Ignoro si lo vivido es un sueño o una realidad. Lo cierto es que, de unos días acá, he tenido muchas vivencias que me confunden y ya ni siquiera busco la manera de encontrarles explicación. El otro día, de pronto, vi que la ciudad cobraba una apariencia extraña. Experimenté la sensación, de que era transportado por los aires y desde las alturas comenzaba a divisar, cómo los hombres y las mujeres, niños y ancianos, comenzaban a dejar sus casas y sus talleres y lugares de trabajo. Serían las diez de la mañana y, desde mis alturas, observaba a la gente abandonar la ciudad y cómo, poco a poco, sin sus pertenencias, sólo con algunas comidas rápidas, se iban internando en las afueras de las enormes zonas residenciales. A pie, no utilizaban medio de transporte alguno; salían como hormigas y giraban en espiral, con los ojos puestos en la tierra, como tratando de buscar algo y avanzaban hacia los valles y colinas que, a lo lejos, apenas si se percibían. Seguían tercos, algunos con sus hijos recién nacidos en sus brazos, sobre todo las mujeres, y los hombres y jóvenes con varitas, recién cortadas de algún árbol, en sus manos, caminaban tocando las piedras, el zacate, las calles, todo, todo lo que encontraban a su paso. Arriba, yo los seguía con detenimiento, atrás quedaba la ciudad desierta. Se veían los edificios solos, las fábricas y sus enormes chimeneas, apenas humeantes, los trenes, los aviones, los buses y hasta las bicicletas, colocados en los diferentes lugares, donde, seguramente, los habían puesto sus dueños. A fe que me daba tristeza mirar tan sola la ciudad, tan triste, tan sin alma, y meditaba, mientras seguía el deambular de las muchedumbres, ¿por qué la gente deja la ciudad, el esfuerzo de tantos años de trabajo, sus inversiones? y no alcanzaba a obtener respuesta. Subían montes y los bajaban, recorrían valles interminables y sólo descansaban un poco, las mujeres para darle de mamar a los recién nacidos, y los hombres para fumarse un cigarrillo. Después de unas horas, seguían su lucha incansable, su afán indescifrable por alcanzar algo. Esa vivencia se me parecía a una búsqueda desenfrenada, irremediable, infinita, a la que ellos no podían renunciar. Se ponía el sol y volvía a salir y, cada vez, más personas avanzaban por todas partes y a ellas se habían unido, desde hacía algunos días, toda clase de animales, domésticos y salvajes. No se hacían daño entre sí, ni a las gentes, que seguían. También ellos perseguían la misma meta.
Fue una mañana hermosa, recién había salido el sol y ya comenzaban a divisarse las figuras, sin el disfraz de las sombras, cuando mis ojos aterrorizados vieron un valle enorme, seco, frío, casi sin brisa, lleno, pero lleno de gente acostada, pegada a la tierra, boca abajo, inerte. De pronto, se me parecía a un mar sin olas, repleto de peces muertos, colocados uno del lado del otro, casi simétricamente. Bajé un poco, para poder verificar lo que allí pasaba y con estupor comprobé que aquella muchedumbre, hombres, mujeres, jóvenes y niños, de igual manera que los animales, estaban irremediablemente muertos. Apenas me sentaba en una piedra, para reponerme de aquella macabra visión, cuando vi un anciano que aún tenía vida, era quizás el último que estaba llegando con un poco de aliento, al valle de la muerte. Impresionado me le acerqué, lo incorporé y casi, por instinto, le pregunté:
-Dígame Señor, ¿Qué es lo que buscan, tan desesperadamente?
El anciano levantó su rostro, lentamente y con gran solemnidad, me respondió:
-Agua.
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