Entrevista con Dios
Hace algunos días decidí dejar de andar pidiendo dinero por las calles y los restaurantes. A mis diez años de edad, me daba un poco de vergüencilla, eso de poner la mano y suplicar una moneda. Además de que se me estaban acabando los trucos, que se me murió un hermanito, que mi papá está en la cárcel, que mi mamá tiene cáncer, que no tenemos qué comer (esto sí era cierto.) Además de que ya la gente se estaba volviendo más incrédula y no se tragaba ya tanta mentira, con tal de obtener una moneda. Lo cierto es que Ricardito me fabricó una cajita con tablitas, de ésas que votan los que venden manzanas, y a decir verdad, me quedó lindísima. Me compré dos cajas de betún, una negra y otra cordobán, un cepillo y le robé a mamá unos trapitos viejos y me dirigí al parque de Heredia. Al principio, no fui bien recibido por los limpiabotas, ya establecidos, pero conforme pasó el tiempo, me gané su confianza y, en menos de quince días, ya me daban bromas y hasta me ayudaban para que me fuera haciendo de algunos clientes. Debo confesarlo, con orgullo, ahora trabajo y me gano un salario con lo que ayudo a mi mamá y puedo comprar algunas cositas para mí. Con decirles que hasta dejé de andar descalzo y uso tenis, de las baratas pero para mí, son las mejores.
Un día llegó uno de mis clientes a limpiar sus enormes botas. En él duraba más de la cuenta. Le gustaba que le quedaran bien lustraditas y yo lo complacía. Lo nuevo de esta ocasión es que venía con su esposa y una amiga. Ambas se sentaron en el poyito acostumbrado pero, al extremo de donde yo le limpiaba las botas al señor. Poco después de haber empezado mi trabajo, una de ellas, ignoro si era la esposa de él, se puso a contarle una extraña historia a su amiga. Comenzó diciéndole, que ella había estado muy cerca de la muerte, hacía pocos días. Una enfermedad que le aquejaba, desde hacía algún tiempo, la llevó al hospital, por algunos días, y una noche, cuando tenía un fuerte dolor en el estómago, llamó a la enfermera para que la auxiliara y ésta le aplicó una inyección para calmarla. No había transcurrido ni cinco minutos, cuando sintió que perdía el conocimiento y, salía de su cuerpo y contemplaba, cómo éste, permanecía en la cama, y poco a poco, se alejaba más y más de él y se acercaba a algo así como un túnel. Después no supo más nada, hasta que despertó, en medio de varios médicos que la atendían, bastante preocupados, porque casi se muere. La enfermera había confundido las inyecciones y le aplicó una equivocada que no resistió. Esa historia se me grabó tanto en mi mente, que duré más limpiándole las botas al señor, con tal de no perderme ningún detalle. Me impresionó tanto, que por varios días me sentía en ese túnel, sin poder salir jamás. Y como ya tenía experiencia, porque cada vez que entraba en esas obsesiones, no descansaba, hasta tanto no sufriera la caída en ellas, esperaba que en cualquier momento, eso me ocurriera. Pero esta vez, había pasado mucho tiempo y aquello no había ocurrido, pero cuando ya casi olvidaba la historia, sucedió lo impredecible. Me encontraba limpiando los zapatos a un cliente, como de costumbre, cuando de una palmera se desprendió una enorme hoja que se vino derechito donde yo estaba y, sin compasión me abrazó, de tal manera que, según cuentan mis amigos, que fueron testigos de aquel fatal accidente, costó mucho sacarme de ella. Me llevaron, como muerto, al hospital. Yo lo único que veía era mi cuerpo debajo de la enorme hoja y cómo me iba alejando cada vez más y buscaba algo parecido al famoso túnel de aquella mujer, pero a diferencia de ella, había una enorme fuerza que me empujaba hacia él y nadie ni nada podía evitarlo. Lo más extraño que me ocurría era que, desde aquél oscuro túnel y a una velocidad increíble, podía divisar las cosas más extrañas, jamás vistas por humano alguno, al mismo tiempo. De pronto aparecían unos niños debajo de una ciudad, en las alcantarillas, comiendo ratas y con otros niños muertos en sus brazos, flacos y con caras curtidas en el odio y la miseria y me veían e imploraban que hiciera algo por ellos y lo más sorprendente, una niña, de escasos diez años, a punto de parir, alzó sus manitas sudorosas y me envió, algo así como un rayo, que grabó en un gran pliego de papel que apareció en mi mano, con letras doradas, lo siguiente: Ahora que vas a ver a Dios, llévele este mensaje: "Los niños también tenemos derecho de ser felices aquí en la tierra".
Y seguían apareciendo cientos y cientos de ancianos que deambulaban por las calles de las ciudades, temblando de frío, sin qué comer y me conmovió un caso de uno de ellos que mataba a otro viejito, a golpes, con un leño, para quitarle los cartones que le servirían de cama para pasar la noche, en una de las aceras de la capital. Ambos, uno a punto de morir, y el otro sin fuerzas para matarlo, me enviaron el mensaje: "Los ancianos tenemos derecho a una vejez tranquila y decente".
Y llegaban más y más mensajes, que se depositaban en el pliego de papel con letras grandes y doradas, de todas partes del mundo. Jovencitas, apenas adolescentes, violadas por sus padres, esposas asesinadas por sus maridos drogadictos y celosos, curas violadores, señalados por sus víctimas, los niños. Políticos corruptos que embriagados en su riqueza, engañaban cada vez más al pueblo sumido en la ignorancia y las creencias religiosas que los llevaban cada vez más a la muerte, a través de guerras fratricidas. Y todas esas víctimas dejaban su señal de reclamo en el lienzo que yo portaba en mi mano derecha, con letras doradas: "¡No queremos más guerras! "Queremos educación, no religión con ignorancia". "Pedimos justicia social, derecho a vivir felices". "No creemos en la justicia después de muertos, deseamos que aquí en la tierra, los tiranos, los genocidas, los criminales de guerra, los asesinos, los que dividen la tierra en, lo bueno para los ricos y lo peor, para los pobres, sean castigados y haya justicia".
Las más variadas leyendas iban llegando, de todas partes y mi pliego crecía y parecía convertirse en algo así como los Cien Mandamientos de los humanos para entregárselos a Dios.
Estaba leyendo uno, que me llamó la atención, por tierno, y porque provenía de una niñita que no había nacido aún. Se encontraba en el vientre de su madre, con unos tres meses de embarazo y quiso dejar el último mensaje: "Si Usted no cambia aquí las cosas y yo voy a ser lo que todo indica que seré, le suplico que no permitas mi nacimiento".
De pronto, algo muy poderoso me detuvo. Estaba en medio de las dos más grande fuerzas que pueda imaginarse, una que me impulsaba por el túnel y otra que me detenía. Apenas me repuse de aquel impacto, cuando apareció ante mí, un lugar bellísimo. Era realmente ameno, prados por doquier, fuentes de aguas cristalinas, ríos de una frescura increíble, con peces de todas las especies que saltaban alegres y más que buscar comida, jugaban con otros animales; por todas partes aparecían mariposas y pajaritos trinando y revoloteando, y una brisa que me llegaba olorosa a las más exóticas fragancias. Montañas llenas de árboles, llenitos de frutas que nadie comía. Y toda clase de animales que jugaban entre sí, sin importar su especie. Pero lo que más llamó mi atención fue que, a pesar de divisar toda clase de angelitos, puros, blanquitos, rubios, bellísimos que jugaban por los prados, y revoloteaban como las mariposas, no pude ver ningún hombre, ni mujer, ni niños. No había personas. Era extraño, no había personas. Seguro era el momento de la siesta y estarían durmiendo. Me encontraba haciendo estas meditaciones cuando, de pronto, en lo alto de un monte, vi una claridad y de ella salió una voz que me decía, porque de seguro era a mí:
-¿A qué has venido a interrumpir la paz de este lugar?
Apenado y sin saber qué contestar, puesto que yo no había llegado hasta ahí, por mi voluntad, no atiné hacer otra cosa que alzar la mano derecha, donde llevaba el pliego enorme de peticiones y mostrarlo. Para qué lo hice; en menos de segundos fui devuelto, por aquella fuerza tremenda, y, como la señora, desperté en medio de varios médicos que decían:
- Lo pudimos rescatar.
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