ÉPOCA MODERNA
1800-1934
La Novelística Hispanoamericana de esta época llamada moderna, fundamentalmente es realista. Consta de tres Períodos: Neoclasicismo (1800-1844) y sus tres generaciones: 1792, 1807, y 1822; Romanticismo (1845 a 1889) y sus tres generaciones: 1837, 1852 y 1867; Naturalismo: (1890 a 1934) y sus tres generaciones: 1882, 1897 y 1912.
Somos conscientes de que el método histórico de las generaciones no es ni el primero ni el último de los sistemas para clasificar a los escritores y sus obras, pero es el que indirectamente, hasta hoy se viene usando en nuestro medio. Se habla constantemente de épocas, períodos y generaciones pero sin difinirlos. Así lo mismo les da a los historiadores y críticos hablar de la s generaciones, del Olimpo, nacionalistas, del Repertorio Americano, del 48 y otras tantas ocurrencias. No vamos a insistir en ello pues es harto conocido y repito nadie ha ofrecido algo mejor. Tal vez con las nuevas teorías físicas y de los nuevos paradigmas cuánticos aparezca alguien que diseñe un sistema mejor. Mientras tanto formalicemos el sistema de generaciones rigurosamente y traabajemos en él con rigurosidad, Es lo único que tenemos hasta hoy.
La novelística costarricense inicia sus primeros pasos en la última generación del periodo romántico con dos escritores Manuel Argüello Mora (1835-1902) y Juana Fernández Ferras (1834-1912) de origen Español (Islas Canarias).
Con el fin de ubicar las generaciones costarricenses en el contexto de la literatura hispanoamericana, haremos una sinopsis de los períodos completos deeríodos completos de la época moderna y sus respectivas generaciones.
Tal vez convendría iniciar estas observaciones diciendo que el nombre dado a esta época de Moderna, no es muy acertado pero es el que, tanto historiadores como críticos, han utilizado. El nombre que reúne mejor las características de esta literatura es Época Realista y el tipo de novelas que prevaleció, debería llamarse, Monofónicas. Hasta un politólogo como don Oscar Arias, nos sorprendió gratamente en la presentación de la novela Las estirpes de Montánchez: 1996 de Fernando Durán Ayanegui (1939). Afirma:
"Su obra literaria es rica y renovadora. Sueño de un labriego, y la mayoría de los relatos que aparecerían más tarde en el libro de Fernando Durán Ayanegui El benefactor y otros relatos (EUNED, Costa Rica, 1981), representaban una clara ruptura con la temática social y fundamentalmente realista que había caracterizado hasta entonces, no sólo la cuentística de este autor, sino, en general, la narrativa costarricense. Eran estos cuentos, sino los primeros, los más sistemáticos intentos por introducir en la literatura costarricense una vena de lo fantástico, en el sentido de Todorov".
Dos apreciaciones diferentes: la primera justa y la segunda no es exacta. Justifiquemos la primera.
Si revisamos la novelística Hispanoamérica desde sus orígenes, comenzando por El Periquillo Sarniento: 1816 de Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), y llegamos hasta las últimas novelas de la generación de 1912, llamada Mundonovismo, con sus clásicas novelas, La Vorágine: 1924 de José Eustasio Rivera (1888-1928), Doña Bárbara: 1929 de Rómulo Gallegos (1884-1969) y Don Segundo Sombra: 1926 de Ricardo Güiraldes (1886-1827), todas ellas se enmarcan en el Realismo y son monofónicas: una sola voz narrativa. Aclaremos:
La poética de todos estos novelistas podemos resumirla con los siguientes rasgos esenciales que constituyen su paradigma.
1. El narrador.
El autor de esta época no tiene conciencia de la autonomía de la obra literaria y por esta razón asume, para narrar sus historias, una actitud superior ante el lector social y lo narrado. Casi no existe distancia entre el narrador y el autor, sobre todo en los primeros dos períodos. El autor-narrador se convierte en una especie de maestro, dueño de la verdad; es moralista y tiene objetivos claros, cuando escribe una novela: moralizar, rectificar vicios de la sociedad, educar, concienciar, informar y los más optimistas, transformar la sociedad.
Este narrador puede utilizar la tercera persona para narrar, es lo más frecuente, es lo que se llama narrador omnisciente (que todo lo sabe), usar la primera persona, narrador protagonista, que cuenta su propia historia, o testigo, que narra lo que ve o sabe por otros personajes. Esto no es lo esencial, lo importante es que en cualesquiera de esas formas de narrar siempre prevalece un sólo punto de vista, una voz, la del autor. No logra, el novelista de esta época, objetivar, darle autonomía al narrador, sea este un narrador omnisciente o un personaje de la novela, interviene con comentarios, referencias, juicios, valoraciones, consejos, etc. Es lo que despectivamente llamamos narrador metiche. El narrador del relato El huerfanillo de Jericó: 1888 de Manuel Argüello Mora (1835-1902) se inicia desde un presente real, propio del autor, para contar hechos del pasado, también reales, históricos, no diferencia entre la obra literaria y la realidad histórica:
"Hoy ha mejorado mucho aquella zona, y se puede asegurar que de Carrillo a Jiménez el clima es tan sano como el de Esparta, Susubres y demás puntos del pacífico".
"Hoy se disfruta de una temperatura agradable".
"En otra obrita de este mismo género encontrará el lector la relación de este trágico suceso. Por ahora sólo relacionaremos la historia del cruento fin de Cañas".
"Al joven don Manuel Argüello diole un abrazo, diciéndole:
_ Esto me huele a viaje largo; al país de donde no se vuelve nunca".
El narrador-autor lleva de la mano al lector social, le indica los detalles más importantes de los hechos narrados, le guía. Es una especie de ángel de la guarda, de maestro, de tutor. Y cuando da la palabra a un personaje para que narre, no le da la voz, su propio punto de vista sino que continúa la misma voz del narrador-autor disfrazada. Es casi una especie de remedo. Por ejemplo, cuando pone a contar algo a un campesino utiliza un lenguaje popular pero manipulado por la visión del autor-narrador.
En la novela Única mirando al mar: 1994 de Fernando Contreras Castro (1963), el narrador opina:
"Los años también se botan cuando se ponen viejos, no hay de otra, o se botan o nos aplastan..."
"(Claro que quedó en el misterio lo que habría dicho, si se hubiera tratado de la casa de un millonario)".
Y las famosas admiraciones retóricas, tan impertinentes:
"...El tanque había venido de Estados Unidos (¡Quién lo diría!)".
Y las preguntas innecesarias:
Dice el joven narrador, en la novela El mundo de Juana Torres: 1991 de Carlos Luis Argüello (1928).
"¿Me estarían buscando en Quepos?"
Y el narrador, joven de unos diecisiete años, no duda en confundirse con el autor-narrador en algunas partes de la novela. Dice:
"No hay duda de que en los tiempos que corren (presente del narrador-autor y no del narrador personaje Sisí) no pasaría de ser un caso más, pero en aquella época era toda una novedad. Y desde luego, para un muchacho de origen campesino como yo, la cosa resultaba mucho más rara todavía".
El Narrador-autor se posesiona de un tiempo presente, y desde esa visión, pone a narrar a un muchacho, sus experiencias, pero no le da autonomía absoluta y lo maneja desde su propia perspectiva. El conocimiento del joven, a pesar de ser limitado, se ve superado por el autor-narrador, hasta llegar al colmo, de presentar a Juana Torres, como si el joven narrador la conociera de previo, cuando eso era imposible. El muchacho huye de Quepos, luego de conocer la noticia de que su compañero de viaje había sido apresado, por haber matado a un señor y dice lo siguiente:
"Cuando llegué a Finca Ríos, huyendo de Quepos, encontré a Juana Torres, sola y pensativa, en el corredor trasero del barracón, sentada frente a la mesona en que comían los peones".
Este conocimiento no es de un joven que huye y se encuentra, de pronto, en un lugar que desconoce. Es del narrador-autor que sabe de antemano la historia, y deja que el joven la cuente, pero sin darle autonomía. En esta novela sobran los ejemplos de esta naturaleza.
A pesar de ser escrita en 1991, es una novela monofónica y pertenece al paradigma de la novela realista. Tanto es el afán por presentarla dentro de este modelo, que hasta coloca llamadas de atención al lector, para explicar palabras que el autor considera necesario hacer, para que el lector conozca el significado de algunos términos especiales.
El narrador, un niño de aproximados diez años, en la novela Ahora juega usted señor Capablanca de Mario Zaldívar Rivera (1954), publicada en 1975, utiliza un presente de un adulto para narrar los hechos, como si fuera un niño. El resultado es un narrador niño con conocimientos y visión de adulto y lo más censurable desde la poética narrativa, el presente narrativo está planteado desde la perspectiva del autor. ¿Que pasaría con un escritor como Manuel Puig (1932), argentino, que escribe novelas como Boquitas Pintadas: 1969 donde incorpora la jerga popular, los tangos y la literatura folletín con su lenguaje? No tendría espacio, en su novela, para explicar cada una de las palabras jergales usadas.
El autor, si escoge un personaje para narrar, sea éste femenino, joven, niño, maestro, culto, delincuente, etc. debe dejar que él cuente la historia según su propio conocimiento y escala de valores, su visión y no debe intervenir para nada. Un ejemplo bellísimo es el narrador del cuento Unratodetenmeallá, del libro Así en la paz como en la guerra: 1971 de Guillermo Cabrera Infante (1929), autor cubano, donde el narrador es una niña de aproximados seis años y con su candorosa visión de niña cuenta lo que ve en su casa.
El afán del autor por presentar su obra como realista lo lleva no sólo a usar los lugares físicos reales, los nombres de personajes, los hechos históricos, que no es ningún pecado literario, sino a dar referencias geográficas, históricas y biográficas con ese mismo fin, para obtener del lector mayor credibilidad. Su poética le induce a creer que cuanto más se acerque a la realidad, más valiosas son sus creaciones, lo que no es cierto. Esto conduce al autor a presentar los acontecimientos, bajo una lógica racional logocéntrica, teocéntrica, causal. Es la cultura que nos heredó Europa y que los autores hispanoamericanos asumieron como tal. Por ello la novela se presenta linealmente. Hay una situación inicial donde se describe el marco que abre los procesos de conducta de los personajes que los lleva a una situación final donde se resuelven los conflictos, según una codificación preestablecida. Los personajes son buenos o malos, en blanco y negro. No hay matices, ni claroscuros, arcoiris, carnavales. Los buenos triunfan y los malos fracasan. Los pobres, los campesinos son buenos, los ricos, los de la ciudad, los extranjeros son malos. Los personajes aparecen como maniquíes, monigotes, marionetas y por ello alejados de la esencia humana y se presentan muy manipulados.
Las posibilidades del autor para escoger el narrador de su historia no suelen ser muchas. De hecho, son tres: un narrador omnisciente (Deux et machina o Dios) que todo lo sabe y maneja, que es el más frecuente y no por ello el más fácil de utilizar; un narrador protagonista que narra las historias vividas por él y por último, un narrador testigo que narra las historias que él ha presenciado o vivido, desde afuera, o casi sin formar parte de ellas. Las tres opciones pueden ser combinadas, dentro de una misma novela y de hecho así se ha hecho. La novela de Carlos Fuentes (1929), La muerte de Artemio Cruz: 1962, utiliza las tres formas y con gran acierto. Las combinaciones pueden llegar a ser innumerables pero siempre debe respetarse la verosimilitud y las leyes poéticas, propias del relato y creadas por el mismo escritor. Y esto no es nuevo, lo encontramos en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha: 1605, reiteramos, madre de todas las novelas (y repetimos, no de todas las guerras). Esta obra es una novela que estamos seguros ningún novelista del mundo, que se precie de tal, ha dejado de leer. En ella se encuentra el narrador omnisciente, es el que comienza la novela y que nunca es el autor. Es el sujeto de la enunciación que se propone contarnos la vida del hidalgo, don Quijote de la Mancha, pero nunca lo vemos y menos leemos, interviniendo con juicios de valor o dando explicaciones innecesarias acerca de la novela, a no ser que lo haga tratando de apelar al lector para justificar la historia de la escritura de la novela y su autoría. Concede la palabra a los personajes y éstos se convierten en sujetos de otras tantas enunciaciones, cuando cuentan historias de ellos mismos o de otros personajes. Así nos enteramos de las más variadas narraciones insertadas o intercaladas y contadas, a veces por los mismos personajes o por narradores testigos que las presenciaron. Los niveles de la enunciación y del enunciado o lo contado, deben respetarse, so pena de violar la verosimilitud de la historia y caer en un panfleto ideológico o sociológico. Es curioso, pero muchos escritores de novelas no han superado esta poética sencilla y caen en errores estructurales que desperdician, a veces, buenas historias. No basta tener una historia interesante que contar sino que hay que saberlo hacer.
En la novelística costarricense existen ejemplos, de los más variados, que violentan esta poética, desde la época moderna hasta nuestras últimas generaciones, pero poco a poco, los escritores, se van dando cuenta de la importancia de alejarse, lo más posible de la historia contada y dejar que el o los narradores se encarguen de contar las historias sin su intervención, porque cuanto más se alejen y menos aparezcan, mejor y más creíble será la historia narrada.
2. El mundo narrado.
La novelística de la época realista (moderna) en Hispanoamérica abarca básicamente los espacios más degradados de la sociedad. Lo privado de estas novelas consiste en mostrar lo feo, lo degradado, la pobreza, la explotación y la miseria de los hombres más necesitados y explotados de estos países. Es la visión de los vicios de los curas, los ricos, los farsantes, los calaveras, los gamonales, los extranjeros-malos, los de la ciudad, etc. Este dualismo u oposición los hará enfrentar la ciudad con el campo, los campesinos con los citadinos, los nacionales con los extranjeros, los ricos con los pobres, los que ostentan el poder con los ciudadanos comunes y corrientes. Es una inclinación constante de nuestros escritores, mostrar a los lectores, en especial a los de otros países, nuestras costumbres, nuestros paisajes, darnos a conocer en otras latitudes, como ellos creen que somos. Es lo que se suele llamar narradores turísticos.
En el primer período llamado Neoclasicismo, con las primeras manifestaciones novelísticas de la picaresca, inspirados en las novelas El Lazarillo de Tormes: 1554 (anónima) y El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha: 1605, de Cervantes, españolas ambas, los autores muestran los vicios de una sociedad llena de intereses particulares y plantea sus rectificaciones. Es una posición moralista la que abre e inicia la novelística hispanoamericana. No es un ataque a las posiciones religiosas sino a los que no saben practicar sus credos. Es el racionalismo y el enciclopedismo frente al cristianismo. Se combate los errores y la ignorancia y se castigan las limitaciones de la sociedad, que no será sino con la llegada del Liberalismo y del Romanticismo, cuando se vean interrogadas y contrariadas.
La novela clasicista del primer período se presenta como la defensora de la virtud y del castigo del vicio. Se magnifica el altruismo y se sanciona el egoísmo, la vanidad, la ignorancia y, por sobre todo, se resalta la razón y la caridad humana. Para ello se enfatiza el papel fundamental de la educación y la novela pretende ser una interpretación de esa doctrina.
Cabe mencionar además del escritor mexicano Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827), perteneciente a la primera generación, la de 1807, al guatemalteco José de Irisarri (1786-1868) como un representante importante de la tercera generación de este período que fue famoso con su novela El cristiano errante: 1847.
En el segundo período de la época realista (modernista), llamada romántica, el autor se preocupa básicamente por expresar una visión realista de la sociedad y por lo tanto comienza a verse la literatura como un fin utilitario, sobre todo para los políticos. Los autores empiezan, a través de ella, a promover los sistemas políticos de sus preferencias. Se da un enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, se censuran los viejos regímenes y se exaltan los nuevos. Es un período de ruptura. Esta posición llevará a los autores de novelas románticas a presentar un mundo de contrastes: lo viejo y lo nuevo, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo, lo sublime y lo grotesco, la civilización y la barbarie, la ignorancia y la educación, lo angélico y lo demoníaco. Se exalta la naturaleza, lo ideal, lo primitivo, la libertad, lo nacional, lo autóctono, lo primigenio, y se rechaza el paradigma racional para abrir el mundo de lo imaginativo, expresivo, individual. Priva lo sentimental, emotivo, perceptivo, sobre lo racional.
El novelista romántico acude a los contextos históricos que mezcla con idilios amorosos, descripción detallada del paisaje, lenguaje pintoresco, americanismos, etc. Y en muchos casos se quedaron en lo meramente sentimental, superficial, autobiográfico, emotivo, de intriga amorosa típica de la novela folletinesca de unión-separación, de amores imposibles y aventuras sin fin de pasiones superficiales y cursis. Por desgracia nuestra literatura está llena de este tipo de novelas rosa, sensibleras.
Dos móviles incentivan al romanticismo hispanoamericano, progresismo y civilización y sobre todo el nacionalismo. Los tipos de novela, según el tema, que se desarrollan en Hispanoamérica son históricas, costumbristas, indianistas y sentimentales y desde luego, las folletinescas de índole social y sentimental.
Es, en la tercera generación de este período, que aparece el primer novelista costarricense, Manuel Argüello Mora (1835-1902).
A este período pertenece el ensayista Sarmiento (1811- 1888) con su obra, tan influyente e importante, Facundo o Civilización y barbarie: 1845, Eugenio Díaz (1804-1865) con su novela Manuela: 1866, en la primera generación, José Mármol (1817-1871) con su novela Amalia: 1853 y a la tercera generación Alberto Blest Gana (1830-1920) con sus novelas El ideal de un calavera: 1863, El loco Estero: 1909 y Martín Rivas: 1862, y Jorge Isaacs (1837-1895) con su novela María: 1867.
El tercer período de la época realista (moderna) se ha llamado Naturalismo. En él priva una visión del autor, cientificista, propia del pensamiento racionalista del siglo XIX, que estos escritores no trascienden, no rompen con ella, no violentan su código ideológico. No se percatan de que la obra de arte no se agota en los grilletes de la época. En Hispanoamérica se van a dar dos tendencias naturalistas, claramente definidas: el criollismo y el mundonovismo. Ambas con una concepción de la literatura utilitaria, inspirada o guiada por el positivismo. Los autores presentan a los personajes en un marco tal, que ellos están determinados a sufrir esperados efectos. El ambiente social determina la conducta y el destino de los personajes. El autor de novelas se convierte en una especie de psicólogo social, un experimentador y se conducen como tales. Parten de lo individual o particular, hasta llegar a lo general, la ley.
Lo anterior convierte al narrador-autor en un analista, un comentarista. Explica, juzga, interpreta, valora y moraliza. Encontramos en estas novelas, por ello, extensos comentarios, análisis, pronunciamientos, interpretaciones y una gran confianza en la ciencia y la experiencia.
El naturalismo fija su meta, fundamentado en los datos, base del carácter cientificista de su postura. Toma en cuenta al sociólogo Augusto Comte y sus tres estadios, a Stendhal y su psicología amorosa, a Darwin y su teoría evolucionista y sobre todo a Hipólito Taine y sus determinismos de raza, medio y momento histórico.
El modelo, que los escritores hispanoamericanos van a seguir, es el auspiciado por el francés Émile Zolá. Desfilarán en sus novelas las más significativas taras patológicas, la prostitución, lo morboso, lo repugnante, lo grotesco, lo horripilante, guiados por una visión cientificista y hasta cierto punto clínica, producto de la herencia.
Por primera vez se ahonda en la temática sexual abierta, hasta brutal y se viola la censura romántica del ocultamiento del sexo. Ahora el autor es más directo, franco y crudo, no sólo en lo narrado sino en el lenguaje que se emplea. Para el escritor naturalista, la realidad que pintaba el novelista realista de los períodos anteriores, era pura apariencia, exterioridad, maquillaje; en cambio ellos ofrecen, contra el parecer, el ser, la verdad, lo profundo, lo científico.
Los escritores naturalistas comienzan a ver a los personajes campesinos, populares, desde una perspectiva humana, ínclita, veraz y no pintoresca, folclórica y jocosa como solían presentarse en los períodos anteriores.
Las tres generaciones de este período, el criollismo de la generación de 1882, el modernismo de la generación de 1897 y el mundonovismo de la última generación de 1912, aplicaron el mismo paradigma: observación, experimentación, análisis y resultados esperados.
Nadie niega que, desde nuestro nacimiento, estamos insertos en una determinada cultura y sufrimos todas sus consecuencias de ella, buenas y malas, pero los horizontes del arte son ilimites, infinitos. El escritor egregio trasciende el tiempo y logra inmortalizar su creación que se hace imperecedera por trascender precisamente lo fútil, lo fugaz. Su obra alcanza valores eternos, inmortales, universales que son capaces de enternecer, sufrir, reír y llorar. Lo humano en ellas se eleva a la categoría de sublime. La inmortalidad de Shakespeare está en la fuerza de las pasiones, las mismas de ayer, hoy y de siempre, propias de la naturaleza humana, el amor sin medida de Werther hacia Carlota, la lucha irrefrenable de don Quijote por alcanzar sus ideales, la desesperación de Molloy por asirse a la vida, todas estas manifestaciones están por encima de los tiempos. Ésas son las obras inmortales arraigadas profundamente en la condición universal de lo humano.