ELOGIO DE MARÍA1
Estoy apenado de haberles anunciado esta plática, porque puede ser que Uds. estén esperando un discurso recargado más o menos de conceptos impresionantes. No he pensado sino en dejar discurrir una serena meditación. El sábado, no sabía con precisión qué les diría en elogio de la madre de Jesús. Todavía no lo sé.
Tengo desde hace días en el corazón el deseo de hacer un elogio de María, la madre de Tristeza, que dijera un poeta, la mujer hebrea, de casta de reyes, Madre de Jesús. Es como un pajarillo prisionero: se le va a dejar libre. ¿Qué rumbo tomará? ¿En qué fronda irá a deshacer su trino?
¿Por qué he pensado en María? Me ha conmovido siempre la piedad de la adoración que las mujeres le consagran. Me ha impresionado con cierta mística perturbación el lenguaje metafórico, Torre de Marfil, Estrella Matutina de las plegarias que ante un altar derraman los corazones, como un incienso que saliera del espíritu. He oído, casi con devoción, de labios de los grandes oradores sagrados, la interpretación del dolor supremo de María. La he admirado en las telas de los Murillos, en los vitrales conmovidos de luz crepuscular, y en los altares del mármol luciente. Por cierto que en mis recuerdos de niñez hay uno, asociado a prematuras tristezas, en el cual aparece como única luz de consuelo la mirada, toda ternura, de una imagen de María, coronada en Mayo de lirios, reclinada, como una meditación, a un alto muro teñido de pálidos oros crepusculares.
Por cierto que de niño detuve allí el corazón, pero ha sido de hombre que detengo en ella el pensamiento, en la Madre bendita entre todas las mujeres. ¡Bendita, la más alta, la más digna de Dios! Ella, cuyo espíritu alcanzó la mayor compenetración con el misterio mesiánico, porque de su cuerpo brotó la maravillosa Flor de Divinidad: el Maestro Bienamado - y porque su espíritu le ofreció a los hombres el mayor, el más delicado, el más fecundo de los dones. No cuenta ninguno de los Evangelios nada que revele quién fue esta mujer: nada se dice de Ella en los Evangelios. Se adivina toda la incomparable grandeza de su carácter; se adivina toda la grandeza de su humildad; se siente palpitar su pureza; se sobrecoge uno ante la majestad de su amor. Se estremece uno hasta sentirse desgarrado ante aquella sobrehumana capacidad de sentir dolor. Pero nada más sabemos fuera de que perteneció a casta de reyes. No hay, me parece, en todas las figuras que el Evangelio pinta, ninguna que demuestre tan sencillamente, ¡tanta y tan alta grandeza, tanta y tan alta trascendencia! ¿Por qué fue Ella la escogida para ser la madre del Maestro Bienamado? Acaso es difícil comprender los enigmas que están presentes en su vida. Ella, Madre también de los redimidos, entregó a su hijo, lo dio todo, en vida y en gloria, en divinidad, sin conservar para sí ninguna alegría, ningún consuelo, ninguna esperanza de las que pudo darles a todos menos a ella, el Maestro de Amor. Las palabras de Simeón se cumplieron siempre: "Una espada herirá tu corazón."
No conozco en labios de Jesús una sola alabanza para su madre. Misteriosa grandeza la del amor del hijo, pero más misterioso el amor de la Madre.
Grandeza que refleja lo que constituye la verdadera grandeza de la mujer en la tierra. Porque, reflexionemos en esto. Jesús va esparciendo su doctrina: atrae a las multitudes con el imán de su palabra: Jesús aconseja, cura, redime, llena de esperanzas los corazones de todos los demás. Él lo era todo para todos; pero para la madre, nada: para ella solo fue dolor, nada más que dolor.
Cuando -como refiere Lucas- el Arcángel la llama bendita entre las mujeres, en el momento en que le anuncia la elección que ha hecho el señor, Ella, con una fe, con una humildad, con un amor excelso, sin expresar asombro ante el enigma tremendo, acaso sin temblar, dulcemente dice que es la Sierva del Señor y espera que en ella se cumpla la voluntad Omnipotente.
"Bendito el pecho que te amamantó", exclama una mujer frente a Jesús, después que éste enseñó la doctrina que el Padre Nuestro atesora. ¿Antes que la Madre? Significado hondísimo de la misión de María: sacrificar al ser amado, a un deber más elevado que el amor. El hijo no era de Ella; era de Dios, que lo escogió y de los hombres, que lo condenaron. De Ella era el Dolor, nada más que el Dolor. Tenía Ella más derecho sobre el hijo que nadie, pero Él tuvo que preferir a los demás; enseñó, aconsejó, dio consuelo, curó a cuantos en la calle le tendían la mano, en gesto de imploración hacia Él; pero a la Madre, -en la tierra cuando menos- parecería que solo Dolor hubiera podido darle.
Hay que imaginarse a esta mujer hebrea: blanca, con un blanco que, más que la luz del sol, parece reflejar la luz estelar: delgada, serena, lenta para caminar; de una delicadeza que se hacía visible al menor gesto, al menor movimiento, como consciente de que era portadora de un gran misterio: hay que imaginársela con una voz dulcísima, estremecida de piedad hasta el infinito, una mirada negra, profunda, levantada a los cielos, que ni la aparición resplandeciente de Gabriel alcanza a turbar. ¿Qué había de extraordinariamente grande en Ella, para quien, oír la voz del mismo Dios, era como oír el canto de un pájaro, y mirar los ángeles, como ver el agua cristalina?
¡Ah, dichosas las mujeres que pueden sentir toda la grandeza del sacrificio, que sienten que en su ser va a hacerse, como en el primer día, la luz, y que no se maravillan, que pueden sentirse en el fondo de su ser vinculadas con esta grandeza de María, que no se maravilla de sentir en su cuerpo el misterio de la divinidad!
Después, cuando Jesús ha sido enclavado en el madero, la madre llega al pie de la cruz, acompañada de Magdalena, de una ramera perdida en las calles, redimida por la gracia divina, y entre la Madre que solo había sufrido y Magdalena que había sido como el polvo del suelo, Jesús había preferido a ésta.
Recordemos el hecho desnudo, con toda la crueldad de un sencillo relato: para la madre que había sufrido no se habían escuchado palabras de consuelo, y para aquélla que parecía hecha del polvo de la callea, Jesús había tenido las más dulces palabras; le había devuelto la paz a su corazón y la alegría de vivir, le había puesto la mano sobre el cabello y la había redimido.
Y María sabía todo esto y la llevaba como a una hermana, cediéndole el lugar que la Ella le correspondía; lugar que, por lo menos en la tierra, nunca llegó a ocupar. ¿Y la devoción de los hombres y la piedad del culto que se le consagra? No hace sino aumentarle la amargura al corazón de esta madre.
La madre de Jesús por un instante pudo sentirse menospreciada, pero no; plena de un amor de tal modo comprensivo, de tal modo puro, podía permitir que todos los seres ocuparan un lugar en el corazón de su hijo. No encontramos, al menos en la tierra, consuelo para su dolor. Al corazón de María van a recogerse todas las lágrimas de las mujeres que sufren.
Considerémosla en los últimos momentos de la vida de su hijo: las palabras sublimes ya habían sido dichas; descendido de la cruz, no murió en sus brazos: a sus brazos llegó el cadáver; los ojos sin luz no la miran; tampoco fue para ella la última mirada, fue para elevar los ojos al cielo, hacia Dios, y, entre tanto, la madre estaba allí, a sus pies, esperando siquiera el mínimo fulgor de una mirada. Si besa la boca, la encuentra fría como una piedra del camino; las manos no devuelven la caricia maternal. Cuando resucitó, no fue María la primera en verlo: antes lo ve Magdalena, los discípulos, los que iban a Meaux, y acaso un niño que jugaba en una calle de Jerusalén.
Casi nada dicen los libros sagrados de la vida de María. Hay misterios altísimos en su existencia. Su casta era de reyes, su carácter de una belleza incomparable; su pureza, era celestial realmente.
El Arcángel de la anunciación acaso fuera una voz que salió del destino de Ella misma para revelarle la gloria plena de su estirpe, señalada por Dios como ejemplo de sabiduría. Quizás muy pocos pueden saber por qué fue escogida aquella mujer hebrea para sustentar en su pecho al maestro.
Una noche, en un establo, mientras los cielos se conmovían en el resplandor de sus constelaciones, debe de haber sentido aquella mujer, que en su seno, como al principio de la creación, se hacía la luz, la luz eterna.
Tengamos un momento de fervor en el corazón: deseemos que la luz de aquel divino dolor llene a las almas que necesitan conocer la abnegación y el sacrificio.
¡Madres de los Cristos de todas las horas, de todas las civilizaciones; madres de los Cristos, que no esperan nada y que sin embargo, se sienten serenas, comprendiendo ellas solas cómo es posible que el hijo se desgarre una a una todas las fibras de sus entrañas, y que permanecen apacibles, como si simplemente llevaran el peso de una rosa deshojada en sus manos blancas y bellas! ¡Qué vuestra grandeza ilumine un instante las almas de los hombres que necesitan sentirse hijos del sacrificio y de la luz!
1 Recogido por Carlos Luis Sáenz en la Asamblea del miércoles Santo del año 1928, y en la Escuela Normal.
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