7. DISCURSOS
En realidad esta fue la forma expresiva más querida de Omar Dengo: los discursos. Se hizo famoso por la facilidad con que improvisaba y la persuasión con que motivaba a los oyentes. Su palabra, su verbo, como afirmaban sus amigos, fue un arma poderosa para defender sus ideales, aplaudir los héroes, persuadir a sus discípulos y hasta elogiar a los seres superiores. Nunca dejó de enseñar bajo esta modalidad. Aún en su lecho de muerte, poco antes de abandonarnos dejó oír uno de sus mejores discursos dirigido a los jóvenes de nuestra patria a quienes les pidió no desmayar en defensa de sus ideales y la búsqueda de ese ansiado porvenir lleno de gloria, luz y civilización que siempre dirigió sus pasos.
La temática que emplea es la misma que defendió en todas sus actividades solo que su facilidad de palabra, su dulzura de espíritu, su fuerza depositada en su sinceridad y su justicia, le hicieron cargar el honorable título de ser el mejor orador del momento. Y todos acudiern a él para oírlo, en la Escuela, la Plaza Pública, la Universidad, el Cementerio, el Teatro Nacional, El Congreso o en la privacidad de su Hogar.
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Generosa complacencia de algunos de mis compañeros estudiantes de Derecho, ha querido que venga yo a esta tribuna levantada para hacerle ofrendas a la Libertad, a traer un eco de la devoción que a los corazones jóvenes inspira ese elevado ideal, acaso no mucho con motivo de sus actuales realizaciones, aún raquíticas e impuras, sino más bien a causa de las que le darán efectividad en futuros tiempos, de las que, cuando la mente humanase haya compenetrado mejor de su esencia y sea más hondamente comprendido el objetivo de la vida, alumbrarán, a modo de otros tantos soles, desde todas las alturas de la tierra.
Sea, pues, en nombre de ese grupo juvenil y sin mengua de la convicción hermosa que anhela y augura el advenimiento de un Derecho mejor conformado que el actúa, un Derecho extraño a la opresión de los códigos, que no edificará prisiones, ni resolverá disputas sobre la propiedad de la tierra; que no se acogerá en ningún trance al auxilio de las armas, ni formulará sus mandatos de acuerdo con el arbitrio insano de las conveniencias, sea, repito, bajo la égida de tan venturosa idealidad, que vayan mis palabras a llevar un aliento de concordia y de esperanza a todos los que sinceramente laboran en la educación del mañana; a las escuelas, a los colegios, a los talleres y a los campos de labranza del fecundo suelo centroamericano.
¡Ojalá pudieran ellas atravesar, cantando libertarias elegías, las crestas argentadas de los Grandes Lagos, aletear más allá con regocijo sobre la cumbre esbelta del Izalco, penetrar por fin a los hondones de las selvas en donde moran los quetzales, esparciendo alientos de fraternidad y de vida, que hagan vibrar consuelos en el seno de los hogares que todavía sufren inclemencias del despotismo.
La niñez, la juventud, el grupo de los hombres que piensan, el de los que trabajan en el taller, el de los que aran la sementera, integran la fuerza renovadora de las naciones, la fuerza saludable que las impulsa hacia la victoria de sus verdaderos anhelos, que es pura como las sonrisas infantiles, vibrante como los entusiasmos de los jóvenes, luminosa lo mismo que el pensamiento, fuerte al igual que el mazo subyugador del yunque y tenaz cual el hacha campesina: ¡para ella es mi saludo! Que vaya como una brisa a besar las frentes candorosas de los niños, a refrescar el corazón de los jóvenes, a renovar el cansancio de los talleres, a recibir entre el estruendo de sus máquinas la solemne unción del trabajo, y a impregnarse de fecunda vitalidad en el fondo húmedo de los surcos recién abiertos.
Que saluden mis palabras a los que en esta tierra gentil de Centro América sufren y meditan, siempre que sean hombres libres y altivos, solo cuando sean hombres libres y altivos, que atesoren vigor para unirse a la peregrinación de los que siguen, a través de los enfurecidos mares, las huellas inextinguibles del Quijote; pero que mi saludo no se detenga reverente ante las anormalidades efímeras de las cosas, ni se incline servil al pasar frente a las portadas de ilusorios poderíos que al fin el tiempo arruinará, sin dejar de ellos otra traza que la marcada por el látigo en el dorso de los pueblos que los soportaron.
En estas festividades de conmemoración histórica, en que se hacen las humanas agrupaciones recíprocas promesas de amistad y ofertas mutuas de cooperación, suelen las conveniencias sobreponerse al deber, y a más proclamar ficticias convicciones, cantar las glorias de un bienestar no por todos sentido y los triunfos de una libertad por muy pocos disfrutada, que a menudo de preferencia ensalzan precisamente aquellos que más afrentas le infieren, como si con todo ello se quisiera acallar la honda lamentación de las muchedumbres que la infamia del predominio arrojó en el exilio del dolor. Esa hipocresía social ha llegado a convertirse en norma venerable, y debe ser en todo caso combatida por los que miran con dolor que se defraude la sinceridad de los hombres. Antes por el contrario, al pueblo debe decírsele la verdad. Es abominable seducirlo con fantásticas iluminaciones. Por eso es de desear, y prestigiosa conquista sería, que no ocurriera así de esta vez; que de verdad pudieran los pueblos decirse de corazón a corazón lo que sienten y lo que ansían, fuera sin duda, loable modo de recompensar los esfuerzos que a nuestros antepasados costó el iniciarnos en la superioridad de la vida independiente, y sería además, la manera mejor encaminada de adiestrarse progresivamente en la unificación de las tendencias para edificar el porvenir en forma tan sólida, que ninguna fuerza de retroacción pudiera aniquilar su existencia.
Porque concentrar la atención en un suceso, si se quiere heroico, alejado por el tiempo de esta hora en que el pensamiento colectivo debate las más importantes cuestiones, es tarea baladí si a la sombra del entusiasmo que su evocación despierta, no se invoca la visión del más allá, que a cada paso debe ser contemplada con ardiente fervor por los corazones que justiprecian el valor de la independencia, y cuya realidad requiere un acopio incesante de esfuerzos que sean, ojalá, lo más diestramente dirigidos, los más constantes; de afanes y sacrificios que atesoren exuberancia de renuevos para cubrirse al cabo de miríficas florescencias. Estos y todos los momentos deben ser consagrados a buscar los medios de darle estabilidad primero, y de ampliar después la libertad ya conquistada.
Y cabe recordar a este propósito que otra vez se insiste con inusitada fe en poner por obra el antiguo plan de agrupar en una sola nacionalidad las cinco Repúblicas de Centro América, tal vez pretendiendo impíamente sujetarlas a la barbarie de alguno de los centros que todavía se levantan sobre la faz del mundo con gesto repugnante de horcas que intentaron decapitar la civilización.
Hora es entonces de afirmar que la unión política de estos países no equivaldría a la fraternidad de los pueblos que lo habitan, sino al consorcio de las presiones que a veces los aniquilan. Si se comprende cómo se rige el progreso, qué leyes ineludibles combinan sus múltiples acciones, cuáles normas le están demarcadas por el espacio y por el tiempo, no debe pensarse, a menos de cometer un desacato, en impedir por sí mismo cumpla la obra de definitivo bienestar que le está recomendada. Foméntese sí, en cambio, todo otro asocio, toda otra mutualidad que no implique el acrecimiento del dominio expoliador, ni por ese medio promueva los dolores y las desdichas de la ruina.
Que antes bien, se facilite ampliamente el desenvolvimiento armónico de las capacidades sociales, que la cultura, solo posible dentro de la libertad, transformará al punto de convertirlas en los manantiales de siempre anhelados que han de derramar sobre el mundo el agua purísima de la paz.
Bien decía Esteban de la Boitie que no hay mal más adverso a la naturaleza que el de la esclavitud. Colocar a los países en ocasión de sufrirla tanto vale como destruirlos. Perturbar la tendencia equilibrada de la continua sustitución de adaptaciones individuales y colectivas, es atentar contra la humanidad.
Si no impidieron la pretendida unión las divergencias notables marcadas por las alturas de la tierra, la historia, la educación, y en general por la totalidad de las condiciones que rodean la vida de estos pueblos, el ideal robusto de la futura emancipación bastaría para repeler cualquier agravio a lo que ya tiene establecido la naturaleza a pesar de las ambiciones de los hombres.
Dos leyes fundamentales gobiernan el desarrollo de las sociedades: una de asimilación evolutiva; otra de progresiva diferenciación. La primera tiende a destruir la influencia de los egoísmos y a nulificar la acción de las impulsiones atávicas que siembran mojones de piedra entre un pueblo y otro y a las veces los colocan frente a frente, en el campo de batalla, a darle vida a la más horrenda tragedia de que pueda tenerse noción. La segunda realiza sin cesar la liberación del individuo, el perfeccionamiento gradual de su conciencia, de modo que día tras día alcance mayor dominio sobre las rebeldías de la naturaleza, de modo que hoy cautive el rayo, que mañana encarcele el mar y recorra sus grutas milenarias, que después atraviese los aires con arrogancia de águila inmensa, que esclavice por fin al universo entero y repose en la contemplación del eterno desfile de los astros, jamás interrumpido por las pasiones del huracán ni por el egoísmo de las tormentas.
La primera tiende a convertir la Humanidad en un solo pueblo hermano; la segunda se propone reproducir un hombre superior digno de habitarla.
Proceden ambas en misterioso e imperturbable acuerdo, por sucesiva eliminación de aberraciones, y por sus mensajeros el Arte y la Ciencia.
¿Se querrá decir que la iniciativa unionista se ampara a la amplitud de ese plan maravilloso y profundo?
¡Mentira! ¡Tan solo se quiere arrancar un puñado de mojones para fortificar el pedestal de un trono carcomido!
Triunfan solamente los pueblos que adquieren la conciencia de su evolución; los pueblos que conscientemente se consagran a engrandecer su cultura en todos los órdenes de las actividades sociales; los que arrebatan del hombro del soldado la lanza fratricida y 'ponen el libro bajo el brazo del niño.
En esa fe debe inspirarse nuestro voto de simpatía al pueblo salvadoreño: que bien pronto él, antes que ninguno otro, llegue a hacer del libro la coraza de sus esclavos, como bajo el peso de una mole inmensa lanzada desde el cielo, se arruinen todas las explotaciones, que le obstaculizan el goce de la dicha que merece.
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