limosna.

 

Levantar en el interior del Teatro el monumento divinamente bello de Bonilla, fuera arrebatarle la grandeza del simbolismo, porque quedaría allí como diciendo que Costa Rica refugia a los miserables, siendo así que ni siquiera hay cariño para ese ideal entre nosotros.

 

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