PALABRAS DE UN MAESTRO DE ESCUELA
Mi querido don Joaquín:
A fuerza de traerlo y llevarlo en comentarios que, o lo elevan con exceso o lo señalan demasiado, me obligan, amigos y malquerientes, a publicara el discurso, mal hilvanado, que pronuncié en el reciente acto de clausura de la Escuela Normal.
La generosa buena voluntad con que usted acoge trabajos míos, brinda el campo necesario para hacer y comentar las declaraciones principales de aquel discurso. Como lo hice a base de un simple plan se me dificulta ahora la verdadera reconstrucción y la que presento, a más de alterar, seguramente, muchas palabras, contendrá el comentario o la ampliación de algunas.
El discurso viene a ser, así, una serie de apuntamientos, si se quiere, que no harán sino deslucir la obra de revista.
Reconocerá usted, a primera vista, que mis afirmaciones carecen de la importancia que se quiere atribuirles y que no han ido más allá de ser, en conjunto, una de las tantas exhortaciones a los jóvenes que en la Escuela solemos hacer y que son uno de los medios de trabajo de ella.
Sí me place advertir que poco a poco se alcanza lo que tanto hemos deseado: que las fiestas de los colegios procuren asociar al regocijo la oportunidad de ofrecer a alumnos, padres, y ciudadanos en general, el mensaje de las aspiraciones de que se sustenta la obra que les corresponde construir.
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Y de ello hablé en primer término. Los actos de clausura como los de inauguración de cursos, más que fiestas, deben ser actos de exposición de problemas y tendencias, por medio de los cuales las casas de enseñanza muestren los propósitos y las inspiraciones de su vida.
E insistí en que uno de los méritos de la educación de la Escuela normal consiste precisamente en el empeño con que se ha propuesto sugerirles a los alumnos, y a sus padres y tutores, el concepto de la capacidad en que están y de la obligación que tienen, de cooperar, en la tarea de perfeccionamiento de la institución. Ésta no debe ser considerada simplemente como un colegio, sino como el instrumento importantísimo, de cuya eficiencia puede depender la formación del magisterio dentro de las normas de aptitud que las necesidades del país demarcan. El problema de la Escuela Normal es nada menos que el problema de la educación del maestro, y en lo tanto, el mismo problema básico de la cultura nacional, cuyas trascendentales relaciones con la totalidad de los grandes problemas de la nación, nadie puede ignorar. Insistí, todavía, en que una preocupación de los alumnos, de la Normal y de cualquier colegio, debe ser la de contribuir con sus mejores fuerzas, con su misma actitud de alumnos, y por conveniencias superiores de su propia educación, a perfeccionar el trabajo del establecimiento. Dije que los padres deben apoyar con amor todos los esfuerzos con que sus hijos traten de darle realidad a aquella preocupación. Y que los colegios que cumplen su tarea por aparte del impulso que surge de las aspiraciones del alumnado, se condenan al confinamiento en la zona del pasado. Es claro que el cultivo de aquella preocupación en el ánimo de los estudiantes, debe ser parte de la labor de los colegios.
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Me referí luego al trabajo de la Escuela durante el curso que aquella noche quedaba clausurado. Me referí a eso sin el detalle conveniente, que no era oportuno, sino de manera general, y para formular la afirmación de que tal trabajo fue, al mismo tiempo, pésimo, bueno y admirable. Así es. Pero no solo por referencia al aspecto que se juzgue; si no según que, al analizarlo en todas sus fases, se penetre o no, la importancia que cada uno de ellos ha adquirido por virtud del trabajo ejecutado.
Una escuela, que es una época vasta de la vida multánime de una juventud, puede juzgarse como si se tratara de la vida de un hombre, y, como lo decía un pensador, como si se juzgara a un pueblo.
Hablé de lo que a mi entender es admirable y digno, sin fingir molestia, de todo elogio: el esfuerzo de un gran grupo de profesores; los impulsos de iniciativa, los entusiasmos d cooperación y de servicio; el surgimiento de ideales; las horas de trabajo intenso y alegre; la acentuación d tendencias que entrañan clara conciencia profesional o cívica etc.
Hablé de que la labor, en cuanto representa un resultado concreto en el sentido académico, puede calificarse, en general, de buena, si se toman en cuenta los múltiples obstáculos a ella opuestos: la pobreza de los alumnos, la mala distribución en las aulas, la distancia de tantos hogares cuya cooperación hace falta, a veces con urgencia; la carencia de material; de medios que permitan establecer una organización realmente técnica, etc. Las grandes dificultades, pues, de tantas escuelas nuestras, que se hacen sentir hondamente en la Escuela Normal por las especiales circunstancias que en su actividad se reúnen, y que, en presencia de las funciones y responsabilidades que le incumben, muestran en ciertos momentos y aspectos, caracteres de alarmante gravedad.
Aludí -y esto parece causar alarma entre nosotros- al peso de rutina con que estorban tantas de nuestras leyes de educación, una inadaptables a las actuales necesidades y condiciones, por anticuadas, y otras, por otras causas. Mucho hay que decir a este propósito y mucho convendría decir. La legislación educacional del país es problema de alta importancia, cuya situación revela, acaso mejor que la situación de las escuelas, qué lejos estamos de incorporar a nuestras actividades políticas las energías de construcción social en que expresa su vitalidad y denuncia sus rumbos una política pedagógica, cuando ella es el instrumento de una efectiva aspiración nacional. Y el espíritu dentro del cual suele hacerse la interpretación de esas leyes, descubre, a las veces, causales de tan grave error que ya es tiempo de que maestros y profesores se empeñen en la solución del problema. Necesitamos leyes de educación armonizadas con las necesidades de la educación en el país, y no leyes originadas en las transitorias conveniencias de los gobiernos.
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Y hablé de la labor pésima. De que la Escuela no ha enriquecido, o si lo ha hecho, es en insignificante proporción, su aptitud o capacidad de progreso. En mucho, sus problemas antiguos son sus actuales problemas. Sus problemas de comienzo del curso, son sus problemas de fines del curso. Claro es que hay en las escuelas problemas que forzosamente subsisten y problemas que incesantemente se renuevan, de ordinario para complicarse. Estamos en las escuelas ante el problema del hombre, cuyo máximo problema es el hombre mismo. Pero hay problemas que deben ser resueltos porque de ellos depende el progreso de la institución, y la subsistencia de ellos además de significar debilitamiento y hasta paralización de la capacidad de progreso, comporta el riesgo de convertirse en impulso retroactivo. Por supuesto que no es dable intentar la resolución simultánea de todos los problemas, ni siquiera pensar en confrontarlos siguiendo el orden que la propia lógica de los hechos respectivos aconsejaría, ni posible tampoco proyectar la resolución de ciertos problemas que, por circunstancias diversas de la Escuela misma, o bien del país, o de la ciencia educacional, no parecen ser accesibles.
Pero es gravísimo que una institución de esta naturaleza, dada la trascendencia de sus funciones, permanezca atada a la incapacidad de trasuntar en formas de organización y trabajo, las convicciones que en creciente experiencia determina. Una escuela debe crecer constantemente, en obediencia a las líneas de fuerza que sus necesidades trazan. La Escuela Normal, aseguré, está imposibilitada por sus actuales condiciones para desenvolverse conforme su finalidad lo requiere; y, sin duda con exaltación, afirmé que difícilmente hemos comprendido en el país qué es la Escuela Normal. Y pensando en que urge comprenderlo, con la vehemencia de quien sueña en la hora de bellas realizaciones, me dirigí a los alumnos instándolos a sentir la ilusión de llegar a ser ellos los que un día edifiquen para Costa Rica la gran Escuela Normal, que habrá de ser madre de nuestro futuro y superior estado de civilización. Me dirigí a los que permanecen, y a los que aquella noche asistían a la última lección, a los nuevos graduados. Y les dije que debían sustentar, con savia del corazón, el ideal de influir activa y profundamente, por medio de la escuela pública, en la opinión del país, para contribuir a crear los estados de conciencia que hagan posible la fructificación de tales ansiedades.
Los gobiernos deben vincular su gestión íntimamente a las exigencias del problema educacional. Los gobiernos deben encontrar en él la más fuerte inspiración de su conducta. Necesitamos gobiernos que ostenten esta fe, en primer lugar, entre las credenciales de su credibilidad. Ésta, más que de la ley, debe nacer de la capacidad para satisfacer las grandes aspiraciones nacionales, y, de preferencia, de la capacidad para organizar fundamentalmente la educación del país, que es la esencia espiritual, es decir, de su vida como estadio de aptitud para servir a los intereses de la fraternidad humana. La civilización al renovarse, como una corriente, escoge el cauce por razón de la resistencia que encuentre y la que ahora se renueva, simplemente determinará, por siglos, la posición en el mundo espiritual de todos los países. Unos quedarán como piedras, al borde de la gran corriente; otros, sirviéndole de puente, se llenarán de luz las entrañas y éstos estarán más cerca de ser felices. E invoqué a los grandes de América, a Bolívar y Sarmiento. Puede haber recordado a muchos otros; pero aquéllos bastaban a iluminar la pobre palabra del maestro de escuela que quería hacer sentir la grandeza de la educación. Pero era demasiada la luz para mis ojos y apenas pude presentir al uno derramando libros y escuelas en las grietas de los Andes para que de aquellos surcos brotara el pueblo argentino. Y apenas si logré adivinar la actitud en que el otro, acariciando la espada resplandeciente, pensaba en las escuelas que transformarían en luz la sangre derramada, para que así, ¡tras la independencia, que era el parto, apareciese la democracia, que era el porvenir!
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La hora parece predestinada. El ejemplo viene de todos los grandes países. En América la hora es propicia. El eje de la civilización, en efecto, como el del planeta, cambia de oriente, y se diría que los signos zodiacales de una gran evolución social, acaso cósmica, enmarcan con los más benéficos augurios al continente en que nuestro país ostenta su tienda de paz. No en vano hombres de la visión de Lugones sueñan que en América revivirá en plano más alto, el clásico espíritu de belleza.
México, por ejemplo, se reconstruye y engrandece en las aulas de sus escuelas. Lo admiramos erguirse en gesta de sembrador, consciente de que el porvenir solo arraiga en los campos de la cultura. Hay sabiduría en ello.
No es ya la diplomacia la que lleva los mensajes de fraternidad de pueblo a pueblo. Ella, que en nuestros países suele ser ignorancia enguantada, reclúyese en menesteres de cortesía en el mundo oficial, o bien teje y desteje, sin la fidelidad de Penélope, convenios y tratados en torno de la ley, pero al margen de la fecunda inquietud en que los trabajadores de la cultura forjan aspiraciones, devociones e ideales.
Gabriela Mistral viene de Chile a México, y Eistein y Mdme Curie, de Europa a Nueva York. Y mil y mil otras rutas, por todas las direcciones, recorren otros hombres, todos en el noble peregrinaje que va en pos de los horizontes de la renaciente aurora.
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Y hubo que precisar los caracteres de esa Escuela Normal, naturalmente que no como casa de enseñanza, sino como fundación social. Esto urge repetirlo mucho. La Escuela Normal no es, no puede ser, un establecimiento de enseñanza pre-universitaria, ni cabe, pues, confundir sus fines y medios de acción con la finalidad de los colegios secundarios. Es una escuela profesional pero de tal naturaleza que se convierte en la escuela democrática por excelencia.
El lugar de las escuelas normales está por mucho tiempo en el centro del movimiento constructor de la democracia. Sirviéndole de núcleo. He dicho muchas veces que la función social de esta educación es doble: dentro de la fórmula del estadista Wilson, contribuir a preparar al país, por medio de la escuela común, para el solo ejercicio de la vida democrática; dentro de la fórmula del educador Bagley, concurrir a preparar la democracia para adaptarla a la vida del país. Los objetivos concretos de una escuela normal plantean un profundo problema sociológico. La trasmisión o comunicación de conocimientos no puede ser el objetivo exclusivo. La vida de un pueblo decía Ernesto Nelson, es algo más que libros, ideas y conocimientos. Éstos, adquiridos sin la directa intervención de la actividad consciente del alumno, sin el ejercicio de la responsabilidad implicada en la aplicación real de los mismos, carecen de influencia en la deseable formación de hábitos en la adquisición del desarrollo de ideales y apreciaciones propicios al desarrollo de la personalidad del alumno. Los conocimientos adquiridos como suelen serlo, a más de inestables, son propensos al dogmatismo, ineptos para concurrir a determinar superiores orientaciones de la conducta, expresivas de una voluntad fuerte, de una sana y delicada emotividad, de una clara concreción de las propias responsabilidades, de esa heroica lealtad de las íntimas convicciones. Hemos olvidado que los conocimientos deben ser agentes de autonomía espiritual. Que la instrucción debe constituir alrededor del estudiante un ambiente lleno de oportunidades para el independiente ejercicio de la propia individualidad, ambiente en constante renovación, susceptible de transformarse, enriqueciéndose, a la presión de todas las inquietudes, devociones e iniciativas del alumno.
En el caso de una escuela normal todo ello se complica y torna profundo por la necesidad de la instrucción exponga o contenga el fruto directo de una subyacente conciencia de los problemas, posibilidades, necesidades y orientaciones del país, en cuanto se aspira a que el maestro y la escuela pública colaboren derechamente en la formación de las instituciones y de los hombres que han de expresar, como al porvenir convenga, la vida de ellas.
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Hubo necesidad de volver a decir cuán lejos de tan elevada situación está todavía nuestra escuela Normal, la que, por ahora, con dificultad alcanza a tener la visión de sus elementales problemas. Se les habló a los jóvenes de que deben salir de las aulas a las aulas, a luchar tenazmente en pro de estas distantes conquistas. Lucha noble, lucha heroica, lucha incesante, pero lucha. No conformismo. No pasividad. Si para que la lucha tenga un escenario digno de su importancia es preciso ascender a las alturas del Poder Público, ¡que asciendan los jóvenes! Lo cual no presupone, como se ha querido creer, nada que diga relación con bandería de politicantes, pues lo importante no es el Poder, sino el gobierno, y el gobierno puede hacerse desde la llanura. Sin contar que lo más honesto, por lo común, es no aspirar al ejercicio del Poder. Mas, si los jóvenes sueñan con él, que se preparen, con tan seria, con tan levantada preparación, con tal anhelo de servirle a su país, que en sus manos el Poder deje de ser prebenda para convertirse de verdad en institución. La juventud intelectual aspira a dirigir los destinos del país. Está bien. Tiene el derecho, pero debe estar segura de poseer la preparación. Las leyes, por sí solas, desgraciadamente no la dan, Y estas palabras, ni entrañan reproche, ni entienden afirmar razones procedentes de móviles personalistas.
El más grande yerro de nuestras orientaciones, estriba en imaginar que el aprendizaje de leyes comporta de necesidad la preparación intelectual que el estudio de los problemas sociales exige. Ni la intelectual, ni menos la moral que la acción cívica requiere y que resulta de consagrar la vida, siquiera modestamente, al cultivo de un lote de intereses nacionales.
Juventud intelectual son también los maestros de escuela que, sin títulos ostentosos ni afán de publicidad, elaboran en la colmena de las aulas mieles de cultura y de civismo. Y mal hacen los intelectuales al olvidarlos; y mal hacen los maestros en dejarse postergar. Y ustedes, les decía yo a los jóvenes, conviene que reconozcan su derecho a formar parte de una más amplia juventud intelectual. Como conviene que conciban el deber de renovar el sentido de la intelectualidad en la juventud, exaltando, hasta llevarla a plena luz, la fuerza, ahora retenida, de los motivos puramente espirituales. Los altos motivos de acción de hombres y pueblos. Contra las ambiciones, las aspiraciones. Contra las conveniencias, los ideales. Contra las ficciones, las realidades. Contra la búsqueda de honores, la conquista suprema, a través de nuestra propia vida, el dominio de aquellas altruistas determinaciones del espíritu que se nutren con sangre de sacrificio.
Salgan a luchar, ustedes y los alumnos de todos los colegios, sin ánimo de rivalidad que los divida, sino con ansias fraternales que los asocien y vigoricen. Y únanse a los que salieron antes de las aulas y ya recorren el largo camino. La lucha que los espera atesora tras el dolor del combate, bellas glorias ávidas de coronar la frente de un hombre superior. Si al gobierno han de llegar, allá vayan, con grandeza. Si la única manera de operar la mutación de las circunstancias de que aparece rodeada la situación del país, es llegar al gobierno, hasta él lleguen, a fin de probar si asó, en manos de maestros, ascienden las escuelas a ocupar la posición de gloriosa preeminencia a que están destinadas.
Pero rompamos la ilusión de que los gobiernos, poseen los dones de cuyo ejercicio depende la sabia dirección del país. Los gobiernos, como lo están ahora para dirigir la educación, están incapacitados para dirigir la opinión pública. Cuanto más, pueden reflejarla tan malcomo un espejo roto. Falta conciencia cívica en las masas. Faltan ideales de nación. Faltan propósitos de construcción social. Falta patria, que es alma, en el concepto de Renán, y no nos engañemos acarreándonos la deshonra de ocultarlo. Desdichado patriotismo, apenas propio para satisfacer los convencionalismos de la intriga aldeana, el que para amar miente.
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También en el país hay voces privilegiadas que concitan a los maestros al combate definitivo por la luz. Óiganlas los jóvenes. Y cito a don Ricardo Jiménez, dije, pensando en el varón de alto pensamiento y en el ciudadano eminente.
Contra el cuartel, ha dicho hace poco, repitiendo la antítesis, la escuela.
Sí, contra el cuartel, la escuela. Y el cuartel en Costa Rica, no es la casa de las armas, sino un estado de espíritu, amenazante y cruel. Hay que ir contra el espíritu cuartelario, presente dondequiera que la fuerza o el subterfugio traicionen al derecho o atenten contra su predominio, y dondequiera que la libertad del pensamiento sufra coacción o menoscabo.
Cuartel es el egoísmo con que se discuten los problemas económicos. Cuartel es la avaricia que le roba oro a la empresa de cultura. Cuartel es el dogmatismo. Cuartel es la ignorancia. Cuartel es el fraude político. Cuartel en la escuela misma si encadena al hombre.
En nombre del cuartel se quiere derruir la segunda enseñanza defendida, con frase que lo honra, y que no mencionaría, si no lo creyera, por el señor, Presidente.
Encontrarán ustedes el error de que una Escuela de Agricultura salvaría al país. Que la haya, no importa. Pero solo servirá para decorar con diplomas a los hijos de los l ricos. Educación agrícola, sí, eso es otra acosa. Y educación higiénica también, y educación industrial y educación cívica, pero todo como obra de una escuela común más amplia que la que poseemos.
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Se debe analizar, audazmente, a todo fondo, la opinión de tantos hombres que influyen con su criterio en el establecimiento de normas de conducta política. Escudriñen los jóvenes esos pareceres, sin temor y descubrirán que muchos de los ídolos del corrillo y de la antesala pre-eleccionaria, son sin duda hombres honorables y de méritos en el orden de sus actividades, pero los cuales, inflados por la adulación, cobran, a base de alto coturno, proporciones excesivas e incurren en el pecado de opinar, a gran orquesta, con tono de sentencia impecable, sobre muchos problemas que no han estudiado seriamente.
No se dejen seducir los jóvenes, ni por el yerro extraño ni por el propio, y muéstrense dignos de inspirar algún día ellos la fe que a otros nieguen.
En el campo de la educación algo semejante sucede. Todos conocen el problema, unos porque estudiaron leyes, otros porque tienen fincas. El campo es inmenso, los surcos tienen sed y hambre de simiente. Hasta ahora unos pocos hombres han arado y sembrado, algunos eminentes. Algunos han obtenido cosecha envidiable. Mas queda, para los jóvenes mucho que hacer, y desventurados serán si se conforman con ir a repetir lecciones en una aula. Hay que crear. Hacer algo más, siquiera insignificante. Está casi todo por hacer. Estamos en la época de las opiniones personales y urge llegar a la época de las organizaciones técnicas. Técnica con vida, de creación y no de rutina, de ciencia y no de prejuicio. Estamos en el plano de la imitación y hay que ascender al plano de la creación. Estamos en el plano de las desordenadas vacilaciones, y hay que ascender al de las construcciones firmes. Prepárense los jóvenes, con tesón, con ardor, con persistente decisión de victoria.
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Se les dijo cómo crear algo por pequeño que sea. De tener todos confianza en sus fuerzas y de sentirse aptos para realizar al menos un esfuerzo humilde. Que hagan sonreír a un niño, porque lo hayan hecho sentirse dichoso, ya sería una obra, humildísima, es cierto, pero comunicada interiormente y en lo superior, con aquel espíritu que según Whately, debe guiar la faena de las escuelas: hace felices la los niños.
Hacer felices a los niños y hacer dichosos a los hombres en el porvenir de los niños.
Se les aconsejó acerca de su vida. Ello trajo el recuerdo de Tensión, allí donde el verso iluminado canta al respecto de sí, el conocimiento de sí, el dominio de sí. "These thee alone lead life to sovereign power".
Se les aconsejó una vez más acerca de educación. Dos brevísimas síntesis fueron presentadas al respecto: el niño y la sociedad.
Se les confirmó que no deben salir de la escuela ilusionados con el entusiasmo de que llevan la preparación necesaria. La Escuela no posee las condiciones que para darla ha de reunir. Pone en manos de los hijos una semilla y desea con todo su amor de madre que la planten bajo la estrella propicia. Ojalá que del germen sencillo brote una aurora maravillosa.
Extraña a las gentes que se hable de las deficiencias de la Escuela. Es decir, ¡desdichadas las instituciones perfectas! Y extraña que se diga que los que en la Escuela trabajamos, seríamos los primeros en aplaudir a los hombres que sustituyéndonos, sirvieran de tránsito a la corriente de progreso que las aulas esperan de una organización más eficaz. Y extraña que se diga que el Estado no puede aspirar a formar los maestros que necesita, mientras no tenga las escuelas normales que tal vasta empresa reclama. Y extraña que se diga que en este país, a cambio de mostrar resultados externos sintetizados en promedios de promoción, bien pueden permanecer ocultos los méritos más altos y las deficiencias más graves de un colegio, sin que haya suficiente opinión ni suficientemente preparada, para reconocer los unos ni corregir las otras.
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Se les dijo ¡adiós! Por fin, con el cariño, con la emoción que el maestro siente intensificarse en su entraña dolorida, al alejarse los alumnos y quedarle a él, atenuada por el fulgor de la gratitud, la amargura de los errores que cometió. ¡Son tantos y tantos los errores en que incurrimos cada día en una escuela Y a las veces son tan grandes, pero de tal modo inasibles, que muy tarde comprendemos que con el golpe de una hoja de hierba hemos roto quizá el ala de un cóndor.
¡Adiós! Los rumbos se dividen. Sigan el de ustedes con el pecho abierto a las tentaciones del porvenir, cual una vela a la atracción de los vientos.
Como en el ritual de los pitagóricos, saludan, orando, la aurora, con la ansiedad de ser, en la conciencia de nuestra juventud aurora del espíritu.
El profesor Carazo, en una fiesta íntima, había exhortado a los alumnos a querer ser algo como un Sarmiento, como una Gabriela Mistral. Al decirles las palabras finales de despedida repetí con vehemencia la instancia, hija también de mi corazón.
Separémonos como para no volvernos a encontrar nunca, en el concepto de que cuando las rutas nos reúnan de nuevo, no pueda la Escuela reconocerlos porque hayan llegado a ser tan grandes en el alma o en la vida, que la Escuela exclame asombrada: ¡No son los mismos! Aquel joven que ahora es robusto como un Sarmiento, no puede ser el mismo niño que años hace cruzó el pórtico. Aquella mujer que la hora es apostólica como Gabriela Mistral, no fue mi discípula.
¡Tan alta obra, superior a la de todas las escuelas, solo Dios forjaría en el alma de las juventudes que crecen amando la verdad!