PARA JUSTICIAS EL TIEMPO
Manuel González Zeledón (Magón)
Fue en la Nochebuena de 1872 y, si hubiera sido en la de 1912, mis recuerdos no serían más claros. Esa noche cumplíamos años Nuestro Señor Jesucristo y yo, y con tan plausible motivo, en mi casa se armaba la gorda, pues mi familia ponía portal y, de refilón, me celebraba el natalicio. Por lo menos, yo me creía que todas las fiestas, músicas, villancicos, bailes de pastores, juegos pirotécnicos y demás jolgorios, no tenían otro objetivo que el de celebrar el aniversario de mi venida a éste que yo entonces juzgaba como valle de miel y hojuelas. Además, acababa yo de laurearme de Doctor en Cartilla y Doctrina Cristiana, algo así como in utroque jure, en la jamás bien ponderada recordada escuela de primeras letras de doña Eusebia Quirós, precursora de Froebel y de todos los kindergardens. De modo que mi cumpleaños, la terminación de mi carrera primaria, y la coincidencia de se Nochebuena, vinieron a presentar excusa para inusitadas alharacas.
No sé si fue con motivo de tales acontecimientos, pero es el caso que, para esa noche, se anunciaba la inauguración en la Plaza Principal del Circo Ciarini (Ciarini lo llamaba la Historia), el primero que llegaba a Costa Rica con leones, tigres y cebras, el primero que nos hacía el grandísimo honor de presentarnos el gran salón Leotard, y el primero que nos distinguía con las desternillantes gracejadas de un clown, "envidia de arlequines y payasos en el universo entero". Así lo decían los grandes cartelones que ostentaban sus brillantes colorines en todas las esquinas, hasta en la de mi casa, en donde un furibundo tigre de Bengala, azotado por un hermoso gladiador romano, saltaba por entre un aro de llamas que a gran altura sostenía una gladiadora romana, en tanto que, montados en el lomo de un leonazo de Numidia, hacían ejercicio unos gladiadorcitos, también romanos.
De fondos andaba yo sumamente escaso; la entrada a gradería, para esa función de circo, "para niños menores de diez años, cincuenta centavos; para adultos, un peso". Eso costaba. Yo era niño menor de diez años, pero no tenía la menor idea de lo que era ser adulto, y como al "torcido todas se le hacen", nada de extraño tendría que fuera yo a resultar adulto, justamente cuando menos necesitaba serlo. Había que poner en claro ese punto interesantísimo, antes de echarse por el mundo en busca de los reales para la entrada. Afortunadamente, Juan Castro, viejo soldado del 56, y encalador oficial de mi morada, me sacó de la tremenda duda. Estaba el hombre echando sapos y culebras, por la pegada del cartelón en la parte recién encalada de nuestra casa, cuando me acerqué a él con mi consulta.
-¡Hombre, Juan!, ¿quiénes son los que son adultos?
-¿Qué's la cosa?
-Que si vos sabés que's adulto.
-Claro que sé, ¿pa qué querés saber?
-Para la entrada del circo.
-Pa vos son de a cuatro reales; dejá de estarme jorobando y largáte de aquí con tus geografías.
Se me quitó un gran peso de encima. Juan, tendría sus razones para no explicarme el significado de la misteriosa palabra, pero ya sabía yo que, fuera lo que fuera, a mí no me tocaba. Y me largué en busca del empréstito.
Vendí mis bonos a la par, sin interés ni comisión y a cinco sábados de plazo, a mi padrino bautizante, e Excelentísimo doctor don Martín Mérida, Enviado Extraordinario de la República de Guatemala en Costa Rica, e hipotequé mi palabra de honor, libre hasta entonces de toda clase de gravámenes y servidumbres. A la memoria de mi ilustre padrino debo infinitos respetos y cariños por mil otros servicios y bondades pero ése ocupa preferente lugar en mis recuerdos. ¡Que Dios se los haya tenido en cuenta, si de abonos de alguna especie hubiere necesitado aquel cumplido ministro de Dios y de su patria, excelente caballero y noble amigo!
Y como yo era "niño menor de diez años", y tenía en mi bolsillo los consabidos "cincuenta centavos", al circo me fui derechito a comprar mi entrada y asiento de gradería. Eran las tres de la tarde, y los anuncios marcaban las ocho de la noche, como hora para dar comienzo al espectáculo.
Naturalmente, la boletería aun no estaba abierta; en la espaciosa carpa extendida en la esqina sudeste de la Plaza Principal, y adornada con banderolas y gallardetes de todos los colores y nacionalidades, se llevaba a cabo la faena de aplanar el redondel, en donde los caballos habrían de ejecutar sus proezas, y de cubrirlo con serrín de madera que estaba amontonado al lado de la carpa. Las fieras, la maravillosa cebra, la colección de monos sabios, los caballos, los ponies, la mula mañosa, y demás elementos de la colección zoológica, estaban ya ocupando una pequeña carpa vecina a la del espectáculo; los mozos no se daban punto de reposo en el arreglo de trapecios y argollas, garfios, roldanas y torniquetes; las grandes farolas o candilejas rebosaban petróleo; los andamiajes de la gradería resonaban a los continuos golpes de martillos y de mazos; las lonas de la inmensa carpa ondeaban a impulsos del viento alisio de diciembre, formando oleajes difícilmente contenidos por los tirantes de recio cable, y producían ruidos sordos como de lejano trueno. Y en medio de aquel vaivén de peones y maromeros el señor Ciarini, con sus altas botas charoladas y su sombrero chambergo, sus gruesos bigotes y perilla al estilo de la casa de Saboya, y un pequeño látigo que su impaciencia hacía crujir. ¡Qué espléndida figura, qué majestuoso porte!
A él me acerqué con mis cincuenta centavos, y respetuosamente le requerí para que me vendiera el mejor asiento de gradería que pudiera ofrecerme. No se dignó atenderme: con voz imperiosa me dijo:
-Ayude a traer el serrín para el redondel, ¿apure!
Y quedé convertido en sirviente, por obra y gracia de su insolente imposición Estuve acarreando serrín, hasta que el redondel quedó completamente preparado; después me mandaron a acarrear agua para las bestias; el balde era pesado, pero mi energía era inquebrantable; gran parte del agua me bañaba de media pierna para abajo; poca llegaba a la canoa de las sedientas alimañas.
Por fin, todo estaba listo, nos arrojaron fuera de la carpa a todos los muchachos ayudantes, no nos dieron ni las gracias. No las necesitaba. Yo había tenido el honor de conocer al señor Ciarini; había visto el clown, y hasta le había ido a comprar un real d tabacos: había estado a cinco pasos de distancia de la jaula del león, y a seis o siete de la de los tigres; había visto la cebra, y hasta había presenciado el acto de pintarla o repintarla con nitrato de plata, que manchaba los dedos de negro, que ni el jabón podía disolver. Todo lo había visto, observado, catalogado; era el más feliz de los niños menores de diez años que encerraba la tranquila ciudad de San José de Costa Rica, en el mes de diciembre de 1872.
Esperé, cercano a la candileja, a que abrieran la boletería; compré el primer boleto, y corrí con él a casa a lavarme, a peinarme, a sacudirme para volver sin demora a escoger puesto en la gradería, y situarme en el punto más conveniente para gozar de todas las peripecias del espectáculo. No quise comer; al diablo con el apetito; lo imperioso era el Circo, y a él regresé sin demora.
Aun hube de esperar a que la policía, los serenos, llegaran a ocupar sus puestos de vigilantes; nadie me arrancaba de la cuerda que sujetaba la cortina de la puerta de entrada. ¡Por fin...!
La gran candileja central iluminaba con radiaciones de incendio todos los ámbitos de la gran carpa; escogí mi puesto, lo cambié varias veces; éste era demasiado alto, aquél demasiado bajo, el otro no quedaba exactamente en frente del trapecio, éste sí, éste, el mejor sin duda, mirando al espacio en donde se situaba la banda militar, a espaldas del palco del Gobernador, frente al boquete por donde tenían que aparecer los artistas; sí, éste era el "más mejor"; y allí me senté y me acomodé, como si me hubiesen clavado, atornillado con pernos y tuercas.
Fue llegando toda la gente, primero por parejas, luego por grupos, más tarde por montones, y se llenaron las galerías, los palcos, los pasillos; no había en donde echar un alfiler; el Gobernador don Mateo Mora, con su Secretario y el Fiscal, y muchos otros señorones, y señoras con crinolinas y vuelos, y bucles y peinetones, y la banda tocando sus mejores y más incitantes pasos dobles, y los chiquillos vendiendo confites y distribuyendo programas, y el león rugiendo en su jaula, y los tigres maullando como intensísimos gatos, y los monos chillando, y yo en la gloria, como yo me figuraba la que en el Catecismo de Ripalda se promete a los buenos, a los justos, a los inocentes.
De uno de los grupos tardíos que buscó acomodo del lado en donde estaba mi asiento, se desprendió un hombre como de unos veinticinco años, pequeño de estatura, macizo, pelo rizado, ojos azules, barba y bigote rojizos; recorrió con la mirada la galería, y al divisarme se vino derecho a mí, abriéndose campo por entre la apiñada muchedumbre que ocupaba las gradas inferiores; me tomó bruscamente la muñeca, y colocó el dedo del corazón sobre la arteria de mi puño.
-Chiquito, ¿qué es lo que usted tiene? - me dijo con aire de gran preocupación.
-Nada, señor, yo no tengo nada.
Me pasó la mano izquierda por la frente, y me dijo:
Usted tiene una gran calentura, ¿dónde vive usted?
-A dos cuadras de aquí, esquina opuesta al Seminario.
-Pues hijito, corra a su casa a que le hagan algo, porque Ud. Está muy enfermo, corra; yo le cuido el asiento.
La excitación nerviosa en que yo me encontraba, la fatiga de los trabajos del día, el pequeño resfriado que la mojada de las piernas y pies me había ocasionado, y la falta de alimento durante las últimas diez horas, unido a la seriedad con que aquel hombre me hablaba , me sugestionaron al extremo de sentirme acalenturado. Puse toda mi confianza en mi improvisado protector, le entregué mi asiento, y salí escapado para casa a que me hicieran algo, con la esperanza de volver inmediatamente, sin perder ni siquiera la primera parte del programa.
A casa llegué desalado; acudí a mi abuela, que era nuestro médico de cabecera, expúsele mi querella, contéle las circunstancias, y rióse de mi simplicidad.
-¿No tengo calentura? ¿Y cómo el hombre me dijo...?
-No sea abobo, hijito; vuélvase al circo; ese hombre, lo que quería era quitarle el asiento. Ármele un escándalo, pero no lo deje que se lo quite.
¡Mil rayos y mil millones de centellas! ¡Lo que es ese colorado no ríe de mí!
Al Circo volví, lleno de indignación, rabioso, herido en lo más íntimo de mi alma de niño menor de diez años.
Cuando el hombrecillo me vio acercarme, soltó una carcajada que aún resuena en mis oídos. Atropellé a los espectadores, me escurrí entre las gradas, y llegué hasta mi hombre.
¡Déme mi asiento!
-¿Cuál asiento? ¡No venga a molestar!
-¡Que me dé mi lugar, viejo mentiroso...!
Me dio un empellón, me arrojó de la gradería, y llamó a uno de los serenos, a quien me denunció como atropellador y escandaloso. El policía no oyó mi alegato, me amenazó con echarme fuera de la carpa sino me sosegaba; los circunstantes, empeñados en escuchar las gracejadas del gran clown, me ordenaron callar. Comprendí que estaba perdido si pedía que se me hiciera justicia; de nada me valía mi personal amistad con Ciarini; El cielo me había abandonado. Me resigné, y tuve que pasar el resto de la representación confundido con la multitud en uno de los pasillos, sin poder ver lo que pasaba en el redondel, que yo había ayudado a cubrir de fresco y oloroso serrín de cedro, sin ver la pantomima, sin mirar las piruetas del clown ni sus habilidades con varitas y bonetes; de las fieras, solo los rugidos y aullidos pude escuchar; y muy de tarde en tarde lograba apenas divisar, por entre las piernas y barrigas de los adultos, la regordeta figura de la equitadora, los amplios pantalones del payaso, las patas pintadas de la cebra, y las ruedas de las jaulas de las fieras. Solo el salto Leotard vi, allá en el aire, a prodigiosa altura; el maromero que lo dio, se meció por largo rato en un trapecio; otro maromero colgaba de las corvas, de un par de argollas pendientes del techo; el saltador soltó el trapecio, hizo un giro gracioso en el espacio, y cayó en los brazos del otro, sin sacudimiento, sin precipitación; bajó por una cuerda al redondel; le perdí de vista. El público aplaudió frenéticamente.
Mi hombre, mi pelirrojo, el grandísimo mentiroso que me había arrebatado mi asiento y me había engañado y maltratado, reía, aplaudía, gozaba inmensamente, tanto o más que todo el resto del público. Me sorprendió que gozara, pues yo creía que todos los hombres tenían conciencia; así lo dice el Catecismo de Ripalda. Está equivocado.
A mi vuelta a casa, nada dije; a quienes me preguntaron por la función del Circo, les hice fantásticos descripciones de cuanto había visto, y exageradas apreciaciones del gran salto. Oculté mi humillación, y a nadie confié mi inmenso quebranto.
Cuando llegó la hora de los cánticos y de los villancicos al Niño Dios, todos los muchachos nos acercamos al Portal, y entonamos con los viejos nuestras salutaciones al Salvador del Mundo. Al final, se rezaba un Rosario acompañado de músicas y pólvora, y en una de las partes de éste se hacía la petición, se presentaba verbal o mentalmente la solicitud a Dios de los favores deseados, de las necesidades satisfechas, de los perdones merecidos.
Entonces me acordé de que hay un Dios de justicia, un Señor de todo lo creado, Todopoderoso, para quien todos los peti-colorados del universo, todos los serenos y policías de la Tierra, todos los que se burlan del dolor de los "niños menores de diez años", son como el polvo del camino arrebatado por el viento, como la hoja seca deshecha por la tempestad, como la nube herida por el rayo; y a ese Dios y Señor le pedí justicia para ese instante, para el día de mañana, para dentro de muchos años, pero justicia.
Y siguió la fiesta y la cena de tamales olorosos, y el baile, y, por fin, el sueño, aliviador de todos los pesares.
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Era el año 1876, veinticuatro años más tarde.
Entre varios documentos de plazo muy vencido y escrituras hipotecarias que debían ejecutarse, otorgadas a favor de mis poderantes, los señores William Le Lacheur Son, de Londres, campaba en mi escritorio la de un tal Perico de los Palotes, a quien llamé a mi oficina para que me hiciera proposiciones para evitar el remate de la finca.
El día señalado en mi citación apareció el sujeto. Lo reconocí en el acto. Los veinticuatro años no habían borrado sus facciones, no habían cambiado su fisonomía; la misma cabeza rizada, los mismos ojos azules, la misma barba de herrumbre salpicada de manchones blancuzcos, sucios.
-¿Qué desea usted?
Vengo a se llamamiento para ver si logro que me dé un respiro para el pago de mi hipoteca. Las cosechas han sido malas; el precio del café no paga las cogidas; los animalillos no tienen pasto, porque los potreros están secos; parece que me hubiera caído la maldición de Dios. Si me obliga al pago inmediato, habrá que rematar la finca, y me deja en la calle; si me espera, pagaré en un par de años, con intereses y gastos, y me salvo. ¿Qué me dice?
-Siéntese usted y hablemos. Su fisonomía no me es desconocida, me parece haberle visto a usted hace ya muchos años, y si mi memoria no me es infiel fue una noche, Nochebuena, cuando se inauguró en la Plaza Principal un circo, el de Ciarini; estaba yo sentado en la gradería, y ...
-¡Qué memoria tiene usted! Yo apenas recuerdo eso muy vagamente, y solo me lo hace recordar el hecho de que habiendo llegado tarde y no encontrando acomodo, le metí un gran susto a un chiquillo pecosillo, a quien le hice creer que estaba muriéndose. El chiquillo se fue en un temblor para la casa, pero de seguro comprendió de camino el engaño, porque volvió hecho una furia, y armó una gran gritería por su asiento; yo llamé a un policía, éste lo retiró, y yo me quedé tranquilo. Vea señor González, muchos circos han venido después con gangas, pero ninguno me ha hecho la impresión que ese de Ciarini en la noche de su estreno, mi palabra de honor.
- A mí me pasa exactamente lo mismo: ninguno me ha impresionado tanto como ése, en esa noche; no tiene usted más que fijarse cómo me impresionaría, cuando sepa que yo, yo mismo, era y soy el chiquillo pecosillo a quien usted dio el gran susto, a quien usted robó su asiento, y a quien usted, abusando de su tamaño y de su fuerza, de mi flaqueza y de mi insignificancia, arrojó a empellones de la gradería, e hizo ultrajar por la policía no menos brutal e injusto que usted.
-Pero, hombre, ¡quién hubiera creído...!
-Hemos terminado; si dentro de tres días no ha pagado usted su deuda, entablaré la ejecución sin ningún género de contemplaciones; hombres que, como usted, son crueles con un niño, no merecen la compasión de Dios ni de los hombres.
Puede retirarse.
Hubo remate.
¡Para justicias el tiempo!