Benedicto Víquez Guzmán: Algunos escritos sobre Omar Dengo Maison después de su muerte. Siete

| No Comments

Vivirás en nosotros como un espíritu sugeridor, como un compañero, como un ejemplo, como un maestro.

                                                                                               El Espectador, Bogotá.

 

 

De ellos recogió para su espíritu y no para su carne

 

Por Octavio Jiménez.

 

Omar Dengo fue un espíritu de una probidad ejemplar. Cuando después de su muerte volvemos los ojos a lo que nos quedó, casi no se agotan en el recuento los dedos de la mano. ¿En qué actividad de su vida no aparece reflejada profundamente esa virtud? De ahí que al pretender vincularlo en su totalidad a cuestiones o problemas cuya claridad no sea meridiana, los que en él tuvimos un inspirador nos llenemos de sobresalto. Se ha dicho, por ejemplo, que en los norteamericanos encontró muchas de sus "enseñanzas maravillosas". Hay norteamericanos de norteamericanos. Unos crean instituciones de bien, otros de mal. Omar estuvo con los primeros.

 

Me tocó la rara fortuna de ir con él a los Estados Unidos en 1915. ¡Cuánto bien me dio su compañía fraternal! ¡Qué guía tan austero me deparó la vida! Omar me fue abriendo aspiraciones, me fue poniendo en contacto con instituciones y hombres. Era un espíritu profundamente preocupado por adquirir sabiduría. Este término puede usarse en él sin que nadie vea la menor traza de petulancia. Su vida estaba abierta a las corrientes de sabiduría del mundo, de un modo natural. A los Estados Unidos fue poseído de esa inquietud. En Boston, apenas desembarcado, va a visitar la Universidad de Harvard. La conoce y alguna melancolía le llega viendo aquella juventud que recibe una disciplina fecunda. ¿No habría querido él tener la oportunidad de pasar por una universidad? Su pobreza no lo dejó se seguro.

 

Después, siguiendo un itinerario del espíritu, buscó el rumbo de Concord. Un tranvía nos dejó al cabo de una hora en el corazón del pueblito. ¿Qué recuerdos animaron allí su peregrinación? ¡Ah!, leía la correspondencia entre Emerson y Carlyle y una guía para el viandante le mostró que Concord se hallaba en las vecindades de Boston. De ahí su visita al pueblo lleno de tanta tradición histórica.

 

En el silencio de una tarde fría y triste visitamos la tumba de Emerson. Hacía pocas horas habíamos desembarcado y la prisión del barco nos seguía aún por la sombreada avenida de pinos que conducía al cementerio. No sabíamos movernos en tierra. Estábamos a punto de devolvernos, cuando un viejecillo a quien interrogamos nos puso con una sola señal junto al sitio que buscábamos. Frente al trozo enorme de cuarzo rosado que es el monumento del grande hombre, se llenó Omar de un regocijo extraño. De los pinos que daban sombra al monumento glorioso recogió él unas ramas. Yo no pude ser comedido y cogí cuarzo, trozos de aquel cuarzo rosado evocador de una vida que recogió para diseminar entre los hombres una gran sabiduría. Los guardo con cariño.

 

Una carta de Emerson recomienda a Carlyle a su hijo Eduardo, quien pasaría por Inglaterra en viaje a Alemania. "Dale tu bendición", le dice, y dile lo que le convenga ver a su paso por Londres". Después de nuestra visita de aquella tarde supimos que aún vivía ese hijo de Emerson. Había que visitarlo y otro día, muy de mañana, como pasajeros de un carretón, llagamos a la casa del Doctor Emerson. Ocupamos aquel divertido medio de transporte por invitación del carretonero que marchaba en dirección de la casa que buscábamos. ¡Cuántos planes se hizo Omar mientras el vehículo rodaba sobre el asfalto de la carretera! Eduarado Emerson nos recibiría regocijado apenas le contara que teníamos devoción por su padre y que habíamos venido atravesando el mar, desde muchas millas distantes, a sentir el influjo de aquel ambiente inspirador de una filosofía que perdurará a través de los siglos. Y nos pediría que le hiciéramos compañía y comentaría con él pasajes de tantos ensayos admirables. El hijo cada vez más hallado con el visitante devoto de su padre, iría prolongando su plática y convencido al final de que no era simulado el amor, pondría en sus manos, como presente sublime, algún manuscrito de los tantos dejado por el filósofo. ¡Qué regocijo sería ojear las páginas originales en que Emerson dejara para la eternidad tanta sabiduría!

 

Mas la realidad fue otra. El hijo de Emerson era un hombre vencido, recluido en su cuarto, sin ánimo para recibir a ningún visitante por muy devoto que fuera del padre.

 

Y como en Concord, Nathaniel Hawthorne había dado el vigor de su espíritu en cuentos y novelas admirables, Omar contempló de cerca la casa en que vivió aquel que de tanto deleite nutriera sus devociones literarias. Y como también Henry David Thoreau había puesto a fulgurar su estrella en el pueblecito apacible, Omar buscó la escuela en donde enseñara el que se tornó después en silencioso de Walden Pond.

 

¡Qué guía tan excepcional fue Omar! ¡Cómo fue despertándome devociones que perduran y llevan trazas de perdurar a través de mi vida! Su sabio ambular por Concord no terminó sin haber pasado largas horas en la biblioteca pública que guarda manuscritos de Emerson, y sin haber inquirido en una escuela, siguiendo la sed espontánea de su espíritu, los métodos de educación en práctica. Bien lo recuerdo en conversación animada y larga con la directora de la escuela de Concord. Nada parecía sorprenderlo y por eso era grande el regocijo que sentía cuando veía aplicando lo que él tenía ya sabido mediante disciplina austera. Porque Omar Dengo fue realmente un devoto de la escuela, no un improvisado que hiciera prédica de la educación de los niños para coger nombre y posiciones. Este viaje a los Estados Unidos lo hizo con sus propios y escasos dineros, nada más que por el ansia de estudiar las corrientes pedagógicas de esa gran nación. Sabía que sus educadores son gente despierta a todo influjo de renovación y quiso ver de cerca lo que ellos iban realizando en bien de la educación de los niños de su país. Por eso en Concord buscó la escuela y presenció lecciones  y conversó acerca de ellas.

 

De regreso en Boston lo seguí por las pequeñas colinas y llanos del cementerio de la enorme ciudad. Buscaba la tumba de George, del economista  Henry George. Por este norteamericano tenía gran estimación y conocía bien sus teorías económicas.

 

Allí terminó se peregrinación por Boston, porque enseguida un tren nocturno nos condujo a Nueva Cork. Esta ciudad, asentada sobre roca, fue para Omar Dengo, no un despeñadero de su vida, sino una saludable enseñanza. Buscó sus instituciones y las conoció cuando se internó en la Universidad de Columbia en busca de un Dewey y de un Thordike; cuando observó y reflexionó lo que el Teacheer's Collage hacía en el progreso de la educación; cuando abarrió sus ojos de visión certera y grande en los salones del Museo Metropolitano; cuando alzó su espíritu a la comprensión de la cultura que la ciudad, un tanto babélica, se empeña en crear y difundir.

 

He aquí el Omar que admiraba instituciones de Norte América. No  debe vinculársele en globo a los norteamericanos. Por haber sido testigo de lo que el grande hombre persiguió en su breve paso por los Estados Unidos, digo que de ellos recogió para su espíritu y no para su carne. Él nos dejó una piedra de toque. Cuando los profetas nos predican las excelencias de los norteamericanos para deslumbrarnos, vuelvo el pensamiento hacia la vida ejemplar que se nos fue. Excelencias sí, pero no las transitorias y opresivas del oro, que éste es manejado con los instintos del vientre que tiene su guarida en la calle que muere en Trinity Church. Excelencias del espíritu son las que perdimos a los profetas, que éstas no oprimen a pueblo alguno, no emigran de los Estados Unidos a acaparar tierras, a monopolizar la electricidad, a hacer carreteras, a matar nativos, a adueñarse de todos los recursos que dan vida independiente y autonomía a un país. Excelencias de los norteamericanos, mas no las de los prestamistas; sí las de un Emerson que ilumina la vida del hombre despertándolo a la conciencia de que hay en la naturaleza humana un resplandor sagrado que está por sobre todas las comodidades transitorias que ofrece el oro. Conciencia que mata el instinto natural a servir de instrumento de las fuerzas opresoras a cambio de blanduras fugaces.

                                          

San José, noviembre de 1929.

 

 

Pensando en Omar Dengo

 

Por Juan del Camino.1

 

Quisiéramos para Omar Dengo una manera nueva de honrarlo en su aniversario,2 porque lo que se ha venido haciendo no es digno de su vida fuerte y constructiva. Llevarle en procesión flores a su tumba y dedicarle pláticas y música no es ir al fondo de su vida. Esa rutina tiene que desaparecer o dentro de poco no quedará nada de Omar sino un recuerdo infecundo. Lo que pensó y sintió como hombre con aspiraciones de redención, morirá miserablemente. Harán de él leyenda y lo tomarán los bribones para justificar atrocidades. Cuando no lo beatificarán y se establecerá el culto que anula y envilece. Porque va por el camino de esas calamidades. Tanto bueno que trató de infundir hablando y escribiendo y no hay después de su muerte el trabajador que haga de la enseñanza, de la lección, medio de estímulo para la difusión. Aquí oirán, sus malquerientes, la llamada que los junta a preguntar ¿qué se hicieron los discípulos de Omar dengo? Pero como la pregunta la hacen siempre con los ojos puestos en sus años de dirección de la Escuela Normal, tenemos que decir a esos escarnecedores que ni Omar pensó en discípulos, ni el medio era para dárselos. La condición de discípulo supone la existencia de maestro en posesión de sabiduría. Y su naturaleza no tuvo nunca celdas dispuestas a alojar sabiduría. Fue, así lo creemos, un trabajador de excepcionales capacidades. No tuvo empeños ridículos. Dio su inteligencia a la obra educadora que lo retuvo hasta su muerte. ¿Cómo duele pensar que len torno suyo no se congregara la población escolar capaz de haber aprendido sus métodos de aprendizaje, su autodidactismo ejemplar. Sin embargo, esas escuelas no tienen otro fin que recogen a cuanta unidad quiera formar el ejército de la pedagogía y uniformarla y soltarla a marcar el paso. Rara vez aparece el rebelde que no muestra sumisión ninguna, que censura e irrespeta. Rara vez, porque lo usual es lo que vamos viendo en esa revista interminable de la  pedagogía y del bachillerato. Buscarle discípulos a Omar es cosa de zonzos.

 

Su aspiración grande fue matar la tendencia innata en el estudiante a marcar el paso. ¿Saben esto los que en su aniversario van a rodear su tumba, los que le dedican pláticas y cantos? Mejor hicieran meditando su obra. Canto alegre por haber puesto en práctica algún principio que Omar trajo y el cual vivió mientras él pudo alimentarlo, o no vivió en absoluto por causa del ambiente. Del alumno quiso hacer algo original y entonces continuó la práctica de las asambleas semanales implantadas ya por sus antecesores en la dirección. Dicen aquellas personas que lo escucharon regularmente que cada asamblea daba a Omar un poder que le inspiraba las mejores ideas de su vida. Y es natural el suceso. Veamos que eran para Omar las asambleas:

 

"Las asambleas que me corresponde dirigir participan de la variada obra de aquellos progenitores. Sigo conceptuándolas como instrumentos los más aptos para buscar el oriente que a la nave conviene. Por eso efectuadas hoy con un fin particular y mañana con otra forma, sus objetivos y modalidades concurren todos, dentro de una amplia tendencia, a promover el espíritu de institución de que habla el señor Torres. Y cada día lo consiguen más. La misma incesante mutación de la acompleja actividad de la Escuela les atribuye fin y les sugiere la obra oportuna; y en armonía con las nuevas necesidades y los nuevos problemas, modifica el uno, reforma la otra, y así, rectificándolos, readaptándolos, los perfecciona. Un día se lee y comenta, otro se dictan instrucciones, otro se pronuncia una oración cívica, o una disertación moral, o se hace una conferencia, et. Pero todo ello obedeciendo a los mismos espontáneos impulsos de la vida de la institución determina."

 

Buscar el oriente, es decir, hacer de la escuela a su cargo una institución viva y no el cernedor de huesos uniformes. Buscar el oriente para enseñarlo a la población escolara para que de la escuela fuera a crear y no a aplanarse y a vegetar. En esas asambleas establecía lo que para nosotros es salvador: la deliberación. El profesor exponía con el mismo espíritu que el alumno. Y nadie imponía parecer. Con lo cual el estudiante ganaba en libertad y medios de expresión. La deliberación da al hombre un sentido grande de la vida. La tendencia hoy es imponer la sumisión. Allí están los regímenes despóticos concentrando en una sola pezuña los destinos de una nación. ¿Qué deliberación se permite al despotizado? La voz de mando tiene que encontrar acatamiento pronto. Es natural que un ambiente así acreciente en el individuo, su instinto de obediencia y produzca al finalmente indiferente y sin ideales. El déspota perdura por el mal que hace matándole al hombre su poder deliberativo.

 

En la escuela dirigida por Omar dengo hubo la aspiración de formar educadores con espíritu capaz de no callar. Las asambleas daban al alumno libertad y ese alumno la usaba, la hacía móvil y se incorporaba a la institución. Recuérdenlo los que cumplen con el deber de hacerle solemne su aniversario. Vuelvan sobre sus escritos y lean:

 

"Ocurre que pueden llegar al estrado a comentar la palabra del profesor, a confirmarla o refutarla. Tienen derecho de hacerlo, y hay que darle hasta sistemática oportunidad al ejercicio de tal derecho. Solo temen al ejercicio de los derechos de la juventud los educadores que apoyan su obra en el miedo o en el respeto artificial que a fuerza de convencionalismos imponen. No sabrían qué hacer estos buenos hombres si los jóvenes les perdieran el respeto. En cambio, los que entienden arraigar su obra en el amor, jamás temen la irreverencia. Y cuando hay conflicto entre las opiniones de los jóvenes y las nuestras, disponemos de un admirable recurso: darles plenamente la razón, si juzgamos que la tienen; si no, convencerlos de la bondad de la nuestra. Esto que suele ser lo humano donde quiera, la verdad es que en los colegio ha solido entenderse de otra manera. El profesor tiene la razón, debe tenerla siempre. Pobre el alumno que intente defender la propia siquiera sea con el más distinguido respeto. Asimismo, le cederemos nuestro derecho si es mejor el de ellos y si no, sacrificamos el nuestro, a cambio de que la juventud tenga el ejemplo de nuestro sacrificio, mil veces más noble que la arrogancia de un triunfo impuesto."

 

Es grande en sugestiones este capítulo dedicado a las asambleas y retiene al lector reflexivo. Lo retiene para sugerirle, al volverse a cumplir otro año de la muerte de Omar, que trabaje y que recobre sentido creador el recuerdo que hagan de su memoria. Mucho debemos a la inteligencia de esa vida malograda por tantas adversas circunstancias que hicieron olvidar al país que tenía en ella algo realmente superior. Y no podemos sumirla en el rito que lleva al olvido mortal. Preguntémonos qué hay por hacer de lo que Omar concibió como aspiración que debían realizar las generaciones nuevas. Esto antes que las flores sobre su tumba, que nada dicen cuando no las lleva la mano que obedece a una inteligencia empeñada en penetrar hondo en la realidad para no vivir de la leyenda necia y estúpida. Esto antes que la plática insulsa hecha con el ánimo de lucir alguna habilidad oratoria. Insistamos en que a Omar no debe estudiársele con el ánimo de encontrar en él al pedagogo. No fue pedagogo este costarricense que trabajó por dar a la Educación Nacional un sentido de que ha carecido y sigue careciendo. Contra los pedagogos estuvo él, porque:

 

 "se encierran a ignorar a la juventud en la tradición rutinaria d una superioridad ridícula"; porque "creen que la suprema función de los colegios consiste en dictar cuadernos de ciencia muerta y consideran que todo lo demás es perder el tiempo".

 

Meditemos en lo mucho que su  inteligencia concibió y difundamos luz, la luz fuerte que él nos dejó.

 

Sugiere mucho el pensamiento de este espíritu activo y variado. Busaca el comentario en cada hecho y con su fina penetración nos retiene en sus pareceres. Para los que quieran librarlo de todo rito hay páginas suyas que deben ponerse a circular y así prepararán generaciones sensibles al peligro. Quiere hacernos comprender nuestra propia superioridad sobre el extranjero en lo que se refiere al resguardo de nuestros intereses. Piensa de seguro en tanto atolondrado que cede al extranjero todas las primacías cuando ese extranjero viene a "civilizarnos". Pero Omar no fue un atolondrado y dijo:

 

 "Odio al extranjero, no. Pero sí conviene que nos formemos la ilusión de que somos capaces de realizar por nuestra propia cuenta grandes empresas, grandes obras. El intento de concebirlas, el sueño de poseerlas, el ensayo de crearlas, el orgullo de suponerlas nuestras nos educan. Vana sería y no solo vana, sino peligrosamente adormecedora, una fe lírica en nuestra capacidad o en nuestra grande fuerza. Pero es concebible y realizable un propósito de darle realidad a la fe... Amor a lo nuestro destino. Ese amor nos salvará de algo peor que el odio al extranjero: la sumisión venal al oro extranjero."

 

No fue Omar un atolondrado que antepuso la capacidad civilizadora del extranjero a nuestra propia capacidad. Sabía que el extranjero se educa, en las naciones imperialistas, obedeciendo a principios que acentúan siempre su fe en las capacidades de su propia nación. Y por esto, pensando de seguro en esos extranjeros de procedencia imperialista, los pospuso al costarricense en la administración y regulación de nuestros propios intereses. Y nos dio vigilancia. Nos enseñó a no atolondrarnos cuando vemos que el extranjero pide campo para civilizar y trasplantar el bienestar que en su nación disfruta, prometiéndonos convivir con nosotros sin conquistarnos, sin volvernos a la postre sus vasallos. Visión clara la se este costarricense que no fue atolondrado. En su aniversario volvamos activas sus enseñanzas que nos aguardan para hacer obra creadora y fuerte.

                                                                               

  Noviembre de 1935.

 



1 Con este ensayo terminamos las opiniones escritas por diferentes amigos y pensadores de la época cercanos a don Omar dengo. Estamos seguros que de estos escritos el lector obtendrá una visión humana e intelectual del gran Maestro Costarricense. Juan del Camino es el seudónimo que utiliza Octavio Jiménez

2 Es el quinto aniversario y este escritor costarricense cada año escribía en su memoria, un pensamiento.

Leave a comment

Powered by Movable Type 4.23-en

About this Entry

This page contains a single entry by Benedicto Víquez Guzmán published on 20 de Diciembre 2009 1:16 AM.

Benedicto Víquez Guzmán: Algunos escritos sobre Omar Dengo Maison después de su muerte. Seis was the previous entry in this blog.

Juan Ramón Rojas Porras is the next entry in this blog.

Find recent content on the main index or look in the archives to find all content.