Olga y Toñito. Cuento de Jaime Gerardo Delgado Rojas

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Olga y Toñito 

Olga nació en 1898 en una casita por el Paso de La Quintana, bajando hacia el río La Bermúdez. Ahí fue criada por su madre y abuelo. Para cuando se anunció la construcción de la nueva iglesia, era la tentación de los varones: una linda sonrisa, algo pícara, que dejaba ver sus dientes blancos y bien ordenados y sus labios de un rojo natural; una mirada perspicaz y auscultadora, ojos negros y muy vivaces permitían traslucir su felicidad interior.

Gustaba de ir, los domingos por la mañana, a ver a los niños y jóvenes bañarse en la poza La Cazuela en el río, muy cerca de su casa. Ahí, sentada en una piedra, muy recatada exhibía su pelo largo, lacio y trigueño apenas amarrado en cola, que dejaba sueltos algunos cabellos en la cara, blanca como su madre que, fuera de la picardía de su sonrisa, daban al conjunto un aspecto angelical. Esa sonrisa sana, sincera y alegre la acompañó en todo momento, incluso en los más difíciles. Su madre, Clarita, la tuvo soltera pero eso no importó, como última hija le correspondió cuidar de su padre don Rosendo hasta su muerte, lo que le permitió seguir en la casa del viejo, muy cerca de la poza La Cazuela. Crió a la niña y cuidó de su padre. Por ser buena y no conocérsele visitas furtivas, el cura, los beatos, las hijas de María o las comadronas del Santo Sepulcro, no la abrumaron por su falta de marido; nunca hubo noticia del padre biológico, que por las características físicas de Olguita se presumió que era un español que anduvo por San Pablo; mas esto tampoco a nadie le importó pues Rosendo fue padre y abuelo.

La muerte del viejo, cuando Olga contaba con apenas 12 años, rompió la frágil unidad de la familia, empero a Clarita le había correspondido dedicarse al trabajo duro, cuando el viejo muy enfermo no pudo trabajar: coger café, hacer rondas, desgranar mazorcas para amasar y vender tortillas, lo mismo que cuidar gallinas, recoger huevos y venderlos para comprar carne y leche para el sustento propio y el de su hija.

Olguita, muy jovencita fue la atracción de los varones de los alrededores: era delgada, de esas cuyo cuerpo habla de los buenos cuidados de la madre, la que en su pobreza buscaba que anduviera bien vestida. No muy alta, pero en sus escasos 55 kilos había de todo: coquetería espontánea, senos pequeños, piernas bien contorneadas y trasero redondeado. Será igual después del parto y muchos años después, incluso en su menopausia, cuando la inmensa familia de don Antonio, el gamonal, le pidió que hiciera la lista de los hijos, para hacer la esquela mortuoria de su muerte que irían a publicar en el periódico La Nación, anunciando el dolor de la familia, - llevo 47. Creo que me faltan dos, o tres.Los hijos e hijas entre legítimos y naturales, entre supuestos y seguros, que había tenido don Antonio en su vida, hasta sus 70 años, cuando murió.

A Clarita le agradaba la idea de un buen partido para que ahí terminaran sus suplicios. Ofrecer la niña a un buen postor no era mala idea y en el San Pablo no faltaban buenos partidos entre los hijos de las familias ligadas a la producción cafetalera. Olga afinaría su puntería y pondría el ojo en uno de los hijos de los gamonales: Antonio, de 22 años, el primogénito de don José Daniel y doña María Felicia, la hermana de Genoveva, quienes aun no formaban una pareja de bien casados, como lo indica la Santa Madre Iglesia, pero que ya contaban con varios hijos: eran dueños de algunas tierras y de una gran familia. Sin embargo, la conquista de Antonio no fue fácil. Él había aprendido de su padre que mejor era invertir en mucho lado y luego cosechar en los mejores. Así que, para el joven Antonio, la joven Olga fue un buen divertimento de unos días o unas semanas, incluso algunos meses. Ella no desesperaba. Si bien la idea de su madre era la del matrimonio, la de Olga era, como otras, pescar con embarazo y a partir de ahí, acudir al casorio obligado por la ley.

Pero el embarazo no se dio ni en el primer mes, ni el primer año, ni los subsiguientes. Por esta ruta, ella y Antonio se fueron enamorando sin casarse y se fueron uniendo cada vez más como pareja sin la bendición de la Santa Madre Iglesia. Clarita murió de una larga enfermedad, sin ver a su hija en su casorio en la nueva iglesia de San Pablo: esa que eternamente no empezaba a ser construida. Olga quedó en la casa del abuelo y heredó de su madre sus trabajos: el cuido de los cafetos, las gallinas, lavar la ropa en el río o en las pilas cerca de su casa, .... más, de vez en cuando, recibir a Antonio, sobre todo cuando algún peón de alguna de las fincas lo corría pues no pasaba de embarazar sus hijas y ofrecerle trabajo junto al resto de la peonada.

Olga aprendió que su amor era compartir y compartió a Antonio: no solo durante estos años, sino más. Cuando, por el año de la crisis mundial pasó de los 30 y Antonio un poco más, vino el embarazo. Lo había logrado: tener a Antonio solo para ella, pero transmutado en un hijo, al que también llamaría Antonio. De ahí en adelante, el niño Antonio, primero, luego el joven y más tarde, el adulto Antonio quedará pegado a su madre como un parche; la acompañaba a todo lado, incluso a ver los muchachos en sus gambetas en el agua, los domingos por la mañana, en La Cazuela: lo disfrutaba como su madre, no más viendo. Tampoco fue a la guerra en el 48: ella no lo dejó aunque estaba bien entusiasmado por Pedro, su amigo de la infancia, un calderonista que empuñó las armas en contra de Figueres y que integraba la célula gobiernista del lugar. Fue como un parche de su madre hasta su muerte, en su temprana ancianidad, algunos años después de la muerte de Antonio, el gamonal.

Olga no preguntó nunca los andares y venires del padre de su hijo: los conocía todos. De ahí que doña Ana Micaela, cuando él murió, le pidiera por favor que hiciera la lista de todos los dolientes para publicarlo en La Nación. La cuenta era larga: cuando tuvo a su Toñito decían que eran más de 15 hijos y fue cuando Antonio se casó con la viuda doña Sebastiana, la dueña de un beneficio de Santa Rosa y con vinculaciones comerciales internacionales. Don Antonio la conoció siendo peón pues, aunque hijo de gamonal, había que hacer de todo en los tiempos difíciles y esta vieja, como la llamaba, tenía sentido empresarial, era preparada y sabía que este romance le permitiría ampliar, no solamente su familia, sino los negocios. Con Sebastiana había engendrado un par de hijas gemelas, antes de su casorio: el era buen peón, pues sabía dónde sembrar y esas gemelas nacieron el mismo día que el hijo de la Olguita.

Quedó viudo al cabo de 12 hijos. Ella murió porque no pudo soportar sus largas neumonías provocadas por los húmedos inviernos, los negocios en las crisis y un marido compartido. Le faltaba calor decían en San Pablo, o tenía demasiado fuego. Para entonces, don Antonio había bien armado otro negocio: su segundo matrimonio llevaba años e hijos en casa de don Higinio, con Ana Micaela, mujer blanca, alta y algo gruesa: en su seno se gestaron los últimos hijos de Antonio, aun siendo esposo de Sebastiana. Ana Micaela fue madre de 10 y lo acompañará hasta su muerte. El corazón le falló a los 70: eran muchos los hijos que no cabían y reventó.

Después de su entierro en el cementerio de San Pablo, Olga se retiró a su casita en La Quintana y ahí se fue gastando, poco a poco, como si quisiera acompañar al padre de su hijo. Ya no iba a ver los niños y jóvenes a La Cazuela. A veces iba al cementerio. Salía de su casa en la Quintana, pasaba por las Pilas, donde tantas veces vino a lavar la ropa, como lo hacían las muchachas en verano y de ahí por Calle Real hacia el Beneficio de café de don Eloy, para voltear al Cementerio. En otras oportunidades su caminadita era más corta. Al principio iba a la bóveda y quedaba un rato sin hablar, como esperando que Antonio tomara la iniciativa. Después no. Evadía entrar al Campo Santo y más bien giraba hacia la Iglesia vieja, pero no entraba, y de ahí a su casa. Luego el recorrido fue aún más corto. Una vez Toñito la acompañó para ampliar la ruta: le habían recomendado que la distrajera variándole rutinas, que eso era bueno: su idea era llevarla por la Calle María Manca y el Uriche; luego a La Meseta para pasar frente a la Iglesia recién construida y a la casa. Pero no se arriesgó: estaba débil la vieja y aunque pasó frente a la nueva iglesia donde Clarita quiso verla de novia bien casada. Olga fue por cortesía con el único regalo duradero de Antonio el gamonal. En fin andar por el centro de San Pablo, aunque sin inmutarse de seguro, era para despedirse.

A los dos años había olvidado donde vivía, las listas, las rivales, las muchachadas en La Cazuela, los beatos, las gallinas y el cafetalito de atrás. Ahora no debía salir de la casa: se perdería. Después perdió el recuerdo de su madre, más tarde el de su padre. Excepto el de los dos Antonios. Un médico audaz diagnosticó demencia por deficiencia tiroidal, pues en su juventud le habían operado la garganta: se lo hicieron para evitarle el güecho. A don Antonio le tocó mandar un peón para el cuido de la casa y algún dinero para la recuperación. Toñito aún no había nacido. El tema de su tiroides quedó ahí, estancado, por toda la vida: del mismo solo una pequeña cicatriz. A poco más de los 60 el deterioro neuronal se fue acentuando. No caminaba y solo se alimentaba por la mano de otro, de Antonio, el único recuerdo que quedaba firme y que no se borró ni con su muerte.

El hijo Antonio asumió todas las tareas de su madre: cuidar de las gallinas, coger café e ir, algunos domingos sí y otros no, a ver la muchachada bañarse en La Cazuela en el Bermúdez; pero también cuidar enfermos: lo aprendió de su madre y empezó con Olguita hasta el final. Cuando ella murió, el adulto Antonio entendió que también le correspondía sustituirla en el amor eterno y por ello amó... para quedar soltero para siempre.

- Linda mujer era la Olguita - dijo don Memo. - Buena mujer fue doña Olga - dijo Chepe Concepción y dirigiéndose a Antonio - todos, Toñito, recordamos a tu madre con gran cariño.


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This page contains a single entry by Benedicto Víquez Guzmán published on 20 de Julio 2011 3:12 PM.

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