LA ENFERMERA DE LA MORGUE
Hace mucho tiempo solía salir de madrugada a correr por diferentes calles de la ciudad de Heredia. En una ocasión pasaba por detrás del hospital viejo de Heredia, San Vicente Paúl, donde se ubicaba la morgue.
Iba detrás de un señor que trotaba apenas con un perrito salchicha, cuando salió del hospital una enfermera, con una enorme aguja de inyectar, ya vacía, en su mano.
-Sin más le preguntó, agitada, al señor:
-¿Ha visto a una joven de pelo negro, largo y lacio? Es una paciente que acabo de inyectar.
El señor se quedó por unos segundos contemplando a la gorda enfermera y sin articular palabra, muy confundido no pudo explicar el instante en que la joven penetraba el cuerpo de la corredora y dejaba caer la bata en la cuneta. Solo atinó, con el dedo índice y extendiendo su brazo, señalar la muchacha que corría, como nosotros y que recién nos había adelantado.
-No -respondió la enfermera alterada- Ésa no es. La que digo llevaba puesta una bata de hospital.
Sin mediar palabra alguna, me agaché, mirando la cuneta y cogí la bata de la joven y se la di a la enfermera.
La tomó en sus manos, la olió y se devolvió por donde había salido, mientras nos gritaba, casi al entrar a la morgue:
-¡Encubridores!
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