Y se van las palomas. Benedicto Víquez Guzmán

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Y SE VAN LAS PALOMAS

Después de la última matanza en el parque, la paloma negra, líder de todas, las convocó a una magna reunión en la plazoleta de la Soledad para discutir acerca de su futuro, su próxima desaparición por envenenamiento y después de media hora de reflexionar salió el humo blanco producto de todas las cuitas recogidas en un lote baldío.

-"Nos vamos todas de este país"

Escogieron la fecha que sería el 24 de diciembre del año 2013. Partirían en un vuelo llamado del silencio a las 12 a. m. rumbo a la ciudad perdida, donde ningún cura, parroquiano, español o nacional, pueda llegar. Sería un viaje sin regreso y no llevarían equipaje, más que sus alas para volar.

Nada dijeron y todos los días siguientes habitualmente llegando a los parques y los campanarios de las iglesias, sin importar que en ellas pusieran ruidos de águilas en parlantes todo el día y la noche para amedrentarlas. Resistieron estoicamente todos los desprecios eclesiásticos y municipales sin pensar en otra cosa que su viaje liberador.

Los niños y padres de familia que compraban alimentos envenenados sin saberlo, seguían matando algunas y ellas seguían reproduciéndose para subsanar esa planificada extinción. La guerra era declarada. Los curas no soportaban sus cuitas en las sacras paredes de sus templos, les molestaban sus revoloteos y temían que un día de tantos al alzar la copa de vino les dejaran caer una cuita, con tal pulso, que se la enchocolaran en ella. Además de que tenían que pagar un joven para que limpiara todos los días el cuiterío que se producía en sus alrededores. Los alcaldes hacían lo indecible por resolver el problema palomil pero no encontraban solución alguna, como solía ser costumbre en ellos. Algunos acudieron al Ministerio de Salud para obtener un apoyo científico y fue así como decretaron que las cuitas de las palomas producían unas raras enfermedades muy peligrosas. Pero los niños seguían tercos jugando con ellas y dándoles pedacitos de maíz que comían con alegría y los fotógrafos llenaban sus bolsillos con las imágenes que compraban los papás de los niños para conservar un recuerdo.

Llegó el día esperado y tal y como lo acordaron todas, se reunieron frente a la Catedral Metropolitana a las 12 a. m en punto. Eran tantas las que volaban en círculo que taparon el sol y por una hora la ciudad de San José permaneció en completa oscuridad y los ciudadanos se arrodillaron para celebrar seguro el milagro de la venida del Niño Dios no a media noche sino en pleno medio día. Los niños se durmieron inmediatamente para esperar los regalitos navideños y los padres azorados e indecisos no encontraban los juguetes para depositarlos en el arbolito y aquello fue todo un desconcierto. Unos corrían, otros rezaban, se oían villancicos tempraneros y era tal la confusión que  improvisaban cenas y bailes cuando apenas era la hora de almorzar.

A la hora acordada la paloma negra, líder y reina de ellas, hizo un giro ceremonial y partió velozmente hacia la ciudad perdida. Todas la siguieron en perfecta formación y la ciudad volvió a ser de día, el sol recobró su postura y los ciudadanos alzaban los ojos a la lejanía donde ya se perdían las últimas palomas de las cuitas blancas.

Sucedió en ese instante algo todavía más extraño. Los niños despertaron muy, pero muy tristes y al unísono, sin que nadie conociera el motivo, comenzaron a llorar. Y no paraban de llorar. Los padres les trajeron los más bellos juguetes y se los dieron pero ellos, todos, ni los tocaron siquiera y seguían llorando. Solo dejaban de hacerlo para respirar o para digerir sus alimentos. Este país, llamado el más feliz del mundo, de pronto se convirtió en el lugar donde los niños no paran de llorar.

Llegó la misa del Niño y todas las campanas invitaron a los feligreses a su fiesta  navideña y pusieron villancicos de toda clase pero nada cambió aquella canción doliente de los niños y seguían llorando. Los curas no podían celebrar sus misas y todo era confusión y lloro. Y los días pasaban y nada paraba ese llorar de los niños. Ni los viajes a las playas, ni las gracias de las mascotas lograban un efecto curativo a esa rara enfermedad. Cerraron las escuelas y hasta los colegios porque los maestros se volvían locos de tanta lloradera y los psicólogos no entendían cómo tratar tanto llorón y padre confuso que comenzaban también a llorar.

Se hicieron romerías a la Virgen de los Ángeles y nada, los niños y los padres seguían llorando. Intentaron traer unos magos de España y hasta inventaron palomas mecánicas que llevaron a los parques y ningún niño les prestó atención. Hasta las ardillitas de los parques desaparecieron porque nadie les daba comida. Todo el país lloraba la huida de las molestas y dañinas palomas de cuitas blancas que osaron profanar los lugares sacros de la iglesia.

Los días pasaban y la peste del lloro continuaba. Se trajeron audífonos especiales para cambiar los lloros por música pero fue más desconsolador que los niños desde que nacen lo hagan llorando. El pueblo está triste y meditabundo. Solo abriga la esperanza de una promesa que hizo un candidato oficial en las próximas elecciones, cuando prometió traer de vuelta todas las palomas de las cuitas blancas a las ciudades, parques y  parroquias aunque tenga que ir él mismo a la ciudad perdida por ellas.

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